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Inicio de la rebelión
En agosto de 1825, el conde de España fue enviado a sofocar la revuelta del general Bessieres, que consideraba que el ministerio estaba manejado por los liberales. Siguiendo las órdenes dadas por el Rey, España pasó por las armas a Bessieres y los siete oficiales que le acompañaban cuando fue hecho prisionero.
El 3 de julio de 1827 fue nombrado Grande de España de primera clase. A finales de este mismo mes estalló en Cataluña la Revuelta de los Agraviados (Malcontents), entre el 11 de marzo y mediados de septiembre de 1827, parcialmente secundada en Valencia, Aragón, el País Vasco y Andalucía, contra el gobierno de Fernando VII, que había ocupado el trono en medio de un gran apoyo popular. Se trató de un movimiento popular que cuajó entre quienes se sentían agraviados por el incumplimiento de las promesas de Fernando VII tras su última restauración en el trono.
Como suele ocurrir, tras el primer Manifiesto de declaración de guerra al Rey, su redactor, Agustín Saperes, con José Bosoms y otros personajes locales, conformaron la Junta Suprema Provisional del Gobierno del Principado de Cataluña, con sede en Manresa. Lo cierto es que tuvieron un éxito considerable, sobre todo en la Cataluña interior. Ocuparon Manresa, Cervera, Vich, y entraron en Olot, Reus, Valls y Berga, y asediaron Tarragona y Gerona. Organizaron juntas en Vich, Cervera, Alforja (Tarragona) y Manresa, y su actividad se extendió a los Puertos de Beceite, provocando seriamente a las autoridades de Aragón.
Las ciudades cayeron rápidamente en manos de los rebeldes, no porque estos tuvieran una gran fuerza, sino porque la población simpatizaba con ellos. Otros “agraviados” se levantaron en pequeños grupos en Aragón, el País Vasco, Córdoba y el Maestrazgo.

Los insurrectos, en su mayoría campesinos y artesanos, en los pueblos, donde la vida era realmente dura, gran parte de la población podía subsistir gracias a estos terrenos. De ahí, se podían obtener leña y verduras silvestres, entre otros bienes de consumo. Por irrelevante que pueda parecer hoy en día, el acceso a explotar esos terrenos podía suponer la supervivencia de muchas familias. No cuesta entender por qué los liberales, en el mundo rural, no gozaban de mucha simpatía.
La rebelión había contado con el apoyo del clero catalán, que la había alentado, legitimado y financiado, pero en cuanto llegó el rey a Tarragona, se pasó al bando contrario y casi todos los obispos condenaron a los “agraviados” e hicieron llamamientos para que depusieran las armas. Algunos clérigos intentaron justificarse echándole la culpa a la masonería.
Cataluña contaba en estos momentos con una población de 150.855 personas, de las cuales 7.835, el 5,2 %, tomó parte activa en la revuelta de los agraviados; llegaron a movilizar en Cataluña entre 20.000 y 30.000 hombres y a mediados de septiembre ocupaban la mayor parte del Principado.
Los dirigentes de la rebelión eran antiguos oficiales realistas del “Ejército de la fe” que habían combatido junto con el ejército francés de los Cien Mil Hijos de San Luis que invadió España para acabar con el régimen constitucional del Trienio Liberal.
El levantamiento llegó a su apogeo en verano, siguiendo la evolución de las labores de la siega, al término de las cuales muchos jornaleros se unían a unas partidas que pagaban un buen sueldo. Lo que demuestra que los organizadores contaban con recursos abundantes. Un mando francés informó a su gobierno que los sublevados tenían prensas litográficas y distribuyeron proclamas; los oficiales llevaban nombramientos e instrucciones impresas, y recibieron un sueldo que no provenía exclusivamente de las contribuciones que cobraban.

El 28 de agosto constituyeron en Manresa, tomada días antes y convertida a partir de entonces en la capital de la rebelión, una junta superior provisional de gobierno del Principado, integrada por cuatro vocales (dos clérigos y dos seglares) y presidida por el coronel Agustín Saperes, llamado Caragol, quien en un bando del 9 de septiembre insistía en la fidelidad al rey Fernando VII. La proclama, dirigida a los “españoles buenos”, comenzaba diciendo: «Ha llegado ya el momento en que los beneméritos realistas vuelvan a entrar en una lucha más sangrienta quizás que la del año veinte».
José Bussoms
José Busoms o Josep Bussoms, conocido como “Jep dels Estanys”, al inicio de la Guerra de Independencia Española (1808-1814) desertó del ejército regular para organizar una partida o grupo guerrillero que actuó contra la ocupación napoleónica, además de efectuar actividades de contrabando y robos.
Volvió a levantarse en armas contra el Trienio Liberal (1820-23), actuando en las comarcas catalanas del Bergadá y el Solsonés. Con la vuelta al absolutismo en 1823, fue ascendido al grado de coronel.
El 31 de julio, Bussoms, era uno de los líderes de los que se comenzaban a conocer como “realistas agraviados”, lanzó una proclama desde Berga y se atribuía a sí mismo el título de conde de Berga. Llegó a formar parte de la Junta Superior Provisional de Gobierno del Principado de Cataluña. Derrotado el movimiento ultrarrealista, escapó a Francia, pero al no ser aceptado por las autoridades de ese país, volvió a territorio español, siendo detenido en Beget i Rocabruna el 3 de febrero de 1828, junto con tres compañeros, todos ellos naturales, como él, de Vallcebre: su sobrino Juan Bussoms, Josep Grandia y Vicenç Noguera. A finales de año fue fusilado en Olot.
Agustín Saperes
Agustín Saperes o Saperas, más conocido como el Caragol, fue un soldado de Marina que durante el Trienio Liberal desertó, organizó y comandó una partida de voluntarios realistas que actuó principalmente contra los liberales en la comarca de Montserrat y los Cingles de Bertí. Con el precedente de la revuelta de Bessières en agosto de 1825, e insatisfecho con el reglamento de 1826 para los cuerpos de Voluntarios Realistas, poco favorable a sus aspiraciones. El 25 de agosto de 1827 se pronunció con un manifiesto que proclamaba la Guerra de los Agraviados, pidiendo el retorno de la Inquisición, entre otras medidas ultrarrealistas. Reclutó a gente y entró en Igualada y Martorell.
Cuando los realistas se apoderaron de Manresa, creó la Junta Superior Provisional de Gobierno del Principado de Cataluña y publicó una célebre proclama. Rivalizó con José Bussons por la dirección del movimiento.
En esa fecha estableció, junto a Josep Bussoms y otros, la “Junta Suprema Provisional de Gobierno del Principado de Cataluña” en Manresa. En ciudad editaron a partir del 4 de septiembre el periódico El Catalán Realista, en cuyo número del 6 de ese mes aparece el lema de la insurrección: «Viva la religión, viva el rey absoluto, viva la Inquisición, muera la policía, muera el masonismo y toda la secta impía».
Para legitimar la rebelión, alegaban que el rey Fernando VII estaba “secuestrado” por el Gobierno, por lo que su objetivo era “sostener la soberanía de nuestro amado rey Fernando”; aunque se dieron vivas a don Carlos María Isidro de Borbón “Carlos V”, el hermano menor del rey y heredero al trono, que compartía el ideario ultra.
Dominó una gran parte de la Cataluña interior: rápidamente fueron ocupados Vich, Cervera, Valls, Reus, Talarn y Puigcerdá, y permanecieron asediadas Cardona, Hostalrich, Gerona y Tarragona.
Simultáneamente, se agregaron grupos de revueltos en Aragón, el País Vasco, Córdoba y el Maestrazgo. La presencia del Rey, el indulto concedido y el papel de la jerarquía eclesiástica facilitaron la campaña y Manresa se rindió sin lucha el 8 de octubre; al recuperarse Manresa (octubre), huyó a Francia. En 1833 el capitán general Manuel de Llauder impidió que se uniera a los carlistas.

Juan Rafí Vidal
El coronel Juan Rafí Vidal, en realidad Juan Rafí Sastre, era profundamente religioso; no dudó en sumarse a la insurrección realista contra los liberales durante el Trienio Liberal, luchando bajo las órdenes del general Romagosa y del barón de Eroles en la Guerra Realista. Cuando el liberal Francisco Espoz y Mina conquistó Seo de Urgel, se marchó a Francia, regresando a Cataluña con los Cien Mil Hijos de San Luis.
En 1826 fue nombrado subinspector del gobierno militar de Tarragona y al año siguiente se le encomendó la represión de los agraviados que actuaban por la zona del Campo de Tarragona. Fingiendo acatar las órdenes recibidas, llegó a Reus el día 4 de septiembre de 1827 con una columna de 200 hombres. El 7 de septiembre a las 9 de la mañana, Rafí se presentó ante el alcalde y los concejales acompañado de todos los jefes y oficiales de los voluntarios realistas y se pronunció a favor de los sublevados que decía combatir.
Exigió 200.000 reales que debían ser dados antes de las 5 de la tarde o anunciaba represalias. Rafí se llevó algunos rehenes y se marchó de Reus, pero dejó centinelas en las partes de fuera de las puertas de la villa, que en la madrugada impidieron la salida de los campesinos y los comerciantes a no ser a cambio de un alto peaje. El ayuntamiento negoció y logró que no se llevara los rehenes más allá de Castellvell, pero tuvo que aceptar una exigencia de pago de 100.000 duros para liberar la villa. Se liberaron la mayoría de los rehenes, y Rafí se quedó unos diez o doce.
Mientras tanto, una serie de pueblos del Campo de Tarragona se habían sublevado a favor de los agraviados, y Rafí, con el objetivo de coordinar el movimiento, tomó el título de comandante general del ejército restaurador del corregimiento de Tarragona e instauró una Junta Corregimental en Alforja el 13 de septiembre, de la que se reservó la presidencia. La llegada de Fernando VII a Tarragona dejó a los sublevados sin argumentos, ya que decían luchar a favor del rey, y Rafí depuso las armas para no tener que enfrentarse con las fuerzas del monarca.
Se entrevistó con Fernando VII y este le prometió el indulto si se rendía. Aceptó los términos de rendición, y fue llevado preso a Tarragona, junto con otros jefes sublevados, donde esperaba el indulto. Rafí y Albert Olives, teniente coronel retirado y concejal en Reus que se había pronunciado con Rafí, fueron fusilados en Tarragona el 5 de noviembre con el cargo de ser jefes de la revuelta. Luego los colgaron en la plaza de armas situada entre la puerta de Lérida y la de Sant Francesc, donde su cadáver fue expuesto al público durante todo el día con un cartel en el pecho en el que figuraba escrito el motivo de la sentencia.
Josefina de Comerford
Josefina de Comerford Mac Crohon (1794-1865) descendía de una familia de militares irlandeses al servicio de los reyes de España en el regimiento de Irlanda. Al quedar huérfana, en 1808, fue adoptada por su tío paterno, Enrique de Comerford, conde de Bryas, que con la invasión francesa abandonó la guardia valona y se trasladó a Dublín. Allí Josefina se educó en un ambiente ultracatólico.
En 1820 regresó a España. Establecida en Barcelona, entró en contacto con los realistas puros y financió la partida de Antonio Marañón, alias el Trapense, se alzó contra los gobiernos liberales de Madrid, titulándose su generala. Con el Trapense entró en junio de 1822 en Seo de Urgel, donde se instaló la regencia, que le concedió el título de condesa de Sales.
Restablecido el absolutismo por la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, con el Trapense y la Comerford marchando a la vanguardia, fue confinada en Barcelona. A mediados de 1827 logró burlar la vigilancia policial a la que estaba sometida en la ciudad condal y desde Cervera financió y participó en la organización del movimiento de los agraviados, que estableció en Manresa la Junta Suprema Provisional de Gobierno de Cataluña.

Josefina de Comerford fue acusada de habérsele hallado papeles licenciosos, fue condenada a reclusión perpetua en el convento de la Encarnación de Sevilla, aunque por su carácter fuerte hubo de ser trasladada en más de una ocasión. Con la exclaustración decretada por Mendizábal quedó en libertad y fijó su residencia en la misma ciudad de Sevilla, llevando en adelante una vida discreta. En 1863 otorgó testamento y falleció de una pulmonía el 3 de abril de 1865.
La respuesta del gobierno
Viaje de Fernando VII a Cataluña
Ante la magnitud de la rebelión y su extensión fuera de Cataluña, el Gobierno actuó con rapidez y decisión, decidió enviar un ejército al Principado, al notorio absolutista conde de España al frente como nuevo capitán general, en sustitución del marqués de Campo Sagrado. Fue dotado de amplios poderes, como el de juzgar a los sublevados en consejo de guerra sin tener en cuenta el fuero de militares y de clérigos y, al mismo tiempo, organizar una visita del Rey a Cataluña para disipar toda duda acerca de su supuesta falta de libertad y para que exhortara a los sublevados a que depusieran las armas. El motivo oficial era: “examinar por mí mismo las causas que han producido las inquietudes de Cataluña”.
Se ha afirmado que la idea de que Fernando VII viajara a Cataluña surgió de los propios sublevados deseosos de hacerle llegar personalmente al Rey las razones de su rebelión, ya que estaban convencidos de que en cuanto las conociera cambiaría de gobierno y de política (así se aseguraba en El Catalán Realista: «que si tenemos la dicha de ver al Rey, y que con franqueza y libre de lazos masónicos le podamos hablar la verdad, todo quedará tranquilo…»).

El 14 de septiembre el marqués de Campo Sagrado era sustituido en la capitanía general de Cataluña por el conde de España, ahora nombrado jefe del ejército expedicionario, y el 18 de septiembre, Fernando VII anunció su viaje a Cataluña; el 23 de septiembre, el conde de España estaba ya en Tortosa con sus tropas.
El Rey inició la marcha desde Madrid vía Ocaña, llegando a Albacete el 24 de septiembre, pasó por Almansa y llegó a Valencia el 25, a donde llegó acompañado de un único ministro, el “ultra” Francisco Tadeo Calomarde. Llegó a Vinaroz el 26 de septiembre y en Tortosa se reunió con el conde de España.
La campaña del conde fue un completo éxito, pues en muy breve tiempo y prácticamente sin pérdidas, pese a que las fuerzas de los insurgentes eran muy superiores a las suyas, logró dominar la insurrección.
La mayor parte del tiempo residió en Barcelona, tras haber abandonado la ciudad las tropas francesas; «en mi vida he visto más gente ni más entusiasmo», escribió el Rey sobre cómo los recibieron los barceloneses a él y a la Reina.
El ejército, a cargo del conde de España, sería el azote del levantamiento, y la colaboración de Francisco Tadeo Calomarde y otros personajes, como Juan Romagosa, gobernador de Mataró y traidor a la causa, o los obispos, que comenzaron entonces a anatemizar la rebelión y que jugaban las dos barajas, acabó con la intentona.
Los cabecillas rebeldes fueron detenidos y ajusticiados a pesar de acogerse al indulto: Alberto Olives, Joaquín Laguardia, Miguel Bericart, Magín Pallás, Rafael Bosch y Ballester, Jacinto Abrés alias “el Carnicero” o también “Píxola”, Jaime Vives y José Rebusté fueron ahorcados como Vidal.
300 se libraron de la horca y fueron deportados al presidio de Ceuta. Los eclesiásticos más comprometidos fueron recluidos en conventos muy alejados de Cataluña; también fue el caso de la famosa “ultra” Josefina de Comerford, gran animadora de la revuelta, que fue confinada en un convento de Sevilla.
A principios de diciembre la revuelta había sido totalmente sometida, pero quedaba pendiente la cuestión, que tomaría nueva fuerza en 1833 cuando el pretendiente Carlos reclamase sus derechos al trono.
Regreso del rey Fernando VII
El Rey permaneció en Cataluña hasta el 9 de marzo de 1828, recorriendo a continuación junto con la reina María Josefa Amalia Aragón, Navarra y el País Vasco para volver al Palacio de la Granja (Segovia) el 31 de julio de 1828, atravesando Castilla la Vieja. La entrada triunfal en Madrid se produjo el 11 de agosto y los festejos se prolongaron durante cuatro días, aunque parece que la población mostró menos entusiasmo que en 1808 o en 1814. Los “ultras” no tenían nada que celebrar tras la derrota de los agraviados. Este largo viaje de más de diez meses ha sido interpretado “como un acto de afirmación sobre su persona, ante el creciente apoyo que estaba teniendo su hermano don Carlos entre los ultras”.
Gobierno del conde de España
Roger-Bernard-Charles d’Espagnac de Ramefort, conocido como Carlos de España. Iniciada la Guerra de la Independencia, España sirvió como ayudante del general Vives durante su mando en Cataluña y pasó con él a Castilla cuando fue trasladado de destino, siendo ascendido a teniente coronel el 1 de marzo de 1809. A las órdenes de Vives, primero, y del marqués de la Romana, después, España se distinguió en diversas acciones, lo que le mereció el ascenso a brigadier. En 1811 participó en la campaña de Extremadura, siendo herido en las operaciones en torno a Badajoz, por lo que pasó a reponerse a Lisboa.
El 26 de mayo de 1811 participó en la batalla de la Albuera, en la que fue herido de un lanzazo en el brazo izquierdo, siendo ascendido a mariscal de campo por su comportamiento en el combate. El 26 de septiembre fue nombrado segundo comandante militar y político de Castilla la Vieja, a las inmediatas órdenes del general Castaños. El 22 de julio de 1812 concurrió a la batalla de los Arapiles a las órdenes de Wellington, que le nombró capitán general de Madrid, puesto al que renunció poco antes de que la capital volviera a ser ocupada por los franceses. Una de sus preocupaciones en esta época fue supervisar el funcionamiento de las guerrillas: «las guerrillas son partidas de soldados insubordinados, entre quienes hay mucho libertinaje, de que se quejan los pueblos por su despotismo con que los vejan, estafan y molestan; lo que no sucedería, y ellas serían más útiles a la Patria, si tuvieran un jefe inmediato que inspeccionase la conducta de estos valientes soldados, que antes y la mayor parte lo eran del Ejército».
Así, el 15 de agosto de 1812 dispuso la Regencia que cuantas guerrillas se incorporasen al ejército de Castilla lo hiciesen a la división del conde de España, lo que puso bajo su dependencia a Espoz y Mina, el Empecinado, Sánchez y Palarea, entre otros.
En 1813, después de la batalla de Vitoria, fue encargado de dirigir el bloqueo de Pamplona, en el que fue nuevamente herido. Finalmente, la plaza capituló el 31 de octubre de 1813. Pasó después con sus tropas a Francia, e intervino el 23 de febrero de 1814 frente al campo atrincherado en la batalla de Bayona y en la batalla de Orthez el 27 del mismo mes. El 14 de abril combatió todavía ante Bayona, haciendo frente a la salida general efectuada por los sitiados, verificada cuando ya Napoleón había abdicado, particularidad que desconocían los contendientes. Para un legitimista francés como Carlos de España, la restauración de los Borbones franceses en el trono, en la persona de Luis XVIII, debió ser motivo de gran satisfacción.
Tras gozar de una licencia en Francia, España fue destinado al Ejército de observación de los Pirineos orientales creado durante los Cien Días, y el 26 de agosto de 1815, cuando acababa de cumplir 40 años, fue ascendido a teniente general. Creado el Ejército de Reserva en julio de 1815, España fue nombrado jefe de su segunda división, trasladando su residencia a Córdoba. Una vez disuelto, se le concedió el gobierno militar y político de Tarragona. El 27 de agosto de 1819 recibió el título de conde de España.
En plena sublevación de Riego, el 20 de febrero de 1820, España fue llamado a la Corte, y en su ausencia se sublevó la guarnición de Tarragona, que proclamó la Constitución de 1812, anticipándose a las demás del Principado. El 22 de marzo España juró la Constitución en Madrid junto a la guarnición de la capital y poco más tarde se retiró con su mujer a Mallorca, a donde regresó de inmediato tras una breve estancia en Madrid que coincidió con la de Riego. Pese a contar con todos los permisos para regresar a la isla, el jefe político se opuso a dejarle desembarcar, por lo que, dejando allí a su mujer e hijos, tuvo que dirigirse al lazareto de Mahón, siendo acusado de “despreciable servil” por la prensa balear.
No obstante, tras la oportuna reclamación al Gobierno, recibió permiso para reunirse con su familia en Mallorca. En Mallorca se encontraban, en calidad de confinados, los generales Eguía, Sarsfield, Fournas y Eroles, así como el obispo de Barcelona y el coronel Adriani. No pasó mucho tiempo antes de que la mayor parte de ellos se fugara a Francia, lo que España verificó a principios de 1822, según recoge Oleza, “en comisión reservada de Su Majestad”. Tras entrevistarse con el rey de Francia, así como con varios de sus familiares y ministros, España vio que nada podía esperar de ellos de cara a una intervención inmediata en la Península; por lo que pasó a Berlín y Viena, donde tuvo ocasión de entrevistarse con los emperadores de Rusia y Austria y con el rey de Prusia. De aquí pasó a Verona, en cuyo congreso laboró activamente para conseguir sus propósitos.
A finales de 1827 fue nombrado capitán general del Principado, instaurando un auténtico régimen de terror desde su cuartel general en la Ciudadela de Barcelona, fortificación odiada por los barceloneses porque simbolizaba la represión de sus derechos seculares. Su crueldad en el gobierno del Principado hizo que se le conociera como “el Tigre de Cataluña”. Hacia el final del reinado de Fernando VII, reprimió tanto a liberales como a los incipientes carlistas.

Al conde de España posteriormente le tocó reprimir los intentos de conspiración de los liberales en Cataluña, labor en la que ejecutó a 33 conspiradores en los cinco años de su mandato. Lo que dio lugar a que se escribieran posteriormente diversas novelas en que se le presentaba como un monstruo ávido de sangre.
El 24 de enero de 1828 dio una interesante circular donde se prevenía que debían respetarse las festividades religiosas y pagarse los diezmos, haciendo además hincapié en la educación de los niños; pues debía hacerse entender a los padres “que la mayor parte de los delitos y excesos que se cometen en esta provincia y la falta de respeto de los hijos hacia sus padres provienen de que no asisten a las escuelas para recibir una enseñanza religiosa y moral”.
Tras los sucesos de la Granja, el Gobierno no sabía bien qué hacer con el conde de España, pues tan pronto se le consideraba el hombre que por su lealtad a Fernando VII podía encauzar la situación, como se temía que por sus principios absolutistas pudiera apoyar al infante don Carlos. Así se explica que el 7 de noviembre de 1832 se le ordenase resignar el mando y ponerse de inmediato de camino hacia Madrid para hacerse cargo de la Guardia Real de infantería, y que el 8 de diciembre se diera contraorden.
El mismo hecho de que fuera cesado el 11 de diciembre de 1832, y no en el mes de octubre, como la mayor parte de los capitanes generales que se sospechaba podían ser afectos a don Carlos, no deja de ser significativo.
La forma en que el general Llauder procedió a su relevo, no guardándole la menor consideración, permitiendo que se le insultase y dando crédito a cuantas patrañas se esparcieron en su contra. Esto influyó sin duda en el ánimo del conde de España, que pasó a Mallorca con su familia, para que decidiese marcharse al extranjero, para lo cual pidió al Gobierno el oportuno permiso. Pero como este tardase en concedérsele la autorización firmada por Zea el 8 de febrero de 1833, España decidió fugarse de la isla, a donde le llegaron varios anónimos de Barcelona “insultándole y amenazándole hasta con la vida”.
España, que se había dado a la fuga el 1 de febrero mediante un buque sardo fletado al efecto, pidió el 13 del mismo mes permiso al Gobierno para continuar en el extranjero, explicando las razones de su fuga, aunque se ignoraba cuál sería la respuesta obtenida. Fijada su residencia en Francia, España reconoció como rey a don Carlos tras la muerte de Fernando VII.
A mediados de 1835, coincidiendo con la marcha de la expedición de Gurgué a Cataluña, España fue nombrado capitán general del Principado, pero él y sus acompañantes fueron detenidos por los franceses cuando se disponían a cruzar la frontera. Fue confinado en Lille, donde se fingió loco, con lo que logró que disminuyera la vigilancia de que era objeto. A instancias del conde de Fonollar, el 10 de noviembre de 1837 la Junta carlista del Principado pidió a don Carlos que le volviese a enviar a España para regularizar la guerra en Cataluña. En esta ocasión tuvo más suerte y, aunque tras largo periplo, logró cruzar la frontera el 1 de marzo de 1838.