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Ataque de Santa Anna a Veracruz
Antonio López de Santa Anna, que ya era coronel desde su fácil triunfo de Jalapa, había amagado al castillo de Perote, cuyo comandante, Agustín de la Viña, con muy pocos soldados, escasos víveres y frecuentes alarmas, se hallaba en situación apremiada. El padre capellán de la fortaleza, fray Laureano Chávez, pudo llegar a Puebla a través de grandes peligros, e informó al brigadier Llano de los apuros de Viña; el comandante militar envió al coronel Samaniego, quien entró en Perote el 11 de junio, y a su regreso dejó en el fuerte algunas tropas, víveres y dinero.
Santa Anna no pudo impedir el paso de la fuerza de Samaniego cuando esta se dirigió a Perote, por la rapidez con que realizó su marcha; pero se situó en la Hoya, por si Samaniego intentase dirigirse a Jalapa, y en aquel lugar tuvo una entrevista con José Joaquín de Herrera, en la cual se convino que, mientras este jefe se dirigía hacia Puebla, Santa Anna volvería a Jalapa para disponer el asedio de la plaza de Veracruz, pues los socorros de tropas y víveres que acababa de recibir la fortaleza de Perote hacían casi imposible la empresa de reducirla por la fuerza.
En la hacienda del Encero, no lejos de Jalapa, dirigió Santa Anna una proclama a sus soldados el 24 de junio, y en ese documento, notable por su estilo hinchado y pedantesco, que Alamán atribuye a Carlos María de Bustamante, a la sazón residente en esa villa, se excitaba a las tropas de la Undécima División a conquistar el importante puerto de Veracruz, arrancándolo del poder realista. Tres días después, el 27 de junio, Santa Anna llegaba a Santa Fe, en donde debían reunírsele las compañías de la Costa. El 29 de junio sostuvo un combate de poca importancia con tropas realistas salidas de la plaza. En los primeros días de julio, avanzó su campamento hasta el punto llamado Mundo Nuevo, y con un obús de a siete, dirigido por el joven comandante de artillería Carlos Jabié, rompió el fuego sobre la plaza; que le fue contestado por la artillería del baluarte de Santa Bárbara, siendo heridos levemente el mayor Aguado y el teniente Stávoli, ayudante de Santa Anna.
Este jefe se trasladó a Casa Mata durante la noche del 4 de julio, y allí dispuso asaltar la plaza por el baluarte de la Merced. En efecto, provistas sus tropas de 50 escalas, y dando el mismo Santa Anna ejemplo de arrojo, se apoderaron de aquella batería y de la puerta misma en la madrugada del 7 de julio. Cayeron sucesivamente en su poder los baluartes de Santa Lucía y Santa Bárbara, y mientras Santa Anna marchaba a ocupar la Escuela Práctica de Artillería y el baluarte de Santiago, otros dos trozos de sus tropas debían atacar el cuartel del Fijo, defendido por el Tcol don José Rincón. Un copioso aguacero se desató en aquellos momentos, inutilizando las municiones de los asaltantes; no obstante, Santa Anna logró llegar hasta la puerta del muelle, seguido de 80 soldados, y allí se detuvo, impidiendo el embarque de muchos comerciantes españoles que, al oír el rumor del combate, habían acudido a ese punto para trasladarse a la fortaleza de Ulúa.
Las tropas que Santa Anna había dejado tras de sí con la orden de tomar el cuartel del Fijo y de correr luego en su auxilio, lejos de obedecer sus instrucciones, se embriagaron en las tabernas que hallaban a su paso. Una partida de caballería que avanzó hasta la plaza de Armas fue vigorosamente rechazada por los soldados de Dávila y los vecinos realistas parapetados en los balcones de las casas; y en su precipitada fuga acabó de desordenar a la indisciplinada infantería, que huyó a su vez, dejando dentro del recinto fortificado 30 hombres muertos o heridos y 80 prisioneros.
La posición de Santa Anna, en el extremo de la ciudad, separado de los suyos y blanco de los disparos que de todas partes se le dirigían, llegó a ser muy peligrosa; pero a fuerza de arrojo logró retirarse, siendo el último en salir de la plaza, así como había sido uno de los primeros en marchar al asalto. Frustrado su atrevido proyecto, el coronel independiente se retiró a Córdoba, y enseguida a Orizaba, donde desahogó su enojo en una proclama que allí publicó el 19 de julio, haciendo que marchase al Puente del Rey una sección considerable de tropas para impedir que Dávila enviase alguna expedición contra Jalapa. Este comandante realista no intentó, sin embargo, tomar la ofensiva, y se redujo a reparar las fortificaciones de la plaza, ocupando en estos trabajos a los prisioneros que acababa de hacer a los independentistas.
Sucesos en la capital en julio de 1821
Al mismo tiempo que Santa Anna asediaba Veracruz, habían ocurrido graves sucesos en la capital, en la que reinó una gran agitación durante el mes de junio. Los bandos del Virrey relativos a requisición de armas y caballos, la escasez de víveres que se acentuaba más cada día y la leva o alistamiento forzoso que se estaba llevando a cabo con inusitado rigor, produjeron en los habitantes de la ciudad un profundo sentimiento de indignación contra un gobierno que se bamboleaba. Pero el golpe final y que le haría caer a tierra no le fue asestado por el pueblo.
En los postreros días de junio y los primeros de julio se atropellaron las noticias funestas recibidas en México. Sucesivamente se supo la derrota de Díaz del Castillo en la hacienda de la Huerta, la rendición de Bracho y San Julián en San Isidro, el levantamiento de Guadalajara a favor de la independencia, la capitulación de Luaces en Querétaro y, por último, el estrecho cerco que alrededor de Puebla habían establecido los jefes independentistas Bravo y Herrera.
Tantos y tan repetidos desastres exasperaron a muchos oficiales de los cuerpos expedicionarios que se hallaban en México, quienes hacía algún tiempo achacaban en voz baja las desgracias de la campaña a la impericia e ineptitud del Virrey. Los últimos sucesos los decidieron a obrar resueltamente, y ganando con grande actividad a todas las tropas de la guarnición, fijaron para la ejecución de su plan la noche del 5 de julio. Por más que procediesen los conjurados con rapidez y sigilo, alguna inquietud se hizo sentir en la ciudad durante la tarde de aquel día, y todos presentían un grave acontecimiento, excepto Apodaca, que no sabía nada de lo que se tramaba.
Los conjurados, ya en las primeras horas de la noche, detuvieron en los cuarteles a los coroneles Francisco Javier Llamas y Blas del Castillo y Luna, jefes respectivamente del regimiento de Órdenes Militares y del batallón de Castilla. Entre nueve y diez de la noche, los soldados de esos dos cuerpos, los del Infante don Carlos y los de las compañías de Marina (estos últimos de guardia en el palacio), ocuparon en parte ese vasto edificio, y el resto se desplegó frente a la fachada, en tanto que se situaba al pie de la catedral una de las nueve compañías de caballería, formadas recientemente con el nombre de “Defensores de la integridad de las Españas”. El Virrey se hallaba a la sazón presidiendo la junta de guerra, en la que estaban presentes los mariscales de campo Liñán y Novella, el brigadier Espinosa Tello y el coronel Sociats.
Se dio aviso a Apodaca de que dentro y fuera del palacio había gran número de tropas, y al mismo tiempo solicitaron hablarle los jefes de la asonada. Entraron en la sala donde estaba reunida la junta el Tcol Francisco Buceli, los capitanes Lara, Llórente, Carballo y Béistegui y otros oficiales de menor graduación, quienes manifestaron el disgusto que había producido en las tropas la noticia de la rendición de Bracho y San Julián, la de las capitulaciones de Valladolid y Querétaro, y la profunda desconfianza que inspiraba a los soldados la serie de desacertadas providencias que emanaban del Virrey. Por lo que pedían a este, en nombre de toda la guarnición, que se separase del mando, entrando a ejercerlo alguno de los subinspectores (Novella y Liñán). Apodaca les contestó con moderación y dignidad, manifestando todas las consideraciones que debían tenerse presentes para no dirigirle cargos injustos e infundados.
El mariscal Liñán habló a su vez afeando la conducta de los militares que habían promovido tan escandalosa sedición; instruyó a estos de las providencias que el Virrey y la junta permanente de guerra tenían acordadas para resistir y atacar a los independentistas, y protestó que de ninguna manera admitiría el mando que le ofrecían; y Novella, aunque con menos energía, hizo igual declaración. Entonces el brigadier Espinosa Tello propuso que, dada la supuesta confianza que las tropas tenían en Novella, se encargase este del mando militar, quedando en el político Apodaca. Uno de los oficiales amotinados, el capitán Llórente, indicó que era necesario contar con la voluntad de la tropa, que salió a consultar, volviendo al poco tiempo con la respuesta de que se exigía la completa separación del Virrey, y que los ánimos se hallaban tan irritados que no se podría responder de su vida si no se efectuaba inmediatamente.
Los dos subinspectores insistieron en rehusar el mando, pero habiendo insinuado los oficiales amotinados que en ese caso nombrarían Virrey al Tcol Buceli, hubo de condescender Novella para evitar mayores males. Se presentó a la firma de Apodaca un papel que llevaban apercibido los oficiales, en que atribuía su separación a enfermedades que no le permitían seguir ejerciendo el mando. Pero el digno anciano hizo pedazos el papel después de leerlo, manifestando que, aunque estaba pronto a abandonar el puesto, no permitiría que una sedición militar se lo arrebatara. No lo dejaría de una manera deshonrosa, poniéndose en ridículo con aquel pretexto, cuando todos los habitantes de la capital le veían diariamente recorrer a caballo los puntos fortificados y cumplir con todos sus deberes de gobernante.
Este incidente encendió en ira al mariscal Liñán, quien desafió uno a uno a todos los oficiales amotinados que allí se hallaban; y finalmente quedaron aplacados con la renuncia que Apodaca les entregó, escrita de su mismo puño.
En la misma fecha dirigió un oficio a la Junta provincial para que reconociese a Novella por jefe político superior.
Al día siguiente, Apodaca salió para la villa de Guadalupe, y algún tiempo después regresó a México, donde estuvo alojado con su familia en el convento de San Fernando hasta el 25 de setiembre, en que marchó a Veracruz para embarcarse en el navío Asia, a bordo del cual había llegado, a principios de agosto, el que sería el último virrey de Nueva España, Juan O’Donojú. Juan Ruiz de Apodaca desembarcó en Lisboa y de allí se dirigió a Badajoz, en donde permaneció algún tiempo, hasta que de orden superior pasó a Madrid para informar de los sucesos.
Novella, jefe de aquel gobierno agonizante, se dio a reconocer a las autoridades, pero la Junta provincial se resistió a hacerlo. Entretanto, los oficiales y soldados que habían erigido el nuevo orden de cosas murmuraban airados, dejando percibir que estaban dispuestos a cometer cualquier atentado si la Junta provincial persistía en su propósito de no reconocer a Novella. Quizás el temor o el deseo de evitar la anarquía obligó a la Junta a ceder, y el 8 de julio manifestó al nuevo gobernante que estaba dispuesta a recibir su juramento, lo que en efecto hizo en aquel mismo día.
Algunos de los militares más distinguidos, como Liñán, Sociats, Llamas, Castillo y Luna, se separaron con diversos pretextos de las comisiones que servían o de los cuerpos que mandaban; las tropas de la guarnición que no tomaron participación activa en la deposición violenta de Apodaca. Reconocieron desde luego a su sucesor, y el pueblo de la capital permaneció impasible ante el cambio que acababa de efectuarse, quizás por la convicción que abrigaba del poco tiempo de vida que debía alentar al nuevo gobierno. Sin embargo, Novella y los que lo habían elevado celebraron con la posible pompa su exaltación al poder: besamanos, representaciones de gala en el teatro y otras demostraciones de regocijo marcaron el advenimiento de un gobernante sobre tan frágiles bases asentado.
Al término de los festejos fue preciso atender a los peligros de la situación, y esta se presentaba cada vez más sombría y amenazadora. Novella no podía hacer otra cosa que seguir el mismo sendero que su antecesor, y desde luego llevó adelante con mayor violencia el alistamiento forzoso; estableció nuevas penas a los que se opusiesen a la requisición de armas y caballos; nombró comandante militar de México al coronel González del Campillo; formó una junta de guerra de la que había de ser primer vocal José de la Cruz; publicó proclamas en las que excitaba a seguir el ejemplo de los españoles que en la madre patria habían luchado con valor y constancia contra el invasor francés; y comprendiendo que pronto se vería sitiada la capital, se dedicó a reparar las fortificaciones ya construidas y a levantar nuevas obras defensivas.
Asedio y conquista de Puebla (junio y julio de 1821)
Entretanto, Puebla, que era considerada como la segunda ciudad del virreinato, era amenazada por los independentistas. Bravo, al separarse de Herrera en Rinconada el 29 de abril 2, marchó rápidamente hacia el Norte, pasó por Zacatlán y se dirigió contra Tulancingo, punto defendido por el coronel Manuel de la Concha. Este coronel no creyó prudente resistir a los independentistas, y dejando hasta la correspondencia que tenía ya escrita y cerrada para el Virrey, y los papeles relativos a la caja del regimiento de San Luis, huyó precipitadamente a la capital. Le siguió Bravo con sus tropas considerablemente aumentadas; envió al Virrey los papeles que dejó Concha en Tulancingo, diciéndole con sorna que lo hacía para que no hiciesen falta en el ajuste de cuentas del cuerpo de San Luis, y logró alcanzar al jefe realista cerca del pueblo de San Cristóbal. Concha hizo alto y envió a Bravo dos oficiales, quienes manifestaron en su nombre no combatir en el futuro contra los independentistas, a condición de que se le dejase en libertad de seguir su retirada a la Ciudad de México.
Convino Bravo en ello y regresó a Tulancingo, pasando antes por Pachuca, donde se apoderó de las armas y pertrechos que allí tenía Concha depositados; en la primera de esas poblaciones se ocupó durante algunos días en aumentar y vestir su tropa, establecer una fábrica de pólvora y plantear una imprenta en la que se publicó un periódico, y en lo sucesivo, todo lo que contribuyese a difundir y fomentar el levantamiento por la independencia. El 14 de junio salió de Tulancingo a la cabeza de 3.000 hombres, dejando 400 a las órdenes del coronel Castro.
El propósito de Bravo era cercar Puebla, y en consecuencia, dio anticipado aviso al coronel José Joaquín de Herrera, invitándole a tomar participación en la empresa. A medida que avanzaba Bravo, engrosaba su división con varias partidas: en la hacienda de Sultepec se le presentaron 100 soldados y los músicos del regimiento Fijo de Puebla, desertados de esta ciudad; en Tlaxcala, donde entró Bravo el 18 de junio, se incorporaron a sus tropas los jefes realistas Zarzosa y Miota con 350 caballos; y cuatro días más tarde (22 de junio de 1821) la división de Herrera procedente de las villas de Orizaba y Córdoba apareció al mismo tiempo que la de Bravo llegaba a Cholula y destacaba partidas de caballería hacia el camino carretero que va de Puebla a México, con el intento de cortar la comunicación entre una y otra ciudad.

La división de Bravo, con unos 4.000 hombres y a la cual acababa de unirse Manuel Mier y Terán, quien vivía retirado en Puebla después de haber capitulado a principios de 1817, pasó revista en Cholula el 1 de julio de 1821, y al día siguiente avanzó contra Puebla, rodeándola por toda la parte del poniente y situando su cuartel general en el cerro de San Juan. La caballería, al mando del coronel Zarzosa, se extendió hasta el norte; y la artillería, dirigida por Mier y Terán, fue situada en las laderas del dominante cerro de San Juan. Herrera con la Undécima División ocupó la parte oriental del cerro de Amaluca y desplegó sus tropas por el norte y sur, enlazando con las tropas de Bravo.
Ciriaco del Llano, comandante de la ciudad sitiada, tenía por segundo al coronel José Morán, marqués de Vivanco, quien antes de formalizarse el asedio se hallaba situado con un cuerpo de caballería en San Martín Texmelucan. Los cañones de Bravo dispararon un incesante fuego sobre Puebla desde el 3 de junio, y protegiendo el avance de las guerrillas que se extendieron hasta el Señor de los Trabajos. El 6 de julio, una columna de los sitiados de 600 hombres hizo una salida contra el cerro de San Juan, disparando granadas contra el cuartel general de Bravo; pero la caballería independentista al mando de Zarzosa y Gómez y 300 infantes a las órdenes de Joaquín Mier y Terán cargaron y la hicieron volver a la plaza en una precipitada fuga; en su persecución llegaron hasta Santiago y la casa de Rastro, de cuyos puntos se apoderaron, y a ellos avanzó Terán con sus cañones, que una vez asentados, continuaron haciendo fuego.
Por el lado oriental, Herrera alcanzaba también importantes ventajas y su artillería dirigía sus fuegos al interior de la ciudad, esparciendo en ella la confusión y el espanto, en tanto que sus tropas avanzadas ocuparon la parroquia de la Luz y el rancho de la Rosa. Bravo intimó rendición a Llano el 8 de julio, y después de varias contestaciones, durante las cuales no cesó el fuego de los combatientes, se convino un armisticio el 17 de julio, mientras que un comisionado de Llano, enviado por este a Iturbide, volviese con las condiciones que propusiera el jefe del ejército libertador. También fue concedido a Llano que despachase un correo a la capital. Las estipulaciones del armisticio fueron: la demarcación de un circuito del cual no podrían pasar ni unos ni otros; la suspensión de toda obra de fortificación, así como también de la marcha de las tropas que pudiesen dirigirse a reforzar a una u otra de las partes beligerantes; y que los desertores que fuesen aprehendidos dentro de los límites de los circuitos respectivos serían juzgados con arreglo a la ordenanza, y lo mismo los que protegiesen la deserción.
En consecuencia de lo convenido, salió de Puebla el coronel Munuera en busca de Iturbide, de quien se supo que dirigía hacia Cuernavaca. Los jefes sitiadores fueron avisados de que el coronel Epitacio Sánchez, procedente de Querétaro, avanzaba en su auxilio al frente de 500 caballos, y cumpliendo con el armisticio le ordenaron que no pasase de San Martín Texmelucan; pero informados también de que el realista Concha, olvidando su promesa de no tomar las armas contra los independentistas, pretendía acercarse a la ciudad al frente de una fuerza respetable, enviaron a su encuentro 600 caballos al mando de Ramírez y Sesma; este jefe, unido al coronel Sánchez, lo persiguió con vigor hasta obligarlo a entrar en México, con algunas pérdidas que sufrió en Venta de Córdoba.
Dueño Iturbide de Querétaro, dispuso que sus tropas avanzasen hacia la capital, y, en efecto, dos fuerzas mandadas por Quintanar y Bustamante marcharon con gran entusiasmo hacia México, prometiendo una pronta victoria. Entretanto, Iturbide, deseoso de apresurar la finalización del asedio de Puebla, resolvió trasladarse al campo de Bravo, al frente de los granaderos a caballo y de la mayor parte del regimiento de Celaya.
Desde el arroyo de Zarco, se dirigió a Cuernavaca, guarnecida por Armijo y Húber con algunos centenares de soldados y los negros de las haciendas de Yermo. Ni por un momento pensaron resistir ambos jefes realistas y se retiraron a la capital; Iturbide entró en Cuernavaca el 23 de julio y dirigió una proclama a los habitantes de la villa, en la que, después de explicar los motivos que le habían obligado a separarse de las tierras del Sur, en marzo de ese año, para marchar a Michoacán y al Bajío, les decía lo siguiente: «…Ya no sufriréis el yugo de unos opresores, cuyo lenguaje es el insulto, el artificio y la mentira, y cuya ley está cifrada en su ambición, venganzas y resentimientos. La Constitución española, en la parte que no contradice a nuestro sistema de independencia, arregla provisionalmente nuestro gobierno, mientras que reunidos los diputados de nuestras provincias dictan y sancionan la forma que más convenga para nuestra felicidad social».
Esta última frase indicaba ya el propósito de Iturbide de subordinar su mismo Plan de Iguala a la resolución del Congreso que se reuniese, respecto de la forma de gobierno, pues en aquel se expresaba terminantemente que sería llamado al trono de México el rey Fernando VII, y en defecto de este, sus hermanos los infantes don Carlos y don Francisco de Paula. Ninguna voz se alzó en contra de aquella frase estampada en solemne documento, bien por la mayor atención que los ánimos dedicaban a los rápidos y victoriosos avances de la revolución, o bien porque la inmensa mayoría de los mexicanos viese con satisfacción que el mismo autor del plan abría desde entonces un amplio sendero a todas las aspiraciones.
Sin detenerse muchos días en Cuernavaca, el primer jefe del Ejército Trigarante se dirigió a Cholula, en cuya ciudad entró a finales de julio. Poco tardó en concertar con Llano la capitulación de Puebla, la cual fue ajustada en la hacienda de San Martín por los coroneles Horbegozo y Samaniego en nombre de este brigadier realista, y por Luis Cortazar y el conde de San Pedro del Alamo en representación de Iturbide; la reunión sería el 28 de julio. Las tropas expedicionarias debían marchar a Tehuacán con los honores militares, y sus sueldos serían pagados por la nación mexicana hasta el día en que llegasen a La Habana, trasladadas también a expensas de México; los individuos de la guarnición que quisiesen podían unirse al Ejército Trigarante, y las tres imprentas que había en la ciudad serían entregadas, en buen estado, por los que capitulaban. Salieron, en efecto, los realistas para el punto señalado, y Llano con su familia y algunos de sus principales oficiales marchó al pueblo de Coatepec, cercano a Jalapa, y a poco se embarcó en Veracruz con dirección a España.
Iturbide entró triunfalmente en Puebla el 2 de agosto de 1821, en medio del entusiasmo de la multitud. Aunque los merecimientos de la conquista de esa ciudad correspondían en justicia a Bravo y a Herrera, la gloria y renombre del primer jefe del Ejército Trigarante ensombreció entonces los claros servicios de estos valientes y modestos héroes de la independencia. El pueblo aclamó a Iturbide con delirio al atravesar este las calles y plazas de la ciudad de Los Ángeles, y luego le hizo salir al balcón del palacio episcopal, en que se alojó, para saludarlo una y otra vez, oyéndose algunas voces de ¡viva Agustín I!
Revolución en las provincias internas de Oriente
Las Provincias internas de Oriente habían permanecido en una pacífica y silenciosa servidumbre desde que la guarnición que dejó Mina a orillas de Santander, en el pueblo de Soto de Marina, sucumbió a mediados de 1817. Arredondo, comandante general de aquellas provincias, las gobernaba desde Monterey (Nuevo León), donde tenía establecido su cuartel general, y más engreído con las ventajas que alcanzó en ese año, gobernaba con despotismo y ejercía una autoridad casi absoluta. Pocas veces acató las órdenes y disposiciones del gobierno virreinal, ni siquiera cuando fuera el enérgico Calleja quien se las enviase, que en cuanto al más suave Ruiz de Apodaca, nunca fue obedecido por él. Llegaron a esa vasta región, hacia mediados de marzo, los primeros rumores del Plan de Iguala, y después de ellos se notó una sorda agitación que se produjo en los ánimos.
Arredondo pudo, a fuerza de vigilancia y de medidas preventivas, contener la conmoción que siguió latente hasta el mes de junio, durante el cual se reveló intensa, gracias a las noticias repetidas de los pasmosos avances que hacía la revolución en el centro y el oriente del país. Entonces Arredondo creyó conveniente concentrar en Monterey todas las fuerzas que mandaba y la mayor suma de recursos, ordenando en consecuencia a los oficiales reales que trasladasen a esa ciudad la caja, que estaba en el Saltillo; pero el tesorero, apoyado por el ayuntamiento de este punto, se negó a obedecer, y Arredondo hizo salir de Monterey la compañía de granaderos del Fijo de Veracruz al mando del capitán Nicolás del Moral, con instrucciones de llevar preso al tesorero; y para el mejor éxito de esta providencia ordenó que el resto de aquel batallón siguiese a la compañía y acampase en la cuesta de los Muertos, distante diez leguas del Saltillo.
Estas providencias apresuraron el movimiento que estaba a punto de estallar. Apenas hubo llegado a esa villa el capitán del Moral el primero de julio, las autoridades y este mismo oficial con toda su compañía proclamaron la independencia; el teniente Pedro Lemus arengó al resto del batallón Fijo que se había detenido en la cuesta de los Muertos, y los soldados juraron con entusiasmo el Plan de Iguala, y se dirigieron al Saltillo a unirse con sus compañeros. La noticia de estos sucesos hizo comprender a Arredondo que su situación sería desesperada si continuaba en su propósito de resistir al torrente que empujaba a los habitantes y a sus propios soldados, y anticipándose al movimiento, que no tardaría en levantar a la misma Monterrey, convocó el 3 de julio de 1821 una junta de las autoridades y vecinos principales de la ciudad, a quienes propuso proclamar el Plan de Iguala.
La junta aprobó unánimemente la proposición; al día siguiente se hizo el juramento solemne, y Arredondo despachó órdenes severas a las cuatro provincias que estaban bajo su mando, para que en ellas se hiciese lo mismo. Pero las autoridades y tropas que habían proclamado la independencia en el Saltillo rehusaron someterse a la autoridad del odiado comandante general; otras poblaciones le negaron también su obediencia, y el antiguo opresor de las Provincias internas de Oriente se vio forzado a entregar el mando al coronel Gaspar López, jefe de algunas tropas independientes que se aproximaban a Monterey. Se retiró enseguida a San Luis con la intención de presentarse a Iturbide, pero quizás reflexionó que no sería bien acogido, y cambiando de propósito marchó a Tampico, en donde se embarcó para La Habana.
El levantamiento de las provincias internas de Oriente, que habían obedecido por tanto tiempo a Arredondo, redujo las fuerzas realistas en todo el dilatado territorio desde México hasta la frontera del Norte, a las que se habían retirado con Cruz a Durango, y algunas que en Chihuahua tenía bajo sus órdenes Alejo García Conde, comandante de las provincias internas de Occidente.
Levantamiento en Oaxaca
La provincia de Oaxaca comenzó a conmoverse desde que la revolución cundió rápidamente en el vecino Veracruz, y el presbítero José María Sánchez, antiguo insurgente, empuñó de nuevo las armas al sur de Tehuacán al saber que la columna de granaderos había salido de Jalapa para adherirse al Plan de Iguala. Poco tiempo después, el Tcol Pedro Miguel Monzón, con parte del Fijo de Veracruz y otros piquetes que puso Herrera a sus órdenes, ocupó Tehuacán, y enseguida invadió las tierras de Oaxaca y pudo ocupar sin resistencia el pueblo de Teotitlán, que le fue entregado por el comandante realista el 9 de junio de 1821.
Al mismo tiempo se alzaba en armas a favor de la independencia el antiguo capitán realista Antonio León, quien, unido a otros comandantes de varios pueblos cercanos a Huajuapan, entró en Tezontlan el 19 de junio. Sin pérdida de tiempo, sorprendió un convoy de víveres que marchaba de Oaxaca a Huajuapan, atacó y desbarató una compañía del batallón de cazadores de San Andrés de las Maderas, y dirigiéndose a Huajuapan, intimó rendición al oficial Jerónimo Gómez, que defendía el punto. La plaza, con tres piezas de artillería y las municiones que en ella se encontraban, fue entregada, y la guarnición se retiró con armas y bagajes, aunque muchos de los soldados regresaron para unirse a los independentistas.
León fue reforzado con elementos conseguidos en Huajuapan, y se propuso atacar el fuerte de San Fernando, construido en el pueblo de Yanhuitlán, y que estaba defendido por el Tcol Antonio Aldao con parte del batallón de la Reina y del provincial de Oaxaca. Llegó a vista de las fortificaciones el 5 de julio, y antes de abrir fuego invitó a una conferencia al Tcol Aldao, en la que no se acordó nada, pues Aldao estaba esperando auxilio del coronel Manuel de Obeso, comandante militar de la provincia.

Obeso, entretanto, había salido de Oaxaca con el propósito de llamar la atención de los que sitiaban a Yanhuitlán, pero temiendo alejarse de la capital de la provincia, se detuvo en Huitzo, donde construyó tres atrincheramientos. Informado León de este movimiento, resolvió marchar al encuentro de Obeso, y dejando al mando de los sitiadores al comandante Francisco Miranda, se puso en camino el 14 de julio con lo más escogido de su pequeña división. No es larga la distancia que media entre Yanhuitlán y Huitzo, pero las sendas que los unen serpean por los ásperos cerros y hondos barrancos de la Mixteca Alta, y la estación lluviosa, entonces en toda su fuerza, los había puesto casi intransitables. Por más que se empeñaron León y sus soldados, no les fue posible llegar antes del mediodía del 15 de julio al campamento realista de Huitzo; y aunque rendidos de fatiga, atacaron intrépidamente las fortificaciones improvisadas de Obeso, se apoderaron de un atrincheramiento e incendiaron una casa que estaba inmediata. Sin embargo, la resistencia que hubo de vencer León en el ataque le hizo comprender cuán difícil sería su situación si persistía en asaltar las otras dos trincheras, y resolvió volver a Yanhuitlán.
Durante su marcha retrógrada interceptó un correo que Obeso enviaba a Aldao diciéndole que no le era posible auxiliarle; noticia que fue de gran importancia para León. En efecto, apenas llegó a su antiguo campamento, intimó de nuevo rendición al comandante realista, y pasó a sus manos la carta de Obeso que había interceptado. Aldao, en vista de ese documento, perdió toda esperanza de que se le auxiliase, y el 17 de julio firmó una capitulación, en virtud de la cual salió del fuerte con los honores de la guerra, aunque dejando en él la bandera del batallón de Oaxaca, que León exigió quedase allí. 14 cañones de diversos calibres, 211 fusiles y carabinas, y una gran cantidad de municiones quedaron en poder de los independentistas en las fortificaciones de Yanhuitlán, defendidas con brío por los realistas.
Después de haber alcanzado tan notable triunfo, León, más temerario que prudente, decidió marchar contra Oaxaca, y el 25 de julio se puso en camino seguido de las compañías de Huajuapan, Tlaxiaco, Nochixtlán, Teposcolula y Tutla, formadas de belicosos indios mixtéeos, y de 250 caballos a las inmediatas órdenes de Francisco Miranda. Descalzos, casi desnudos, pero llenos de entusiasmo, los soldados independentistas avanzaron a través de aquellas agrias sierras, cruzaron varias veces el río de las Vueltas, hinchado a la sazón por las fuertes y continuas lluvias, arrollaron al destacamento realista que había quedado en Huitzo y se detuvieron en la hacienda de San Isidro, distante media legua de la villa de Etla, donde Obeso había resuelto defenderse, no pudiendo cubrir con sus escasas tropas la extensa ciudad de Oaxaca.

León hizo un reconocimiento de las posiciones de Obeso, y enseguida intimó rendición al jefe realista, que se negó a capitular. Entonces abrieron fuego con dos piezas de artillería que León había hecho transportar en hombros desde Yanhuitlán, cañoneando vigorosamente el convento, cuartel general y punto el más fuerte de los que ocupaban los realistas. Estos intentaron algunas salidas, que fueron constantemente rechazadas por la caballería de Miranda, y el 29 de julio, León dispuso el asalto del convento, haciendo avanzar la artillería a tiro de fusil. Después de tres horas de vivísimo fuego y cuando los independentistas estaban a punto de comenzar el asalto, Obeso pidió parlamento, y la capitulación que convino con los sitiadores le concedió retirarse a Puebla con los honores de la guerra; pero solamente le siguieron cien de sus soldados, pues los demás prefirieron unirse a los vencedores.
Estos entraron en Oaxaca al día siguiente, 30 de julio, y los habitantes de la ciudad contemplaron con entusiasmo a los bravos mixtéeos que, a pesar de su desnudez y mal armamento, habían logrado vencer a las aguerridas tropas realistas. Pocos días más tarde se proclamó la independencia de la Villa Alta por el subdelegado Nicolás Fernández del Campo, y en la Costa Chica hizo lo mismo el Tcol Reguera al frente de las divisiones Quinta y Sexta de milicias, con lo que terminó por completo la dominación española de Oaxaca. A Antonio León se le ascendió a Tcol, y se le dio el mando de la provincia a su ahijado Celso Iruela Zamora.