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Regencia del general Baldomero Espartero (1840-43)
La regente María Cristina de Borbón, tras la Revolución de 1840 que causó su dimisión, abandonó el país. Embarca en Valencia en el vapor Mercurio en dirección a Francia. El general Baldomero Espartero la sucedió en la regencia.
La incompatibilidad de la regente con Espartero fue manifiesta tras una reunión celebrada en Esparraguera, donde las posiciones conservadoras chocaban con las de los liberales a los que representa el duque de la Victoria.
Entre las últimas leyes de las Cortes conservadoras tiene gran repercusión la Ley de Ayuntamientos, que provoca múltiples altercados. A consecuencia del motín de Barcelona del 18 de julio de 1840 contra la ley, Espartero exigió a la regente la dimisión del gabinete y la anulación de la ley municipal. Al motín de Barcelona le sigue la insurrección de la Milicia Nacional en Madrid.
Se convocaron elecciones a Cortes, que ganaron los progresistas. Se debatió la cuestión de la regencia de tres personas (trinitarios) o de una sola (unitario). La votación se celebra el 8 de mayo de 1841. Obtiene mayoría el modelo de regencia única.
Baldomero Espartero fue elegido regente por 179 votos, frente a Agustín Argüelles, que obtuvo 103.
Durante la Regencia de Espartero tuvieron lugar cuatro elecciones, en 1840, 1841 y 1843 (febrero y septiembre).
El 9 de julio de 1841 se aprueba una nueva ley arancelaria, que flexibiliza el sistema comercial.
Fueron años de continuos enfrentamientos entre moderados y liberales. María Cristina desde París seguía instigando en apoyo de los moderados.
Pronunciamiento de 1841 o la Octubrada
María Cristina, aún financiando la revuelta, negó a los elementos civiles y militares su implicación hasta tanto se le garantizasen dos cosas: la protección del Palacio Real y, por tanto, de sus hijas; y la posibilidad de huida de las mismas si la sublevación fracasaba por el temor de que sobre ellas recayese la reacción liberal.
Istúriz, que era, de facto, el jefe de la conspiración civil, junto con Antonio Alcalá Galiano, recibió la mayor parte del dinero de la exregente y de sus banqueros franceses y españoles. En la conspiración estaban implicados también los militares Ramón María Narváez y Leopoldo O’Donnell, aunque este último con un menor convencimiento dado el espíritu absolutista que tenía la trama, y al parecer también el general Juan Palarea, fallecido en la prisión de Cartagena (1842) en extrañas y nunca aclaradas circunstancias. Debe incluirse a otros militares, como el general Manuel Gutiérrez de la Concha y Diego de León en Madrid, el general Gregorio Piquero-Argüelles en Vitoria, Cayetano Carlos María Borso di Carminati en Zaragoza, José Santos de la Hera en Bilbao (aunque apresado en Santander) y Francisco Urbina en Burgos; así como al liberal moderado Nazario Carriquiri en Pamplona.
El gobierno de Espartero tuvo conocimiento en septiembre de 1841 de los movimientos civiles y militares y, ante la posibilidad de que la operación fracasase aún antes de empezar, O’Donnell se vio obligado a sublevarse en Pamplona antes de tiempo.
El movimiento militar fue detectado y denunciado el 27 de septiembre en Pamplona por varios oficiales de la guarnición ante las autoridades civiles sin que surtiera efecto “porque entre quienes debían haber instruido la causa militar correspondiente había personas implicadas en la conspiración”. Al anochecer del 1 de octubre, el general Leopoldo O’Donnell, acompañado de varios oficiales, logró el apoyo de las tropas acuarteladas en la ciudadela de Pamplona, aunque no consiguió que la ciudad proclamase como regente a María Cristina, a pesar de apresar al alcalde de Pamplona y ordenar el bombardeo de la ciudad desde la ciudadela en diversas ocasiones entre el día 5 y el 11 de octubre.
Dos días más tarde salió de la ciudad y se colocó en Echauri con unos 2.000 efectivos y 250 caballos, enviando partidas por la Zona Media en busca de voluntarios que se sumaran a la causa. Hacía apenas mes y medio de la aprobación de la Ley Paccionada y buscaba apoyo carlista con la promesa de su derogación junto al respeto a los fueros vasco-navarros. El proyecto de ley de 16 de octubre de 1841, que buscaba aplicar en las Vascongadas la misma solución adoptada en Navarra en agosto, fue adoptado unilateralmente por el gobierno central.
Más efectivo fue el pronunciamiento con la sublevación de Vitoria por parte del general Piquero el 4 de octubre, que fue seguida por la proclamación en Vergara por el general Urbiztondo, proponiendo a María Cristina como regente; a la par que se constituía en su nombre una llamada “Junta Suprema de Gobierno” presidida por Manuel Montes de Oca (marino y político).
Otras poblaciones como Zaragoza o Bilbao lo siguieron en los primeros días de octubre, pero la planificación falló porque se contaba con la primera gran sublevación en Andalucía dirigida por Narváez, seguida de otros movimientos en Madrid.
La noche del 7 de octubre de 1841, se produjo un asalto al Palacio Real, ordenado por los generales Diego de León y Manuel de la Concha, que perseguía secuestrar a la reina niña Isabel, que tenía 11 años, y a su hermana y llevarlas a las Vascongadas. Allí se proclamaría de nuevo la tutoría y regencia de María Cristina y se nombraría un gobierno presidido por Istúriz.
Aprovechando la noche lluviosa, los dos generales, con la complicidad de la guardia exterior, entraron en el Palacio Real, pero no lograron apoderarse de las dos niñas. Sus tropas, aunque superiores, fueron frenadas en la escalera principal por el coronel Domingo Dulce, el Tcol Barrientos, los tenientes Díaz y Zapata y los alabarderos. El golpe fracasó gracias a la rápida intervención de Espartero. El general Diego de León se entregó convencido de que Espartero no iba a fusilarle.

El día anterior, el infante don Carlos ya había negado su implicación en la revuelta dado el mal resultado que se avecinaba, y Ramón Cabrera no había participado de manera alguna en el intento.
Los principales militares implicados, como O’Donnell y Manuel de la Concha, consiguieron exiliarse. Otros como Borso di Carminati y Manuel Montes de Oca fueron apresados y ajusticiados.
La respuesta de Espartero rompió con una de las reglas no escritas entre los militares respecto de los pronunciamientos, respetar la vida de los derrotados, pues mandó fusilar a los generales Manuel Montes de Oca, Borso de Carminati y Diego de León, lo que causó un enorme impacto en gran parte del ejército y en la opinión pública.
El joven general Diego de León, de tan solo 34 años, era conocido como “la primera lanza del reino”; fue ejecutado a las dos menos cuarto del mediodía del 15 de octubre en el antiguo camino de los Pontones, a las afueras de Madrid. El fusilamiento, lleno de tintes románticos, fue célebre. Se dice que vistió uniforme de gala, pidió dar él mismo las órdenes reglamentarias y supuestamente dijo antes de morir la famosa frase «No tembléis, al corazón».

Bullanga en Barcelona en 1841
Otra de las consecuencias del pronunciamiento moderado de 1841 fue que en varias ciudades se produjo un levantamiento progresista para impedirlo, aunque una vez derrotado, algunas juntas desobedecieron la orden de Espartero de disolverse y desafiaron la autoridad del regente. Los sucesos más graves se produjeron en Barcelona, donde la “Junta de Vigilancia” presidida por Juan de Llinás, aprovechando la ausencia del capitán general Antonio van Halen, que se había desplazado a Navarra para acabar con el pronunciamiento moderado; procedió a demoler la odiada fortaleza de la Ciudadela mandada construir por Felipe V tras su victoria en la guerra de sucesión española, que era considerada por la mayoría de los barceloneses un instrumento de opresión. Además, con esa medida se pretendía proporcionar trabajo a los muchos obreros que se encontraban en paro. La respuesta de Espartero fue suprimir la Junta por “abuso de la libertad” y desarmar a la milicia, además de disolver el ayuntamiento y la diputación de Barcelona y hacer pagar a la ciudad la reconstrucción de los muros de la Ciudadela que ya se habían derribado.
Poco después, en diciembre de 1841, se celebraron elecciones municipales, en las que en algunas ciudades como Barcelona, Valencia, Sevilla, Cádiz, Córdoba, Alicante o San Sebastián, se produjo por primera vez un ascenso notable del republicanismo; por lo que a las tradicionales reivindicaciones populares, como la supresión de los consumos y la abolición de las quintas, se sumó la supresión de la monarquía, la reducción del gasto militar o el reparto de las tierras. De esta forma nacía y se consolidaba un movimiento radical a la izquierda del Partido Progresista “que aunaba la lucha por la democracia plena, identificada con la república y el federalismo, con la aspiración a una sociedad más igualitaria”.
Bullanga en Barcelona en 1842
El 13 de noviembre de 1842 estalló en Barcelona una insurrección “antiesparterista” a la que se sumó la milicia y en pocas horas la ciudad se llenó de barricadas. El detonante de la misma fue la noticia de que el Gobierno se disponía a firmar un acuerdo comercial librecambista con Gran Bretaña que rebajaría los aranceles a los productos textiles ingleses, lo que supondría la ruina para la naciente industria algodonera catalana.
Otro detonante fue la política represiva del capitán general Van Halen desde los sucesos del año anterior a propósito del inicio del derribo por orden de la “Junta de Vigilancia” de la fortaleza de la Ciudadela. En las Cortes, el general de origen catalán Juan Prim había denunciado que Van Halen había dado la orden de que los soldados, abandonados y sin recursos, “vivan sobre el país y esto es exasperar al pueblo”; a lo que se sumó la “brutalidad del general Martín Zurbano, enviado en el verano de 1842 a la provincia de Gerona para perseguir los restos de las partidas carlistas (y de paso a los republicanos).
La chispa inicial, sin embargo, fue por un tumulto que se produjo en la Puerta del Ángel en relación con los consumos el 13 de noviembre, un domingo por la tarde. El incidente comenzó cuando un grupo de obreros que regresaban de comer intentó pasar al interior de la ciudad una pequeña cantidad de vino sin pagar los “derechos de puertas”; provocaban los guardas preguntándoles si el vino ingerido pagaba impuesto.
Aquel día, sin embargo, las disputas entre guardas y paisanos subieron demasiado de tono. En Barcelona la tensión política era muy fuerte y los ánimos estaban encendidos. Esa era la chispa necesaria para acabar de caldear el ambiente. En pocos minutos empezaron a concentrarse personas en la Plaza de la Boquería y en la plaza de San Jaime. Unos disparos en la plaza del Ángel acabaron provocando una alarma general. Sin haber ni siquiera comenzado la revuelta, el Ayuntamiento dimitió y el jefe político Juan Gutiérrez se presentó provocativo en la Plaza de San Jaime.

Ante el griterío y los insultos con los que fue recibido, ordenó cargar contra la multitud concentrada. Aprovechando la ocasión, se detuvieron manifestantes y miembros del diario El Republicano, a los que se acusaba de ser instigadores del alboroto, y posteriormente a algunos cargos municipales que habían ido a pedir su liberación.
Las provocaciones de Juan Gutiérrez y la sangre caliente de los barceloneses formaban un tándem explosivo y las consecuencias se hicieron notar pronto. El día 15 de octubre, con las estrechas calles de Barcelona llenas de barricadas y fosos, formando un laberinto infranqueable, las campanas de la iglesia de San Justo empezaron a tocar a rebato. Pronto todos los campanarios, incluido el de la catedral, se sumaron a la llamada a la revuelta y la población empezó a organizarse para rechazar el ejército.
Después de los dos disparos de cañón que anunciaban la entrada de la tropa del general Zurbano en la calle Argenteria, varias guerrillas del ejército saquearon las joyerías y tiendas de la calle, destruyendo todo el mobiliario que se encontraban en frente.
Esta noticia se esparció rápidamente por toda la ciudad. Ya no se trataba de una revuelta política, era una cuestión de solidaridad vecinal. De los más pequeños a los mayores, gentes de todo género se abogaron en las trifulcas para contraatacar a los militares.
Barcelona, aún amurallada, era por entonces una de las ciudades más superpobladas de Europa y heredaba a la vez los grandes problemas viarios del urbanismo medieval. Pese a las reformas aún no finalizadas de la construcción del eje Princesa-Ferran, que debía conectar la Ciudadela con la Rambla, el entramado de calles estrechas e irregulares, cubiertas por vueltas y voladizos, ahora además llenos de trincheras y barricadas; hacían de Barcelona una verdadera ratonera para las tropas asaltantes.
Si los soldados llegaban a apoderarse de las calles, las azoteas y balcones normalmente permanecían bajo control de los vecinos, que además podían saltar de edificio en edificio. En este contexto, la población civil se defendía disparando desde los edificios, pero también arrojando literalmente la casa por la ventana. Una lluvia de muebles, macetas, piedras, fogones portátiles y agua hirviendo cayó sobre los soldados atacantes.
Las tropas de Zurbano sufrieron un gran número de bajas en la calle Nou de la Rambla debido a este peculiar método de defensa. Una de las víctimas fue precisamente el caballo de este general, que murió a causa del impacto de un armario lanzado desde el balcón.

Entonces el capitán general, Antonio Van Halen, ordenó a sus hombres que se replegaran hacia el castillo de Montjuich, situado sobre la montaña del mismo nombre, desde donde se dominaba la ciudad, y hacia la Ciudadela, al otro extremo de la urbe, aunque esta, desmantelada la cortina principal y teniendo difícil defensa, fue abandonada por los militares esa misma noche, concentrándose en Montjuich y los cuarteles de Estudios y las Atarazanas. 42 militares fueron muertos en los disturbios de ese día y 165 resultaron heridos, con otros 17 contusionados. La situación del ejército se hizo más difícil cuando, a las pocas horas y con la mediación del cónsul francés, Lesseps, acusado de parcialidad a favor de los amotinados, las tropas de los Estudios y las Atarazanas capitularon, entregando sus armas a la junta central de gobierno formada por la milicia nacional.
Según relató el cónsul francés en Barcelona, «durante los quince días que ha durado la insurrección no se ha cometido ni un solo delito contra las personas o contra las propiedades». En cambio, la Diputación de Madrid falseaba deliberadamente los hechos y contaba a los ciudadanos que en Barcelona «han ocurrido lamentables escenas de horror y de sangre» y que, «otras atrocidades, los milicianos habían degollado a los presos y a los heridos enemigos en los hospitales».

El repliegue del Gobierno fue considerado un triunfo por los sublevados, cuya Junta, presidida por Juan Manuel Carsy y que tenía su origen en la “Junta de Vigilancia”, que se había formado en Barcelona el año anterior, estaba integrada por fabricantes y trabajadores, con mayoría de estos últimos.
En un manifiesto hecho público el 17 de noviembre por la Junta se pedía la «Unión y puro españolismo entre todos los catalanes […] independencia de Cataluña, con respecto a la corte, hasta que se restablezca un gobierno justo y la protección franca y justa a la industria española».
El regente Espartero decidió que había que poner fin a la insurrección, reprimiéndola. En consecuencia, el 22 de noviembre llegó a Barcelona, en compañía del presidente del Gobierno, el general José Ramón Rodil y Gayoso, otro “ayacucho”. Ese mismo día el general Van Halen, por orden del presidente del Gobierno, emitida a propuesta de Espartero, comunicó que Barcelona sería bombardeada desde el castillo de Montjuich si antes de 48 horas no se rendían los insurrectos. Entonces cundió el desconcierto en la ciudad y la Junta fue sustituida por otra más moderada dispuesta a negociar con el Gobierno. El Gobierno, a petición de Espartero, se negó a recibirles, a pesar de que en ella participaba el propio obispo. «Espartero no quería una rendición pactada, sino un castigo», afirma Josep Fontana, y se formó una tercera junta, esta vez dominada por los republicanos y dispuesta a resistir.
Finalmente, el 3 de diciembre de 1842 comenzó el bombardeo y al día siguiente la ciudad se rendía y entraba de nuevo el ejército. Se dispararon 1.014 proyectiles desde los cañones de Montjuich que dañaron 462 casas, además del hospital donde cayeron cinco bombas y el Salón de Ciento del ayuntamiento, que quedó casi completamente destruido. Hubo veinte víctimas mortales entre los habitantes de la ciudad. Fue un “método castrense en la resolución de los conflictos lo que acabó con el prestigio personal de Espartero”.
El bombardeo provocó incendios por toda la ciudad. La operación se inició antes del mediodía y concluyó en su primera etapa cerca de las dos de la tarde. Se reanudó dos horas después cuando varios edificios públicos y privados ardían o habían sido derribados y se recogía por la población a los heridos.

A las 6 de la tarde salieron dos comisiones de ciudadanos, una de la ciudad y otra de La Barceloneta; se dirigieron al cuartel general para pedir que se suspendiesen las hostilidades y ofreciendo la sumisión de la ciudad. La junta revolucionaria pedía el cese del ataque para ceder la plaza y el Ejército exigió la previa rendición y entrega de los responsables de la sublevación. A la medianoche, los negociadores habían alcanzado un acuerdo con Van Halen y se dio por concluido el bombardeo.

La represión ordenada por el Gobierno fue muy dura. Se desarmó a la milicia y varios centenares de personas fueron detenidas. Entre 17 y 18 individuos de las patuleyas y uno de sus comandantes fueron fusilados. Además, se castigó colectivamente a la ciudad con el pago de una contribución extraordinaria de 12 millones de reales para el pago de indemnizaciones a los militares muertos o heridos, y el ayuntamiento debía sufragar la reconstrucción de la Ciudadela.
El Gobierno, a propuesta de Espartero, asimismo disolvió la Asociación de Tejedores de Barcelona y cerró todos los periódicos salvo el conservador Diario de Barcelona. Antes de volver a Madrid el 22 de diciembre, desde su residencia en Sarriá sin haber pisado Barcelona, el regente sustituyó a Van Halen al frente de la capitanía general de Cataluña por el general, también ayacucho, Antonio Seoane, quien, según manifestó, se proponía gobernar Cataluña «fusilando y tirando metralla».
Crisis de mayo de 1843
Tras el bombardeo de Barcelona, Espartero perdió la mayor parte de la popularidad que se había ganado como vencedor en la Primera Guerra Carlista y que le había hecho acreedor al título de “duque de la Victoria”. Así, en los primeros meses de 1843 se fue formando una heterogénea coalición antiesparterista, a la que se fueron sumando todos aquellos grupos y sectores que rechazaban la política de Espartero y de su camarilla de los ayacuchos.
Poco después de regresar a Madrid, Espartero disolvió las Cortes el 3 de enero de 1843 y convocó nuevas elecciones para marzo, a las que esta vez sí se presentaron los moderados. El 3 de abril de 1843, las nuevas Cortes abrieron sus sesiones; durante todo el mes, su única actividad fue discutir las actas, al haber denunciado los atropellos que habían cometido el Gobierno y el Ejército para asegurarse el triunfo de los candidatos esparteristas.
Acabado el debate, se comprobó que el Partido Progresista había vuelto a obtener la mayoría. No obstante, este estaba fragmentado en tres sectores: solo uno de ellos seguía apoyando al regente, el precisamente llamado “esparterista”, mientras que los otros dos, el de los “legales”, que encabezaba Manuel Cortina, y el de los “puros”, con Joaquín María López a su frente, eran hostiles a Espartero. De este modo, en realidad, era la oposición antiesparterista la que tenía la mayoría en la Cámara, gracias a la suma de los diputados progresistas legales y puros, los diputados demócrata-republicanos y los moderados.
Así, el primer acto de la nueva mayoría fue forzar la caída del Gobierno del general Rodil y obligar al regente a que nombrara el 9 de mayo como nuevo presidente al líder de los progresistas puros Joaquín María López, que sí que obtuvo el respaldo de la Cámara. La crisis se agudizó cuando el Gobierno de López exigió que Espartero destituyera al general Francisco Linage como su secretario personal y lo nombrara jefe de alguna capitanía general, perdiendo también el cargo de inspector de infantería y de milicias; con ello buscaban desmantelar la camarilla de ayacuchos que respaldaba el caudillismo del regente. La respuesta de Espartero desató la crisis, porque, en lugar de despedir a su secretario, lo que hizo fue destituir a Joaquín María López, cuyo gobierno solo había durado 10 días.
El 19 de mayo, Espartero nombró a Álvaro Gómez Becerra nuevo presidente del Gobierno. Pero, al conocerse la noticia en el Congreso, los diputados votaron una moción de apoyo al Gobierno destituido, que se aprobó por 114 votos contra 3, en lo que era de facto una moción de censura contra el regente. Así, cuando Gómez Becerra se presentó ante la Cámara, fue recibido con gritos de «¡Fuera, fuera!» desde las tribunas. El progresista puro Salustiano de Olózaga intervino para conminar al regente a elegir “entre ese hombre [el general Linage] y la nación entera representada por el congreso unánime de sus diputados”. Acabó su discurso con un «¡Dios salvará al país y salvará a la reina!», que, convertido en «¡Dios salve al país, Dios salve a la reina!», fue el grito de guerra de la revuelta contra Espartero que estalló al mes siguiente. El 26 de mayo, las sesiones de las Cortes quedaron suspendidas.
Tercer asedio de Zaragoza en 1843
En 1843 Zaragoza era una ciudad más esparterista que el propio Espartero. Fue el domingo 17, día de elecciones, cuando se inició la rebelión en Zaragoza. El detonante fueron las acusaciones de fraude y manipulación de las mismas por parte de los agentes del gobierno. Aparecieron proclamas esparteristas de José María Ugarte, llamando a los ciudadanos a las armas contra “afrancesados, frailes e hipócritas”. Esto hacía referencia al partido moderado, el cual seguía las ideas del liberalismo más conservador y doctrinario que entonces gobernaba en Francia; a los carlistas identificados con el clero regular, y al gobierno de López, en teoría un progresista, pero que había traicionado a Espartero. En los pasquines invocaban al antiguo Justicia de Aragón y al exiliado Espartero. Ante la situación de amotinamiento del vecindario, las autoridades del gobierno salieron de la ciudad y, con la guarnición, se refugiaron en La Aljafería.
Los rebeldes zaragozanos, entre los que se encontraba la milicia nacional, formaron una Junta presidida por José Muñoz, y entre cuyos miembros se encontraban destacados progresistas como Pascual Polo y Monge, Ugarte y José Marraco. La Junta denunció al gobierno central como antiliberal, arbitrario y despótico, y solicitó la convocatoria de una Junta Central. La Junta gobernó por completo a Zaragoza.
La ciudad de Zaragoza se preparó para su defensa. Para ello fue dividida en cuatro distritos: el primero comprendía desde la Puerta del Sancho a la del Sol, mandada por el comandante don Juan Curtois y el capitán graduado de comandante Benito Quintana; el segundo abarcaba de la Puerta del Sol a la de Santa Engracia, cuyas tropas serían dirigidas por los comandantes José Machado y Joaquín Torres; el comandante Agustín Aisa y el capitán Pascual Alegre comandarían el tercer distrito, que abarcaba desde la Puerta de Santa Engracia hasta el cuartel de artillería; el cuarto distrito iba desde este cuartel hasta la Puerta del Sancho, mandados por los comandantes Marcelino Verga y José Camproví.
Para el mando de los fuertes exteriores se sirvieron destinar para el de San José al comandante Angel Blanco y al capitán Bartolomé Ruiz; para el de Capuchinos a los comandantes Antonio Montaner y José Antonio Hernández, y al de Trinitarios al Tcol graduado Joaquín Ignacio Arrieta.
Las posiciones de defensa del ejército dentro de los muros de la ciudad en los casos de alarma se distribuían de la siguiente manera: el BI-I de la Milicia Nacional ocupaba desde la Puerta del Carmen hasta la Puerta de Quemada con Capuchinos; el BI-II desde la Puerta del Sancho hasta la del Carmen con Trinitarios; el BI-III desde Puerta Quemada hasta la del Ángel con San José; y el BI-IV desde Arrabal hasta la Puerta del Sancho.
Inmediatamente, desde Madrid se envió al general Valentín Cañedo, que bloqueó la ciudad e impidió a los labradores trabajar los campos circundantes. En el interior de la ciudad, mientras tanto, bullía la revolución. La prensa madrileña afín al partido moderado publicó noticias falsas sobre los defensores de Zaragoza, como por ejemplo que habían nombrado capitán general de Aragón a Melchor Luna, alias Chorizo, un líder del liberalismo popular, carnicero natural del barrio de San Pablo, al que acusaban de delincuente.
De Zaragoza salieron varias partidas armadas que intentaron sublevar a todo Aragón, y se enfrentaron en numerosas escaramuzas a las fuerzas gubernamentales.
El Gobierno decidió enviar contra Zaragoza al TG Manuel de la Concha. Este salió de Madrid el día 3 de octubre y el día 7 se cambiaban los primeros disparos entre los sitiadores y los zaragozanos. El general Concha consiguió asegurar el castillo de la Aljafería aquel mismo día, invitándoles a someterse al día siguiente. La ciudad no dudó en rehusar la oferta, pero vio cómo poco a poco se les iba estrechando el cerco. Los sitiados carecían de los recursos necesarios para una defensa prolongada, y además el general Concha imponía rigurosas medidas de control. En algún momento se firmaron armisticios, como el de salir a vendimiar.
Mientras tanto, la ciudad Siempre Heroica era bombardeada por el Ejército, ahora al mando del general Concha, quien no dudó en utilizar sus 47 piezas de artillería para lanzar 778 bombas sobre la ciudad.
A pesar de que los milicianos y algunos sectores del liberalismo popular más avanzado querían resistir más, la Junta decidió iniciar negociaciones con los sitiadores, lo que hizo el 24 de octubre, logrando un alto el fuego para el día 25. Finalmente, el 26 de octubre de 1843, Zaragoza capitulaba ante las superiores fuerzas del gobierno. Por desgracia, el general Concha pronto se olvidó de lo firmado, incumpliendo la capitulación al desarmar a la Milicia Nacional. En los meses siguientes, los moderados enviarían a la cárcel o al pelotón de fusilamiento a varios zaragozanos que se habían destacado en la defensa de las libertades.

Final de la regencia de Espartero
La crisis de mayo amplió y unió aún más a los sectores antiesparteristas, a pesar de su heterogeneidad, al incluir en ellos desde los moderados hasta los demócratas y republicanos, pasando por la mayoría del Partido Progresista. En conjunto, las decisiones tomadas por Espartero en la crisis de mayo «se consideraron un atentado flagrante contra el orden constitucional y convirtieron la conspiración antiesparterista en un movimiento en defensa de la legalidad».
Nada más conocerse la destitución del Gobierno de Joaquín María López y la suspensión de las Cortes, el 27 de mayo se produjo un levantamiento en Reus encabezado por los militares cercanos al progresismo Juan Prim y Lorenzo Milans del Bosch, al grito de «¡Abajo Espartero! ¡Mayoría [de edad] de la Reina!». Aunque el general esparterista Zurbano consiguió dominar la rebelión de Reus, Barcelona se sumó enseguida al movimiento, formándose en junio una Junta Suprema de Gobierno de la provincia de Barcelona en la que figuraban republicanos, progresistas y moderados. Poco después, el general Prim hacía su entrada triunfal en la ciudad.
La insurrección se extendió enseguida no solo por el resto de la franja mediterránea y Andalucía, la típica “geografía juntera”, sino que también se sumaron ciudades del interior donde los moderados predominaban, como Valladolid, Burgos o Cuenca, y las del País Vasco. Unas revueltas que aceptaron la supuestamente “desinteresada” colaboración de los generales moderados, que habían creado en Francia una “Sociedad Militar Española”, organizada como una agrupación secreta, y que regresaban entonces, apoyados de nuevo por el dinero de la reina madre.
El 21 de junio, Espartero se marchó a Valencia para dirigir las operaciones contra los sublevados. Sin embargo, el 27 de junio desembarcaron allí, procedentes del exilio en París, tres generales afines al Partido Moderado: Ramón María Narváez, Manuel Gutiérrez de la Concha y Juan González de la Pezuela. Esto obligó al regente a desistir de su intención de llegar a Valencia, deteniéndose en Albacete, donde permaneció entre el 25 de junio y el 7 de julio. El 27 de junio desembarcaba en Barcelona otro de los generales conjurados, el general Francisco Serrano, acompañado del político Luis González Bravo, en aquel momento en las filas de los progresistas legales. Al día siguiente, Serrano, después de autoproclamarse “ministro universal”, decretaba la destitución del regente y del Gobierno de Gómez Becerra.
El 22 de julio de 1843, tuvo lugar cerca de Madrid la batalla de Torrejón de Ardoz, en la que se enfrentaron las tropas gubernamentales mandadas por el general Antonio Seoane, procedentes de Aragón, y las tropas sublevadas a las órdenes del general Ramón María Narváez, que venían de Valencia. En realidad, apenas hubo combate; solo duró un cuarto de hora en que hubo, entre los dos bandos, 2 muertos y 20 heridos, porque casi todas las tropas de Seoane se pasaron al bando rebelde al grito de «¡Todos somos uno!». El 23 de julio, Narváez hacía su entrada en Madrid y restablecía a Joaquín María López como presidente del gobierno.

Sin embargo, López no reconoció el compromiso pactado entre Serrano y la Junta de Barcelona de convocar una Junta Central que asumiera el poder, lo que acabaría desencadenando la “revolución centralista” catalana de septiembre-noviembre de 1843, conocida como la Jamancia, cuando Espartero ya había caído.
Mientras, el regente se encontraba combatiendo la rebelión en Andalucía, donde había fracasado en su intento de tomar Sevilla, aun a pesar de haber sido bombardeada por Van Halen. Al conocer el desenlace de la batalla de Torrejón de Ardoz, decidió marchar al exilio junto con algunos de sus hombres de confianza. El 30 de julio, todos ellos embarcaban en El Puerto de Santa María en un buque británico rumbo a Inglaterra. Era el fin de la regencia de Espartero.
Tras huir por El Puerto de Santa María, marchó al exilio en Inglaterra el 30 de julio. Las nuevas autoridades ordenaron que, de ser hallado en la península, fuera “pasado por las armas” sin esperar otras instrucciones. Pero las maniobras de Luis González Bravo y del propio Narváez contra los progresistas, en especial contra Salustiano Olózaga, hicieron que estos no tardaran en reclamar de Espartero, exiliado, el liderazgo de los liberales. En Inglaterra, Espartero vivió una vida austera, aunque era agasajado constantemente por la Corte británica y toda la nobleza. No perdió de vista la política nacional y, sin duda, buena parte de las acciones civiles y militares de los progresistas en este periodo contaron con su beneplácito.