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Revuelta de los Matiners
La Segunda Guerra Carlista o Revuelta de los Matiners tuvo un doble origen. En primer lugar, la política nefasta de Narváez y, en segundo lugar, la no finalización de la Primera Guerra Carlista.
El primer punto puede resumirse en cinco aspectos:
- La Revolución Industrial. La crisis que se estaba gestando en Europa en las actividades industriales incidió especialmente en la incipiente revolución industrial catalana a partir de 1840 y hasta 1846 con una disminución de la demanda exterior y la competencia desleal que suponía el contrabando. La desindustrialización de zonas interiores en favor de Barcelona y su área de influencia produjo la falta de trabajo, la reducción de salarios, el aumento del precio de productos básicos como el pan y la miseria; afectaron a los grupos populares y favorecieron el reclutamiento de combatientes.
- Las dificultades agrarias. Las comarcas más pobres y dependientes de la agricultura en las zonas de montaña tenían serias dificultades de suministro de alimentos desde 1840. Los artículos de consumo esenciales, como el pan, el arroz y las patatas, se encarecieron hasta que resultaron inasequibles para los trabajadores y aumentó el paro entre los obreros y los campesinos hasta un nivel que alertó a las autoridades; lo que obligó a los distintos gobiernos a enviar ayudas económicas, siempre insuficientes, para paliar el hambre.
- El cambio en la propiedad de la tierra. Conscientes de que los cambios en la estructura de la propiedad de la tierra habían favorecido en otros países una gran expansión de la producción agrícola y un aumento de la productividad, propugnaron la liquidación de las formas propias del Antiguo Régimen (Iglesia, señoríos, mayorazgos,…) para poder vender las tierras. Entendían que los nuevos propietarios se preocuparían de aumentar la productividad de las tierras y de la modernización del campo. La privatización de fincas rústicas afectó a una extensión equivalente al 25 % del territorio español y favoreció a la nobleza, que adquirió tierras y que pasó las suyas de carácter institucional a individual, y a la burguesía comercial y agraria. Los perjudicados fueron la Iglesia, que perdió su principal base económica (aunque fue compensada), los ayuntamientos, que perdieron su autonomía, y los pequeños campesinos (ya que con la desaparición de los bienes propios y comunales) perdieron una de las bases de su sustento y se proletarizaron.
- La política centralizadora. La centralización administrativa, que quería garantizar la igualdad de todos los españoles. Para ello se promulgó, el 8 de enero de 1845, una nueva ley de Ayuntamientos. El mismo día se dictaban nuevas normas sobre la administración provincial, también en sentido centralista, aumentando las atribuciones del jefe político o gobernador.
- Las quintas forzosas. La introducción del sistema de reclutamiento de quintas privaba a las familias de manos útiles en momentos especialmente difíciles. Había un sistema de redención del servicio mediante un pago en metálico. Los mozos, a estos efectos, se dividían en cuatro clases, según las edades. Para los de primera clase, de 18 a 19 años, la cuota de redención del servicio era de 480 reales; para los de la segunda clase, de 20 a 21 años, de 320 reales; para los de tercera clase, de 22 años, era de 200 reales y para los de la cuarta clase, de 24 años, había que pagar 60 reales. El ayuntamiento de Barcelona invitaba a las familias afectadas al pago a plazos, para que, en el momento de las levas, no se tuviera que hacer el esfuerzo económico de golpe.
La no finalización de la guerra carlista, suponía que en Francia se habían exiliado muchos de los carlistas que estaban esperando una oportunidad para volver a la lucha.
Estas dificultades sociopolíticas y económicas animaron a carlistas, progresistas, demócratas e inadaptados a unirse y a luchar contra ese aciago gobierno. A esa heterogénea agrupación política se la denominó latro-facciosos o monstruoso hermanamiento.
Las partidas de matiners que significa madrugadores, en catalán, hacen referencia a que las partidas hostigaban a las tropas a primeras horas de la mañana.
Aspectos sociales de la revolución
Una característica constante de la historia del carlismo fue la heterogeneidad de su base social. Característica constante, pero variable según las condiciones geográficas y cronológicas. Desde el inicio de la Primera Guerra Carlista, incluso en los levantamientos del Trienio Liberal y de los Malcontents, combatían en Cataluña, unidos, nobles, clérigos, artesanos y agricultores, a pesar de que las causas y los objetivos de la lucha fuesen distintos entre los grupos sociales.
La aristocracia
En la Guerra de los Matiners, en líneas generales, la aristocracia asumió el liberalismo moderado. La suerte adversa de las armas en la guerra anterior, el sistema conservador de la política española introducido por los liberales moderados y las oportunidades que significaban para la nobleza las ideas desvinculadoras y desamortizadoras determinaron que muchos de ellos abandonasen las ideas absolutistas y, poco a poco, entrasen en el “borbonismo” constitucional. Algunos aristócratas no abandonaron la posibilidad de aumentar la riqueza y abrieron las puertas a la burguesía mediante una reiterada serie de matrimonios.
Pero no todos los aristócratas aceptaron el moderantismo. Algunos vieron con disgusto la llegada del régimen constitucional y defendieron primero la causa absolutista del rey y, más tarde, dieron apoyo al Pretendiente y permanecieron unidos al partido carlista. La aristocracia menor, urbana y comercial no titulada y a menudo de origen mercantil, no tomó parte activa en la guerra y en general se mostró partidaria del liberalismo conservador. El ascenso social lo consiguió gracias a la prosperidad económica, la desamortización eclesiástica y la coyuntura favorable, que le posibilitó desarrollar un activo comercio que le proporcionó un rápido enriquecimiento. Gradualmente, aumentaron la fortuna a causa de una serie de enlaces que la emparentaron con otras familias poderosas.
Su gran capacidad económica le abrió las puertas y le permitió ocupar cargos de prestigio, además de otorgarle toda clase de dignidades. La riqueza era el baremo de la distinción social, mientras que el sufragio censitario le permitía ocupar cargos de responsabilidad política. Muchos hacendados residentes en pueblos, pertenecientes a familias de larga tradición carlista, permanecieron fieles al tradicionalismo durante la Guerra de los Matiners, pero a diferencia de la Primera y de la Tercera Guerra Carlista, fueron pocos los que levantaron partidas. Muchos de estos propietarios ultraconservadores estaban sometidos a una fuerte visión catastrófica de la realidad, a causa de la revolución social y su pérdida de poder político y local, y dieron apoyo al carlismo combatiente, aunque en esta guerra pocos participaron en la lucha activa.
Entre los jefes republicanos y progresistas que dirigieron partidas, predominaban los propietarios, la mayoría de origen rural. Tal fue el caso de Antonio Escoda, maestro de casas y terrateniente; Gabriel Baldrich, de familia rica y emparentado con los Mirós de Reus y los Vecianas de Valls; Abdó Terradas, hijo de un acaudalado negociante de granos; y Victoriano Ametller, militar, político y escritor, jefe de los progresistas catalanes.
La burguesia
La burguesía industrial y comercial catalana se pasó al liberalismo mucho antes de la Guerra de los Matiners. Esta doctrina le ofrecía un medio para conseguir el poder y consolidar su hegemonía política, económica, social e ideológica. Desde el principio se mostraron contrarios al absolutismo y con el tiempo, partidarios de Isabel II, hasta el punto de que muchos de sus miembros tomaron parte activa en la lucha política en todos los niveles. Unos formaron parte de la Milicia Nacional, y otros ocuparon cargos en los ayuntamientos y en el Congreso de los Diputados.
Esta clase quería el poder político para realizar sus planes económicos, que no eran otros que la lucha contra todo tipo de monopolios internos y la defensa del proteccionismo industrial. Su esfuerzo se focalizó básicamente en Cataluña, concentrándose en los aspectos técnicos de la industrialización y en la preocupación para conseguir del Estado la protección arancelaria que la defendiese de la competencia de los productos extranjeros.
Los trabajadores y campesinos
Los trabajadores industriales y los campesinos se dirigieron a las filas carlistas por convicción ideológica o movidos por un sueldo seguro en unos momentos de restricción económica. En Cataluña, a diferencia del resto de España, los matiners tuvieron un amplio apoyo popular. La crisis económica y social lanzó a muchos obreros industriales a la miseria más absoluta y buscaron entre las filas rebeldes el sostenimiento de sus familias. El análisis profesional de los combatientes carlistas en Cataluña marca diferencias importantes respecto a la Primera y Tercera Guerra Carlista. Mientras en la primera los voluntarios dedicados a trabajos agrícolas llegaron al 40,21 % del total y en la tercera al 44,09 %, en la Guerra de los Matiners solo consiguieron el 22 %.
Por otra parte, los obreros industriales, que en la Primera Guerra alcanzaron el 22,70 % del conjunto de oficios entre los carlistas y un 10,70 % en la Tercera Guerra, en la Guerra de los Matiners llegaron al 34,30 %. Es decir, el número de obreros industriales en esta guerra casi duplica al de la Primera y triplica a los de la Tercera.
Con un número menos importante, los voluntarios progresistas presentan un predominio de payeses y propietarios agrícolas, la mayoría procedentes de las tierras gerundenses. También aparecen muchos voluntarios dedicados a actividades mercantiles y a la pequeña producción industrial, y cada grupo ocupa una quinta parte del total. Sorprende entre los progresistas la casi nula presencia de asalariados, jornaleros y criados que dan un perfil del voluntario como la de un hombre joven, pequeño propietario o trabajador calificado que sabe leer y escribir.
El clero
La iglesia catalana, que durante la Primera y Tercera Guerra Carlista tuvo un cierto protagonismo y se hizo cómplice, muchas veces, de los tradicionalistas. Durante la Guerra de los Matiners estuvo en general alejada de la confrontación bélica, y los miembros del estamento eclesiástico mostraron una cierta actitud pacificadora y de rechazo a todo tipo de violencia. La jerarquía eclesiástica había visto en el moderantismo, y más tarde en el totalitarismo de Narváez, un rayo de esperanza para salir de la mala situación en que se encontraba para reorganizarse e iniciar los pasos para la reconciliación con la Santa Sede.
Durante la guerra, muchos prelados volvieron del exilio y, bajo un lenguaje confuso y ambiguo, supieron guardar las apariencias y pactaron con las autoridades gubernamentales para evitar enfrentamientos en unos momentos de buena relación que pronosticaban un nuevo concordato con Roma. Isabel II promulgó un indulto incluso para los religiosos que lucharon activamente contra el gobierno en la guerra anterior.
La amnistía permitió, por ejemplo, al canónigo de la catedral de Tarragona Manuel Milla, emigrado a Montpelier, volver a España y se le restituyó toda la categoría y dignidad religiosa, con la condición de jurar la Constitución a manos del presidente del Capítol. El bajo clero, en cambio, empobrecido por la administración liberal, sin dinero, debido al retraso en cobrar las mensualidades por parte de la hacienda española, mostró sus simpatías por el carlismo. Los más decididos abandonaron la parroquia y se unieron a los guerrilleros. Pero a diferencia de las otras guerras, tuvieron un papel discreto y, a excepción de mosén Benito Tristany, ninguno fue jefe de partida, ni tuvo ningún tipo de protagonismo.
Fuga del conde de Montemolín a Inglaterra
Desde el momento en que los carlistas se enteraron de que Montemolín había sido rechazado como marido de Isabel II, solución del conflicto dinástico propuesta, entre otros, por Jaime Balmes, adivinaron que pronto serían llamados a las armas. El Pretendiente no los hizo esperar y se escapó de Bourges con el objetivo de preparar el alzamiento.
La huida del pretendiente carlista, que por aquel entonces era un joven de 28 años, fue rocambolesca. Montemolín salió de la finca, en la cual había sido recluido, para pasear en carruaje, acompañado de un sirviente con el cual mantenía cierto parecido. Un grupo de caballería de la gendarmería lo escoltaba, pero el conde, sin ser visto por los policías, saltó de la carroza a un caballo que le tenía reservado y se alejó al galope. El sirviente quedó en el carruaje, vestido de la manera que acostumbraba su dueño: pantalones blancos de verano, levita negra y sombrero redondo.
Durante el trayecto de vuelta a palacio, el sirviente, bien entrenado para el caso, incluso dejó su mano izquierda, cubierta con guante, colgando fuera de la ventanilla del carruaje, al modo que acostumbraba el Pretendiente. Durante las siguientes 48 horas, el prefecto del departamento visitó muchas veces el domicilio de Montemolín, ya que había tenido noticia de que se encontraba enfermo, pero claro está que el gentilhombre que lo recibía no le permitía que cruzara el portal, mientras le aseguraba que el estado de salud del conde aconsejaba que se mantuviera en reposo absoluto.
Habiendo transcurrido el periodo de tiempo previsto, el mismo cortesano carlista comunicó la fuga de su dueño al prefecto. Montemolín aprovechó la ventaja que le proporcionó el engaño para viajar hasta la costa atlántica, acompañado por el marqués de Barbansois. El gobierno movilizó patrullas de soldados y de gendarmes, pero, aunque los franceses tenían bien fichadas las características físicas del perseguido, el conde consiguió llegar a Inglaterra. Entonces, el gobierno francés, basándose en el Pacto de la Cuádruple Alianza, solicitó al gobierno inglés que detuviese al prófugo. París no recibió ninguna respuesta a su requisitoria. Algunos periódicos franceses (por ejemplo, La Presse y L’Esprit Public) aseguraron que la huida del pretendiente al trono español se había producido con ayuda de los ingleses y hasta afirmaron que el general Ramon Cabrera, refugiado en Londres, había acompañado al joven príncipe en su aventura.
En aquel momento, la política exterior inglesa estaba en manos de lord John Temple Palmerston, “whig” preeminente, el cual fue conocido por la dureza que empleó ante los gobiernos extranjeros y por su preocupación constante en expandir el poder de la Gran Bretaña. Los comunicados de lord Palmerston, así como los de lord John Russell, secretario del ministerio, no constituyeron modelos de fina diplomacia, aunque ambos personajes extendieron las libertades políticas en el continente, por medio de la ayuda que prestaron a los movimientos nacionalistas, dejando a un lado, claro está, la Revuelta Irlandesa.
Con este objetivo, la ayuda que lord Palmerston prestaba a los carlistas y a los republicanos españoles, trastocando la posición mantenida por los británicos durante la primera guerra carlista, se evidenció, por lo menos, desde dos años antes del inicio de la Guerra de los Matiners.
Las requisas llevadas a cabo por los mozos de escuadra y el ejército, cada vez que descubrían depósitos de víveres y armas de los trabucaires, siempre incluían fusiles ingleses, toneles de cartuchos, navajas y hasta algún cinturón de esta procedencia. Bajo la protección de lord Palmerston, no solamente se refugiaban en Londres los dirigentes políticos y militares carlistas, sino que también lo hacían los agentes conspiradores, trabucaires y todo tipo de simpatizantes de los movimientos opositores al gobierno afrancesado de Narváez.
En el expediente del proceso de Perpiñán, se encuentran algunas cartas de exiliados en la capital inglesa, mediante las cuales pedían dinero a sus correligionarios que luchaban en el Principado. Pero estos pedigüeños eran exiliados sin cargo en el partido, o en la estructura militar. A través de operaciones financieras e inversiones en bolsa, centralizadas en Londres, los jefes opositores a Isabel II conseguían fuertes sumas de dinero. Debe sospecharse que no todas las sumas invertidas procedían de la misma Inglaterra, sino que algunas procedían de Rusia. La biógrafa del general Ramon Cabrera, señora Concha Rodríguez Vives, sostiene que el general conoció a la mujer que había de convertirse en su esposa, María Catalina Richards, debido a que esta dama le donó mil libras para la causa carlista. Miss Richards fue admirada, desde su juventud, por la habilidad inversora y financiera que poseía.
Durante aquellos días, no faltaban noticias de intentos de desembarco de cargamentos de armas y de grupos de rebeldes en la costa catalana, procedentes de buques ingleses. Lord Palmerston, en la intervención en las cámaras británicas de representantes del 29 de marzo de 1847, criticó las medidas adoptadas por el capitán general de Cataluña, Manuel Bretón, y aprovechó la ocasión para pronunciarse a favor de los rebeldes. El ministro británico denunció la barbarie de las autoridades españolas y celebró la humanidad de los luchadores montemolinistas.
Entonces, el Morning Post publicó un artículo explicando que Montemolín había ordenado que, fuese la que fuera la conducta de los militares liberales, los carlistas siempre debían oponerle la disciplina, el orden y la moderación, a fin de que el pueblo español y Europa entera se inclinasen a su favor. Ahora bien, aunque constituía un hecho evidente que Inglaterra ejercía de protectora de los carlistas catalanes, en realidad el gobierno británico no se enfrentó claramente con el gobierno de Narváez hasta que Isabel II se casó con don Francisco de Asís, pretendiente sostenido por Luis Felipe, rey de los franceses.
Cuando esto sucedió, Palmerston, enfadado por la noticia, no se mordió la lengua y declaró que la inclinación sexual del duque de Cádiz impediría que fuera capaz de satisfacer a la reina como mujer, lo cual provocaría, también, la infelicidad del pueblo español. Después, el gobierno inglés siguió insistiendo en la necesidad de casar al conde de Montemolín con Isabel, previa declaración de nulidad del matrimonio de la reina con Francisco de Asís, fundada en la no consumación.
Habiendo llegado a Londres, Montemolín fue recibido con los honores festivos que los ingleses reservaban a sus socios y que ya habían practicado anteriormente con Espartero. Karl Marx comentó que “las demostraciones a favor de Espartero tienen el aspecto de demostraciones contra Luis Felipe” y lo mismo hubiera podido afirmar, con más razón, en relación al recibimiento dispensado al pretendiente carlista. Los festejos, representaciones teatrales, recepciones y hasta visitas a alguna fábrica se sucedieron.
Inicio de las operaciones en 1846
En otoño de 1846 comenzaron a operar por Cataluña algunas guerrillas legitimistas, dando comienzo a lo que se llamó la Revuelta de los Matiners. Se alzaron partidas formadas con hombres que se habían escapado de los campos de retención franceses, a los que se sumaron bandas trabucaires que operaban en la zona.
En la frontera francesa se agita gente armada, porque los carlistas refugiados de la primera guerra y confinados en zonas alejadas de España, al grito de la nueva revuelta, se dispersaron con la intención de entrar en el país; los esfuerzos franceses para evitarlo solo conseguirán contener algunas partidas.
Uno de los primeros cabecillas carlistas en cruzar la frontera fue el brigadier Juan Caballería, acompañado de su lugarteniente Boquica, y también lo hizo el capitán Jerónimo Galcerán y Tarrés, al frente de un contingente de voluntarios del Llusanés. Poco tiempo después, Caballería fue muerto al caer en una emboscada en el Ampurdán.
En el mes de octubre en Perpiñán, se produjo la captura de una banda de refugiados carlistas, compuesta de 38 hombres, que fugados del interior se dirigían a España por la frontera de Cataluña. No habiendo querido rendirse a la fuerza pública, y, por el contrario, habiéndose defendido con palos, piedras y demás útiles que llevaban, se les hizo fuego, de cuyas resultas cayó uno muerto, dos heridos y los demás fueron todos prisioneros.

En otra acción, en Saillagouse fue apresada una partida de 21 refugiados carlistas que intentaba penetrar en el territorio español, y que hacía varios días que estaban sufriendo la persecución de la gendarmería francesa. Fueron conducidos a Perpiñán, acompañados de un destacamento de gendarmería, dos tartanas, en las que van 21 emigrados españoles carlistas. Se encontraban entre ellos un coronel, un comisario de guerra, 3 comandantes, 6 capitanes, 3 tenientes, 3 subtenientes y 4 soldados. En el pueblecito llamado Leucate, en las inmediaciones de Salces (departamento de Perpiñán), desembarcaron 30 carlistas que fueron detenidos.
Las primeras acciones rebeldes de envergadura bélica, después de la muerte de Felipe, que pueden ser atribuidas a los carlistas, como la entrada en Manlleu y el fusilamiento del alcalde liberal, se produjeron enseguida que se conoció la proclama de Montemolín, de septiembre de 1846.

Marcelino Gonfaus, alias Marsal, inició la actividad bélica durante los últimos días de 1846; al grito de ¡Viva Carlos VI! reunió pronto a sus órdenes más de 300 voluntarios, a cuyo frente ganaría el ascenso de coronel. Entró en Arenys de Mar, donde hizo algunos prisioneros, sostuvo el combate de Mura, peleó contra la columna de Besalú en la bajada de Orriols y en la acción de Bascaño o Báscara y se apoderó de San Feliu de Guixols. Dio una acción en los campos de Aiguaviva, tomó Bañolas, contribuyó eficazmente a la victoria carlista de Pasteral y venció, al frente de un escuadrón, al general marqués del Duero en Fornells. Asimismo, se distinguió en la victoria carlista de Aviñó, en la que dio una notable carga de caballería.
Josep Borges se incorporó a la lucha en septiembre de 1846, vendió su negocio, pagó con su producto el viaje de muchos de sus compañeros y los pertrechos necesarios y penetró en España para tomar parte en la nueva campaña. Después de la derrota y muerte de Tristany y el Ros de Eroles, Borges se trasladó a los distritos de Artesa y Lérida, donde logró reunir un batallón de infantería y un centenar de jinetes, que equipó con los despojos tomados a las tropas isabelinas.
A principios de 1847, sus tropas participaron en las sorpresas sobre Cervera e Igualada. En este último punto se salvó milagrosamente de una descarga a quemarropa, pero los fogonazos lo alcanzaron en los ojos y, aunque logró curarse, desde entonces tuvo una visión nocturna muy limitada. Borges, que tomó parte muy activa en las derrotas sufridas por el brigadier Manzano y el coronel Paredes, fue nombrado comandante general de Tarragona por Cabrera.

Empezaron por Solsona, se formaron diversas partidas guerrilleras, que no sobrepasaban los 500 hombres a finales de 1846, y que atacaban fundamentalmente a funcionarios públicos y a unidades militares. Estas partidas actuaban al modo de las guerrillas y estaban integradas por grupos poco numerosos de hombres con un cabecilla. Actuaban en la zona donde tenían su residencia y eran buenos conocedores del terreno. Los cabecillas, bien provenían de los carlistas no depurados de la Primera Guerra Carlista y que se habían mantenido en el terreno; bien de aquellos que se habían visto obligados a huir a Francia y que regresaban aprovechando el descontento social, o bien de nuevos elementos pertenecientes a un carlismo menos absolutista.
Las primeras partidas en defensa del Pretendiente aparecieron en Cataluña, donde la disconformidad contra el gobierno autoritario de Narváez era mayor. El mariscal de campo Ignacio de Brujó, nombrado comandante general de Cataluña por Cabrera hasta que él pudiera entrar en España, organizó y distribuyó desde la frontera las distintas jefaturas de las partidas que se fueron alzando, cuyo primer mando coordinador correspondió a mosen Benito Tristany.