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Operaciones mientras se producía la Expedición Real
La importancia de la Expedición Real hace que muchas veces se olvide que durante su transcurso las tropas carlistas del ejército vasco-navarro tuvieron uno de sus más brillantes periodos bajo el mando del teniente general don José Ignacio de Uranga. A sus órdenes habían quedado alrededor de 14.200 infantes y 200 caballos, con 40 o 50 piezas de artillería.
La primera operación de este menguado ejército fue, aprovechando la concentración liberal, la toma de Lerín (Navarra), donde se hicieron más de 400 prisioneros y se demolieron las fortificaciones. A ella siguió el hostigamiento de las tropas de Espartero, que se dirigió a Navarra para vigilar la expedición, y hubo de mantener cinco días de combates para alcanzar su destino, encontrándose entre sus numerosas bajas el general Gurrea. A mediados de junio, Uranga se desprendió de más de 4.000 hombres, mandados por el general Zaratiegui, cuya misión consistía en distraer las fuerzas cristinas que operaban contra la Expedición Real. El 8 de septiembre O’Donell se apoderó de Hernani y Urnieta, pero fue batido en Andoain, donde los paisanos colaboraron activamente con las tropas carlistas, pues los cristinos habían quemado más de cien caseríos. “Ezdá cuartelic su ematen duenentzat” (no se da cuartel a los incendiarios), fue el grito con que se perseguía a los vencidos, que tuvieron más de 600 muertos, sobre todo ingleses.
El 29 del mismo mes fue tomada Peralta (nuevamente pérdida poco después) y por estas mismas fechas fueron desarmados los paisanos de los valles de Navarra, reclutándose los mozos útiles para servir en las filas carlistas. La situación de Navarra era cada vez más alarmante para las tropas cristinas, que experimentaban una elevada deserción, y se dio el caso de que los pueblos de la ribera se armaron por don Carlos, negándose a proveer Lerín de vituallas. La conquista de El Perdón y la ocupación de la línea de Zubiri, “los 300 pueblos que se perdieron en 1836”, fueron los últimos actos de una campaña que hubiera podido ser aún más productiva si no se hubiera producido el regreso del Pretendiente y las fuerzas que le perseguían.
La retirada de la Expedición Real a las provincias marcó sin duda un hito importante dentro de la guerra civil, pero no tanto desde el punto de vista militar, sino desde el político. El 29 de octubre de 1837, cuatro días después de su vuelta a las provincias, la alocución dada por don Carlos en Arciniega puso de manifiesto las graves disensiones que se habían creado durante su transcurso, que dieron lugar a la separación de varias generales, y a la prisión de algunos otros.
El infante don Sebastián fue relevado del mando del ejército, asumido entonces por el propio don Carlos; Zaratiegui era encarcelado mientras un consejo de guerra estudiaba el comportamiento que había observado durante su expedición; Cabañas fue sustituido por Arias Tejeiro en el ministerio de la Guerra; Simón de la Torre confinado en Villaro (Vizcaya); Villarreal desterrado a Guernica; Joaquín Elió y Fernando Cabañas arrestados en Urquiola y Guevara, respectivamente; Eguia, preso con anterioridad por las maquinaciones de sus enemigos, continuó en San Gregorio.
No era la primera vez que un revés militar daba lugar a medidas de este tipo, pues de hecho los jefes del ejército carlista solían ser separados del mando cuando sus tropas sufrían un fuerte revés; no era tampoco nuevo el juicio contra los generales que habían mandado alguna expedición, pues Gómez estaba en prisión desde el mismo momento en que regresó a las provincias, pero sin duda nunca habían sido tantas las personas afectadas por este tipo de medidas. Se sintió perseguido un importante sector del carlismo, que consideró a don Carlos entregado “pública y completamente al partido extremado”, y vio en todas estas disposiciones el deseo de Arias y sus seguidores de hacerse completamente con el poder.
La dimisión de González Moreno como Jefe de Estado Mayor del Ejército y su sustitución por Juan Antonio Guergué, supuso en la práctica el comienzo del mando de este general. Aunque no fue hasta el 25 de noviembre, fecha en que fue suprimida la capitanía general de Navarra y Provincias Vascongadas, creada por el Pretendiente al ausentarse, cuando Uranga cesó en sus competencias. Guergué, coronel del provincial de Logroño antes del inicio de la guerra, se había distinguido al frente del Estado Mayor en la época de Uranga, y al igual que su antiguo jefe, estaba considerado como uno de los militares más caracterizados del partido apostólico.
En diciembre de 1837, Espartero hubo de desistir, ante la falta de medios, de su intento sobre la línea de Zubiri, y las acciones se centran en el hostigamiento por parte de los carlistas de los convoyes que, procedentes de Francia, trataban de aprovisionar Pamplona, sometida a un riguroso bloqueo. Un intento liberal sobre el valle de Salazar fue rechazado por el general García, que obligó a los enemigos a refugiarse en Francia. Aunque en enero de 1838 continuaron las correrías de los carlistas navarros, las operaciones más importantes son las desarrolladas por Espartero a fin de poder evacuar Balmaseda y organizar una nueva línea, lo que consiguió tras varios combates. A finales del mismo enero, O’Donell obtuvo diversos éxitos en Guipúzcoa, apoderándose de Lasarte y Zubieta, mientras que León destruyó en una arriesgada incursión los fuertes construidos por los carlistas en Belascoain y Ciriza.
No hubo grandes acciones, y en febrero tan solo es digna de destacar la incursión del cura de Dallo en la provincia de Álava, que llegó a Nanclares de Oca, recorrió los alrededores de Vitoria y, ya en Navarra, hizo prisionera a la guarnición de Lodosa. O’Donell, que a finales de mes logró ventajas sobre los carlistas en Urnieta, fue batido un mes más tarde en el mismo escenario, no dándose cuartel a los prisioneros por haber quemado en su avance las veinte casas que aún no lo estaban. No obstante, siguió firme en su intento de destruir las fortificaciones realistas en Vera, lo que consiguió a principios de abril, pero el 19 de enero, García tomaba Valcarlos, acrecentando el control carlista sobre el norte de Navarra.
Batalla de Belascoáin (28 de enero de 1838)
Diego León, encargado de la comandancia general de Navarra, compartió su idea con el virrey de Navarra, por entonces el general Isidro Alaix, que la consideró temeraria y desaprobó. Con todo, Diego León no se arredró y, como narra Antonio Pirala:
«Las primeras operaciones del jefe liberal, no fueron infructuosas; pero siendo una de las más apremiantes necesidades el abastecimiento de la plaza de Pamplona, a lo cual oponían grande obstáculo los carlistas por ser dueños de Belascoáin, resolvió apoderarse de este punto tan importante y bien fortificado. Participó su idea al general Alaix virrey de Navarra, la consideró temeraria y la desaprobó. No por esto desistió León: tomó sobre sí la responsabilidad de tan atrevida empresa, y para distraer a los carlistas y darles lugar a que verificasen una incursión en el Carrascal, ejecutó un movimiento estratégico en dirección opuesta a la del enemigo, y los resultados fueron como los previó el jefe liberal. Situados los enemigos en Legarda, Oztegarda (?), Muzo (?), Baznon (?) y Obanos vieron pronto a los liberales, a quienes creyeron distantes, y trabaron con ellos una porfiada lucha que hizo a León dueño de Legarda y del monte del Perdón. Notició a Alaix tan importante acontecimiento, y su propósito de atacar al día siguiente, 28 de enero, el puente de Belascoáin, para lo que le pedía la artillería gruesa que necesitaba. Aguijoneado por su impaciencia, corrió sin esperar la contestación el citado día hacia Belascoáin, defendido por numerosas fuerzas carlistas que ocupaban las casas aspilleradas y fuertes, los reductos y tres líneas atrincheradas para impedir el paso de un vado próximo.
No contó verdaderamente León el número de los enemigos, ni paró mientes en las posiciones que había de defender é toda costa: aconsejado por su temerario arrojo, embistió a su contrario, y la valerosa resistencia de éste, avivaba más y más su empeño. Unos y otros combatientes conocían la importancia del sitio porque bregaban, y en cuatro horas de sostenido y horroroso fuego, ni los sitiados cedían ni los sitiadores se desalentaban por las pérdidas que mutuamente se causaban. No podía prolongarse aquella lucha: conoce León ser necesario un acto de arrojo, y manda cargar a la bayoneta sobre el pueblo; desprecian aquellos valientes las balas que les diezmaban y se apoderan de él aclamando a Isabel II. Aun se necesitaba otro esfuerzo para apoderarse del puente, que era el punto de importancia; más le faltaba la artillería de grueso calibre que esperaba le enviase Alaix, y en el momento de deber comenzar el ataque al puente para poder aprovechar el efecto moral que en unos y otros combatientes debió producir la ocupación del pueblo, se le presentó el mensajero que envió a Pamplona a anunciarle la negativa del virrey. Encolerizóse León, y es fama que en uno de sus raptos exclamó en presencia de sus edecanes: ya hay complot de generales contra mí.
En la situación en que se hallaba el jefe liberal, no podía retroceder sin mengua. Así lo comprendió, y decidido a vencer o a conseguir una muerte gloriosa en el campo de batalla, espoleó a su brioso animal, y recorrió las filas anunciando a sus tropas que se iba a atacar el puente porque en él estaba el premio de la victoria.
No era posible apoderarse de él a viva fuerza; situado en el vértice de un ángulo entrante que forma el Arga, cuyo río se desliza al pie de elevadas montañas, parecía inexpugnable, y le hacían tal por su frente las obras con que le habían fortificado sus poseedores.
Era menester vadear el río y tomar por la espalda el reducto que defendía el puente. La operación era difícil, pero se ofreció a ella el coronel don Manuel de la Concha, y León se la confió contento, poniendo a sus órdenes los batallones de Castilla y 1.º de Zaragoza, con la compañía de tiradores, escuadrón de Guías y 2.° de Húsares. Destináronse algunas fuerzas a proteger el paso del Arga, a cuyo fin dirigían dos piezas de artillería sus certeros disparos sobre las fuerzas que los carlistas reconcentraban para impedirlo; otras dos piezas batían el reducto, y alguna infantería amagaba con oportunidad pasar el puente, para distraer la atención del enemigo.

El fuego de fusilería y de cañón se había generalizado y era horroroso. El paso del Arga se efectuaba en tanto con increíble arrojo, llegando el agua a la cintura y pereciendo algunos. Gana Concha la opuesta margen con las compañías del 1.° de Castilla, y la caballería, y desaloja a los contrarios de sus primeros atrincheramientos.
León, amigo del mayor peligro, echa pie a tierra y se precipita en el río con su Estado Mayor, siguiéndole el primer batallón de Zaragoza, que al ver el heroísmo de su jefe le aclama con entusiasmo, y toda la división aclama también a aquellos valientes, anhelando todos el puesto de más compromiso.
Nada era ya capaz de detener aquellas tropas, que se cuidaron más del triunfo que de la vida: les alentaba la emulación y no veían el peligro. Así se posesionaron de los parapetos y fortificaciones exteriores; abandonaron los carlistas el reducto al ver lo inútil de su valiente resistencia, y los batallones de la Guardia y Zaragoza pasaron el puente. Sus defensores se declararon vencidos.
Las tropas liberales habían conseguido un triunfo de gran valía, en premio del cual les esperaba el hambre. León envió a su jefe de Estado Mayor a Pamplona a pedir pólvora para destruir los fuertes conquistados, y raciones para alimentar a su desfallecida tropa. El virrey envió la primera; pero no las segundas, porque no las tenía, dijo.
Nuevo conflicto para León, que no podía dar de comer a los que tan importante servicio acababan de prestar a la patria; a los que acababan de derramar su sangre en dos días de heroicos y repetidos combates; a los que habían conseguido un triunfo calificado por todos de temerario, sino imposible, con los elementos de que pudieron disponer.
Y en premio de todo esto, ¡la miseria, el hambre! ¡Ni un rancho que dar a aquellos valientes!
A media legua de Belascoáin, tenían los carlistas bien guarnecido el fuerte de Ciriza, y en él un depósito de víveres, que se propuso León sirviera para alimentar a sus tropas. La alternativa era terrible; o desfallecer ó pelear de nuevo para conquistar el preciso alimento. Escalonó sus fuerzas, marchó con dos batallones, la artillería y caballería sobre aquel punto, que abandonaron sus guarnecedores al aproximarse los victoriosos liberales, y le ocuparon estos hallando en él raciones para cinco días.
A pesar de la modestia con que León redactó el parte de tan glorioso hecho de armas, le fue premiado con la gran cruz de San Fernando, que no estimó en tanto como la satisfacción que le ocasionó aquella brillante jornada, a la que contribuyeron los milicianos nacionales de Puente la Reina».
En la primavera de 1839, el puente volvió a caer en manos carlistas y el 1 de mayo, Diego de León lo volvió a recuperar.
Batalla de Peñacerrada (20 y 22 de junio de 1838)
Siguió así la guerra, alternándose pequeños combates favorables a uno u otro bando, hasta que en junio Espartero decide apoderarse de Peñacerrada. El ejército cristino, mandado por Baldomero Espartero, y compuesto por dos divisiones, de tres brigadas cada una. La primera división estaba al mando de Ribero y Buerens; la segunda, al mando de Bravo del Ribero. Cada brigada estaba compuesta de tres batallones, por lo que Espartero contaba con 18 batallones. La expedición se puso en marcha después de dejar atrás Valmaseda, en la sierra de Burgos, en dirección hacia Peñacerrada, con el objetivo de atraer a los carlistas a una batalla y conquistar una plaza tan importante.
Además de los 18 BIs, llevaba tres compañías de ingenieros, cuatro escuadrones de húsares, tres baterías de obuses de a 12 con seis piezas por batería, una de cohetes Congreve, otra de carril estrecho y el tren de batir compuesto de 3×24 y 4×16 cañones, 2×10 morteros y 2×7 obuses. Con raciones para tres días, por carencia de mayor número de transportes, el 18 de junio de 1838 pernoctó en la localidad de Treviño y la venta de Armentia.
Ese mismo día había llegado Juan Antonio Guergué, avisado oportunamente, desde el valle de Etxauri y Peñacerrada, llevando un refuerzo de cuatro batallones. Al amanecer del 19 de junio, Espartero prosiguió el movimiento, no encontrando enemigos hasta ocupar la altura de Larrea, donde se trabó un combate de vanguardias, sostenido casi exclusivamente por las fuerzas del coronel Martín Zurbano. Fue reforzado más tarde por el EC de escolta del general y la brigada de la Guardia Real de infantería que marchaba al frente.
El combate no se generalizó porque no convenía a Espartero, puesto que su ejército, formando una larguísima columna con más de 300 carros, todavía no se había concentrado, y como que no hubo medio de conseguirlo hasta las cinco de la tarde, se replegó al lugar designado para acampar. Los carlistas siguieron hostigando con fuego de fusil y de cañón, los cuales eran tan acertados que una granada cayó y reventó cerca del cuartel general, sin causar graves daños. Como las fuerzas cristinas tenían órdenes de no contestar, los carlistas se envalentonaron ante el silencio, y a las once de la noche llegaron provocadores hasta el mismo campamento, siendo rechazados por el fuego de la línea avanzada de centinelas. En aquel momento tuvo lugar un acontecimiento que estuvo a punto de causar graves daños al ejército cristino.
Ante el repentino ataque de los carlistas, se asustaron los caballos, que empezaron a correr desordenados en todas direcciones, atropellando las masas, que hicieron fuego creyendo que se trataba de la caballería enemiga. Puso fin al desconcierto la feliz idea de Zabala, coronel de los húsares, que ordenó sonar los clarines, al son de los cuales, tan conocido de los caballos, que se fueron calmando y recogiéndose. Todo esto no fue obstáculo para que durante la noche se fueran construyendo baterías para siete piezas de fuegos directos.
Empezó el fuego de cañón la mañana del 20 de junio, contra el fuerte exterior o castillo de Ulizarra, y viendo los impacientes la lentitud con que se iba abriendo agujero, decidió Espartero intentar el asalto. Mientras se preparaba la columna, los carlistas destacaron fuerzas de la plaza que intentaron aproximarse al castillo, y que fueron rehusadas con pérdidas por la columna de Zurbano y la división de la Guardia real, ayudada por la caballería. Por fin se consiguió vencer la resistencia del castillo, pero quedaba todavía conquistar la plaza, y contra ella se dirigió el ataque.
Al ver Espartero la enérgica resolución de sus defensores, que no quisieron admitir ningún tipo de parlamento, decidió suspender el ataque, mientras Zurbano marchaba el día 21 a buscar el convoy de víveres y municiones, y esperaba el momento de construir un campo que sirviera de refugio a los parques y artillar el castillo.
Al amanecer del 22 de junio, se rompió el fuego, con menos intensidad de la precisa, para economizar munición, pues a pesar de haber vuelto Zurbano a Vitoria llevando todo el que encontró, escaseaban los proyectiles. Los carlistas, que se dieron cuenta de este hecho, empezaron a tomar ánimos, logrando poner a los cristinos en situación comprometida. Espartero, sabedor de todo esto y comprendiendo que era preciso un ataque decisivo, no reparó en la fuerte posición del enemigo, formó una batalla por masas con seis batallones de la Guardia Real y uno de la 3ª división, cubiertos a 40 pasos por las compañías respectivas de cazadores. Situó detrás del centro de la línea la batería de carril y la de lomo, la caballería a retaguardia de las alas, excepto una compañía de tiradores que pasó a contener las guerrillas, y, posándose al frente de sus fuerzas, ordenó calar bayonetas después de arengarlos y avanzar al compás de la música.
«La caballería carlista, explican, cargó a las guerrillas, y se traba un abrivat (impetuoso) combate; hubo momentos terribles, y para no sufrir la impaciencia de las vicisitudes. Espartero, reasumiendo en sí el éxito de la batalla, y resuelto a decidirla, haciendo temeraria su valentía, a la voz de ¡a por ellos, chicos, ya ha pasado el peligro!, cargó contra la caballería, sin permitir por su velocidad más que una descarga, y dio el triunfo a las armas liberales. Los carlistas no pudieron, aunque valientes, resistir un ataque tan heroico, y se declararon vencidos. Entre ellos se introdujo el pánico y el desorden; huyeron, y el enemigo victorioso se apoderó de cuatro piezas de cañón obusser de hierro forjado, que podía presentarse como modelo en cualquier lugar de Europa, de un considerable número de prisioneros, municiones, pertrechos, tiros de caballería y cuando podía constituir un completo botín. El número de muertos fue considerable: unos y otros lamentaron grandes pérdidas; había sido largo y valiente el batallar y no pudo menos de correr la sangre de forma abundante; 600 hombres, dijeron algunos, cayeron en uno y otro campo.»

La plaza no pudo resistir por más tiempo después de esta victoria, y la guarnición lo abandonó sin que las tropas liberales se dieran cuenta del hecho. La batalla fue decidida por una brillante carga de los húsares comandados por su coronel Juan Zabala, que recibió las mayores muestras de entusiasmo de Espartero en pleno campo de batalla, el cual solicitó de la reina ser nombrado coronel honorario de tan brillante cuerpo.
Fuera como consecuencia de la pérdida de Peñacerrada, como parecen indicar las fechas, fuera porque don Carlos ya lo hubiera decidido con anterioridad, lo cierto es que el 28 de junio, Maroto reemplazó a Guergué en el mando del ejército carlista. No fue sin duda que esta fue una época brillante para las armas del Pretendiente, pero debe recordarse que durante este periodo no hubo sino una serie de combates de pequeña importancia y resultados varios, cuyo resultado no presentaba la más mínima importancia para ninguno de los bandos en liza.
Aunque la historiografía tradicional, influenciada por la carlista-marotista, muestre su actuación al frente del ejército con los más negros colores, la realidad parece corresponderse con el siguiente juicio, donde se consideraba que aunque no poseía grandes talentos militares, Guergué “había sabido contener a las tropas cristinas, y a excepción de Peñacerrada, los carlistas no perdieron una pulgada de terreno en todo el tiempo que conservó el mando en jefe, antes por el contrario, extendieron su dominación hasta los puertos de Santander, tomaron a Nanclares, y obligaron a Espatero a evacuar a Balmaseda, y Tarragual, en las frecuentes excursiones que hizo al alto y bajo Aragón, desarmó a los guardias nacionales de los pueblos, y se apoderó de una gran cantidad de ganados”.
Situación en el norte de Castilla la Vieja
En 1838 cogen también fuerza las operaciones carlistas en Castilla la Vieja, donde ya habían operado anteriormente algunas expediciones y muy particularmente la de Zaratiegui, a cuyo amparo se formaron numerosos batallones en las provincias de Burgos y Valladolid. Merino, que había salido de las provincias con la expedición del conde de Negri, se separó de la misma, tal y como estaba previsto, con dos escuadrones y algunas compañías de infantería, dirigiéndose hacia Aranda y Lerma y empezando a reclutar jóvenes. En breve tenía a su disposición dos batallones, y tras el desastre de la expedición, se unieron a Merino más de 200 dispersos, con lo que abandonó su refugio de los Pinares de Soria. A fin de contenerle, envió Espartero el primer regimiento de la guardia real y los lanceros polacos, que hicieron una batida por las sierras de Burgos y Soria, obligando a Merino a retirarse hacia el bajo Aragón, donde se le unieron los batallones de Guías de Burgos y voluntarios de Valladolid.
El 1 de abril, Negrí había enviado a los jefes Epifanio Carrión y Modesto de Celis a operar en la derecha de Castilla.
Tras apoderarse de Herrera de Pisuerga (Palencia), el 15 de este mes hacen prisioneros a más de 60 hombres en Vasconcillos del Tozo (Burgos), recurriendo para conseguirlo a quemar la casa donde se habían refugiado. Sus actividades, que continuaron con buen éxito, atrajeron la atención de numerosas columnas liberales, teniendo que refugiarse en el Norte a poco de llegar el verano.
Más sonado fue el principio de la campaña de Balmaseda, que el 20 de mayo aniquilaba en Ontoria a una columna liberal al mando del coronel Mayols, haciendo más de 500 prisioneros, por lo que fue ascendido a brigadier, estableciendo con ellos un depósito en Duruelo. En Cuéllar se le unieron 22 soldados de la guarnición, tras asesinar a su jefe, que se oponía a rendirse a pesar de hallarse en una torre incendiada. “La persecución no había dejado de ser activa por las columnas de Albuin, Valderama y Coba; pero corrían más los carlistas, y con sus bandos o con sus simpatías en algunos puntos, imposibilitaban dar a los liberales noticias exactas de las marchas”.