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Fusilamiento de la madre de Cabrera (16 de febrero de 1836)
Un incidente habría de tener un profundo impacto sobre el curso de la guerra. María Griñó, la madre de Cabrera, junto con sus hermanas, habían sido encarceladas como rehenes por el general Colubi el 9 de julio de 1834, cuando aún Cabrera no era más que un desconocido oficial a las órdenes de Carnicer, permaneciendo desde entonces en los calabozos de los cuarteles de Tortosa. El 7 de febrero de 1836, el gobernador militar de Alcañiz informó al comandante general del Bajo Aragón, el brigadier Nogueras, del fusilamiento de unos alcaldes por parte de Cabrera por haber pasado información al enemigo. Al recibir la noticia, Nogueras ordenó «fusilar a la madre del rebelde Cabrera, dándole publicidad en todo el distrito, prendiendo además a sus hermanos o hermanas, para que sigan igual suerte si el sigue asesinando inocentes», decisión que pide se haga extensiva a las familias de los demás jefes carlistas, «debiendo V.S mandar fusilar a las mujeres, padres o madres de los cabecillas de Aragón, que cometan iguales atentados que el feroz Cabrera». La orden fue refrendada por el general Espoz y Mina, capitán general de Cataluña.
El 16 de febrero de 1836, María Griñó fue fusilada en la barbacana del fuerte de Tortosa sin siquiera darle opción de recibir los últimos sacramentos, en un acto de vileza que por la generalidad fue reprobada con indignación. Los parlamentos francés e inglés denunciaron el hecho y el carácter sanguinario que tenía la guerra civil española.


El historiador y político liberal Nicomedes-Pastor Díaz supo valorar la injusticia y trascendencia de aquella vileza: «La sangre de un solo inocente así derramada, una tan bárbara y tan atroz injusticia como el horrible hecho que referimos, mancha un partido, ensangrienta más una causa que la mortandad de cien combates… Desde aquel momento, Cabrera quedaba disculpado de todos sus horrores. El vértigo, el frenesí de matanza que le acometió, no podía justificarse jamás, pero se explicaba y se comprendía. Muchas veces hemos temblado al discurrir que en circunstancias semejantes hubiéramos podido ser monstruos también. Nos hemos aterrado, cuando después de la sangrienta relación de los horrores cometidos en Aragón y Valencia, escuchábamos de boca de alguna persona pacífica y de condición suave, estas palabras terribles: Yo hubiera hecho más si hubieran fusilado a mi madre».
Esta ejecución produjo un gran escándalo, al ser considerada un crimen por casi toda la población. El embajador británico amenazó con retirar su apoyo al Gobierno español e incluso la prensa liberal condenó el asesinato, al igual que hicieron algunos diputados como Istúriz. Por otra parte, Espoz y Mina dimitió, mientras que Nogueras fue relevado del mando, abriéndosele una causa.
Cabrera no recibió la noticia del fusilamiento de su madre hasta el final del día 20 de febrero de 1836, estando en Valderrobres. Al conocer los hechos y abrumado por la terrible injusticia, no pudo contener el deseo de venganza contra los monstruos capaces de matar a su madre anciana y desvalida. Convencido de la necesidad de no dejar impune un acto semejante de crueldad, y sediento de vengar la injusticia cometida con su pobre madre, dictó a su secretario un bando terrible, como él mismo lo califica. En él declara traidores y dispuso el fusilamiento de todos los individuos que se hicieran prisioneros en lo sucesivo; así como que fueran pasadas por las armas doña María Roqui, esposa del coronel Fontiveros, comandante de armas de Chelva, que fue aprehendida en el ataque a la citada población, así como Cinta Foz, Francisca Urquizu y Mariana Guardia, familiares de guardias urbanos de Beceite, que le acompañaban como rehenes, precisamente para evitar medidas contra su madre y hermanas, así como otras 30 personas.
Cabrera tomó esta decisión creyéndola su deber, cegado por la ira y para demostrar al mundo entero que no aceptarían crímenes semejantes de forma impune. A pesar de la repugnancia que le produciría dio la orden de ejecutar a unas mujeres a las que sabía inocentes, a las que siempre había tratado con toda consideración, que con frecuencia le habían acompañado a la mesa desde que estaban en su poder. En el caso de Cinta Foz, que solo tenía 18 años, se dice que Cabrera había llegado a coquetear con ella e incluso que muchos creían que pensaban casarse.
El 16 de marzo de 1836, casi un mes después de los hechos, el atribulado coronel retirado Fontiveros escribió una carta a Isabel II. En ella se dolía de las víctimas inocentes causadas por tanta injusticia, pedía que se procesase y juzgase al brigadier Nogueras y al general Espoz y Mina, como responsables últimos de la muerte de su mujer.
El fusilamiento de la madre de Cabrera marca un punto de inflexión en la guerra. A partir de ese momento, la misma conocerá un endurecimiento sin precedentes, que la convertirá en una guerra cruel y sanguinaria.
Acción de Hijar (21 de marzo de 1836)
Cabrera se encontraba muy mal tras la muerte de su madre, y apenas le consoló el ascenso a brigadier, dictado por don Carlos el 8 de febrero. Incapaz de dirigir las operaciones bélicas, permaneció una temporada en los Puertos de Beceite, encargando al coronel Añón que realizara una expedición por Castilla o por Valencia.
El 14 de marzo, recuperado ya del disgusto, volvió a ponerse al frente del ejército. Se reunió con el coronel Añón y las fuerzas que mandaban en Villarluengo (Teruel), marcharon por Ejulbe, Albalate del Arzobispo y Ariño a Híjar (Teruel), donde tomaron posición en los alrededores el 21 de marzo por la tarde.
Acudió la columna cristina del coronel Churruca, y los carlistas se replegaron a Albalate del Arzobispo (Teruel), porque comprendieron que en la llanura la caballería cristina tendría ventajas. En Albatate, Cabrera tomó las medidas necesarias para resistir al enemigo, pero Churruca prefirió regresar a Hijar. Hubo en esta operación de guerra un caso curioso. Lo relata Córdoba con las siguientes palabras: «Al siguiente día salieron ambas fuerzas de sus respectivos puntos (Albalate los de Cabrera, Hijar los de Churruda), siguiendo Cabrera paralelo por el flanco izquierdo de Churruca. Tanto se aproximaron, que el capitán carlista Salvador Pérez, llegó con su compañía a un barranco y desde allí empezó a entablar conversación con los cristinos que se hallaban a la otra parte. El diálogo, festivo y amistoso en un principio, degeneró en insultante y amenazador. Dos parientes de Pérez que iban con Churruca se acaloraron en términos de provocar un desafío. Este debía verificarse tomando cada cual un fusil y hacer fuego desde la misma distancia en que se encontraban. Los retados, que eran Salvador Pérez y su hermano Cosme, capitán de granaderos, contra sus dos parientes, principiaron el fuego, y estos retiráronse poco a poco hasta una casa de campo inmediata, buscando el apoyo de dos compañías que allí había. Las de ambos Pérez corrieron a la defensa de sus capitanes, de manera que el compromiso de cuatro hombres se extendió a más de 400, y costándoles tres muertos y siete heridos, se apoderaron los carlistas del barranco e hicieron retroceder a sus adversarios. Las restantes fuerzas de Cabrera y de Churruca permanecieron tranquilas, descansando sobre las armas».
Los cristinos, al fin, se retiraron a Híjar, y el brigadier Cabrera marchó a Ariño (Teruel).
Tras este combate decidió invadir la Huerta del Turia a fin de recoger allí armas, caballos y dinero, ya que los pueblos del Maestrazgo y Bajo Aragón estaban exhaustos tras más de dos años de guerra.
Acción de Liria (29 de marzo de 1836)
El 26 de marzo Cabrera llegó a Rubielos de Mora (Teruel), y después de dar un día de descanso, marchó el 28 por la mañana. Para sorprender a los cristinos, emprendió una marcha rápida de 24 horas seguidas; al amanecer del 29 estaba delante de Liria (Valencia), muy decidida por la causa cristina. Cabrera distribuyó a sus fuerzas ordenando que el coronel Añón con su caballería recorriera los pueblos de Villamarchante. Puebla de Vallbona, Benaguacil y Benisanó, para recoger armas, caballos, víveres y dinero. Mientras tanto, el comandante Pertegaz, con el BI-I de Tortosa, y el comandante Tallada, con el BI-I de Valencia, debían entrar en la población.
Pertegaz, a la cabeza de los tiradores de su BI-I de Tortosa, se quedó junto a los muros de Liria, acechando el momento de abrirse una de las puertas. Al hacerlo, los carlistas entraron precipitadamente en la villa, sorprendiendo a los urbanos que formaban la guardia de prevención. Los que intentaron defenderse murieron en el combate. El resultado fue que 67 prisioneros quedaron en poder de Cabrera, y el botín capturado ascendía a 109 fusiles, 207 caballos, monturas, lanzas, tercerolas, sables, pistolas y otras armas, de lo que daba cuenta Cabrera el mismo 29 desde Villar del Arzobispo. Otra acción se libró contra la columna cristina del Tcol Andrés Parra en Cuevas de Vinromá (Castellón).
Cabrera desde Villar del Arzobispo marchó por Gestelgar, Bogarra y Pedralba (Valencia), pasando el río Turia por el puente de este pueblo en dirección a Chiva (Valencia) el 31 de marzo. Por lo que el general Juan Palarea Blanes, el Médico ordenó al general Mariano Bresson que acudiera a reforzar la columna que mandaba, con lo que esta bajó el mismo 31 a Burjasot.
Defensa heroica de Albocácer (6 y 7 de agosto de 1835)
Recibió Cabrera la orden de distraer a los generales de la reina en puntos diversos. En consecuencia, los cabecillas carlistas Quilez y José Miralles de Benasal, apodado el Serrador, con 1.500 infantes y 150 caballos, se presentaron el 6 de agosto hacia la seis de la tarde en Albocácer.
La guarnición local consistía en 27 hombres del BI-I de voluntarios de Valencia al mando del subteniente Liborio Lassantas. Además de estos, el alcalde mayor y juez de instrucción Francisco Caracciolo Palomera Donás, su escribano Cristóbal Roca, notario de Albocácer, y su suegro, el liberal Antonio Pitarch Tacó. El notario y su suero serían fusilados por Cabrera en San Mateo el 3 de mayo de 1837 y la hija de Pitarch lo sería en la Cenia, donde fue conducida desde San Mateo con otros 479 prisioneros.
Toda aquella mañana se oyó tiroteo de fusil por la parte de Cuevas. Subió al campanario el juez y el estudiante Meyer y vieron que era el Serrador. «¿Quién vive?», gritó Palomera desde el campanario. Y el Serrador y los suyos respondieron: «¡Carlos V!», «fuego», rugió el primero. Y uno de los acompañantes del cabecilla quedó fuera de combate.
Bajaron del campanario y cerraron bien las puertas de las murallas. Luego metieron en la iglesia las armas y cuanto pudiera aprovechar al enemigo. Rogó Francisco Caracciolo al cura, Felipe Agramunt, que se encerrara con ellos en la iglesia, pero como este se negó, tomó como rehén a su sobrino.
Los leñadores del Serrador comenzaron a destruir una puerta a hachazos. El primero que entró en Albocácer fue el cabecilla Barreda, de Villafranca, que fue herido en un brazo por Tomás Cumba.
Como atacaban por todas partes, los defensores se replegaron a la iglesia. Los carlistas a su vez se situaron en los tejados y en las ventanas de las casas contiguas. Hubo un rato de fuego continuo y peligroso, alcanzando a dos que estaban en la plaza del pozo.
Al cabo de un rato, el Serrador envió un mensajero con bandera blanca para parlamentar. Les ofrecía la vida y la libertad, y se les exigían las armas y las municiones. El juez de instrucción se apoderó del mensajero, no quiso leer el oficio, rompió la bandera blanca, que era un pañuelo del Serrador y al mensajero le hizo tocar las campanas. La actuación del subteniente Lassantas quedó desdibujada y en segundo lugar.
Exasperados los carlistas por este proceder, y no queriendo que se les burlase aquel reducido número de soldados, mandaron que acudiera todo el vecindario con picos y azadones para agujerear por diversos puntos las paredes de la iglesia. Se trabajaba en tres puntos. Los sitiados subieron a las bóvedas de la iglesia, quedando abajo Lassantas y seis soldados para defender la puerta y los agujeros que se hacían.
Llegó otro oficio del Serrador de mano del regidor Jaime Sales y no se le hizo caso. Los sitiados se replegaron en el campanario y cortaron las escaleras con los mazos del reloj en dos puntos para que los carlistas no subiesen a la bóveda de la iglesia, y se quedaron con las cuerdas de las pesas del reloj para subir y bajar. Estando en ese trabajo, el juez Palomera recibió un disparo a quemarropa, hiriéndole carrillo derecho, párpado y ceja. Acababan de entrar en la iglesia los carlistas, recibiendo dos onzas el primero que se coló.
Se reunieron los isabelinos todos arriba, y con un culatazo que dio el juez y un bayonetazo que dio Tomás Miravete impusieron perpetuo silencio a dos que hablaban de rendirse. Mientras el Serrador ordenaba que todos los vecinos trajesen cuatro arrobas de leña cada uno, bajo pena de cuatro ducados. Antes ya les había pedido 200 duros como garantía de que no les quemaría la iglesia y 200 más por contribución.
Probaron si podían asfixiar a los sitiados con humo haciendo una enorme hoguera con leña, unas 20 arrobas de cera y multitud de pimientos picantes, y dispararon 400 cohetes incendiarios. El Sacramento ya había sido sacado del templo. El resultado fue que las llamas prendieron en el templo. Ignoro si ardieron los altares; parece que no, pues hemos conocido los retablos de los Muñoz y Llopis. El templo se ennegreció por el humo totalmente. En 1852, Mariano García de Zaragoza reparó el órgano que quedó inutilizado esa noche del 6 al 7 de agosto; así consta en los gastos de aquel año.
La columna pestífera de humo, que subía por el interior del campanario, sin duda que hubiese ahogado a los sitiados si estos no estuviesen ya en la estancia superior, sobre las campanas, al cielo abierto. Y aun allí habían de estar de puntillas, pues el suelo abrasaba. Al alcalde mayor se le quemaron las botas. En la estancia de las campanas, dos perros fueron hallados abrasados.
Mientras tanto, todo ardía: las tres puertas del pueblo, el fortín y la puerta de la iglesia. A esas claridades se añadía la de la luna, que estaba próxima a luna llena.
Los del campanario recibían pedradas lanzadas con ondas y también las tentadoras ofertas que les hacían los carlistas a los que en otro tiempo habían sido compañeros; llamándolos por sus motes y haciéndoles memoria de convites y francachelas pasadas, como también un padre carlista llamaba por su nombre a su hijo isabelino. Matad al alcalde y bajaos. Pero aquellos hombres estaban decididos a morir.

Pasó la noche y el Serrador, de detrás de una esquina, pidió parlamentar con Palomera. Este accedió. José Miralles disculpó la temeridad de haberle hecho fuego el día anterior cuando se presentó a las puertas, alabó su valor, le prometió los grados superiores de su ejército o una pensión en su casa. Le citó la sumisión de los fuertes de Villareal, Cortes de Arenoso, Cabanes, Cuevas y otros. El juez Palomera no lo dejó terminar el discurso porque gritó: «¡Fuego!». Y al instante 4 o 5 disparos se dirigieron hacia el Serrador, que se escondió al punto.
La llegada del coronel Nogueras hizo que el Serrador marchase a Benasal y así pudieron bajar los del campanario.
Los carlistas dejaron seis muertos y tuvieron una docena de heridos. Saquearon las casas de los que estaban en el campanario, especialmente el equipaje y alhajas del juez Francisco Caracciolo. Quemaron todas las causas criminales y civiles que se encontraban en despacho de este, y causaron algunos heridos, especialmente por quemaduras. Los carlistas prometieron volver la noche siguiente, pero por fortuna no cumplieron su palabra.
Albocácer, Benasal y Villafranca fueron fortificados para contener la facción que recorría los pueblos de la comarca y había dos ayuntamientos en cada pueblo, uno para los liberales y otro para los carlistas. El 11 de mayo de 1836 estaba Cabrera en Albocácer.
Primera batalla de Chiva (2 de abril de 1836)
Mientras tanto, Cabrera, que había seguido desde Pedralba por Cheste, llegaba a Chiva, en la que entraba. Allí se hizo una clasificación de los prisioneros que habían hecho y fueron sometidos a un consejo de guerra verbal, dictándose varias sentencias, siendo los condenados pasados por las armas después de recibir los auxilios espirituales. En la parte de Cataluña también se combatía el 31 de marzo en la villa de Arnés (Tarragona) contra la fuerza que mandaba Torner, al ser este sorprendido a las diez de la noche. Los carlistas se retiraron en dirección a Cherta (Tarragona), combatiendo contra el enemigo, que intentaba perseguirlo en su retirada.
Palarea, con su tropa reforzada, formó tres columnas, una al mando del coronel Gonzalo de Cánovas, otra a las órdenes del Tcol José Baltorna, una tercera a las del coronel Pablo Ríos. Hacia el cerro del Centinela mandó otra columna a las órdenes del Tcol Pedro Antonio Hidalgo, mientras que él mismo salía con otras fuerzas para atacar a los carlistas. El 1 de abril Cabrera había hecho movimiento sobre Buñol y Siete Aguas (Valencia); el jefe carlista se vio atacado por fuerte calentura cuando, al anuncio de que Palarea se aproximaba, lo que supo al amanecer del día 2 de abril, antepuso su salud a su deber; aunque no confiara en la victoria, decidió recibir al enemigo. Cabrera se vistió, tomó una taza de caldo y, envuelto en su capa encarnada, salió al frente de su división el 2 de abril, a las nueve de la mañana, camino de Buñol.
Cerca de este pueblo la vanguardia carlista encuentra a la cristina; esta fue cargada, batida y acuchillada, salvándose muy pocos individuos para dar cuenta a su jefe de la derrota. Sin embargo, este éxito en Buñol, preliminar de la acción de Chiva, no deslumbró a Cabrera. Quien dictó las órdenes pertinentes para que los caballos que había sacado de Liria y otros pueblos fuesen montados por cazadores y granaderos, a fin de que la brigada y el botín pasasen a la izquierda del enemigo, colocándose a retaguardia de la línea de batalla. Mientras que las compañías de preferencia ganaban todo el terreno posible para ocupar los puntos que el enemigo tenía a su derecha, disponiendo que el resto de la fuerza marchase paralelamente a tomar las posiciones en reserva de las compañías de preferencia.
El semblante de Cabrera revelaba sus padecimientos. Aumentaba su calentura, le devoraba la sed, decaían sus fuerzas. Algunos jefes y oficiales le rogaron que no empeñara la acción, porque el estado de su salud no le permitía dirigirla. La contestación fue: «Adelante, yo no quiero retroceder mientras pueda combatir», y poniéndose al frente de la caballería avanzó hacia el enemigo. Es indudable que, dado su estado de salud, era imprudencia temeraria el querer oponerse a fuerzas enemigas mandadas por generales experimentados, como era Palarea, y quizá por esto no puso en acción a la brigada y sí solo a fuerzas destacadas muy inferiores al enemigo.
El flanco cristino fue hostigado por las dos compañías de cazadores del BI-I de Tortosa y del BI-I de Valencia, y la de granaderos, que mandaba el capitán José Rota; en el flanco izquierdo, a las órdenes del capitán Salvador Pérez, se colocaron dos compañías de granaderos y la de cazadores del BI-I de Valencia. Todas ellas tenían, pues, correspondientes guerrillas, con orden de replegarse por los flancos hacia las reservas o compañías, que estaban amparadas en un cerro situado en la parte occidental de Chiva.
Los cristinos, despreciando el fuego de los realistas, arrollaron el centro y los flancos carlistas, originándose una retirada precipitada en busca del monte. “Desde que principió el combate se vio siempre al jefe carlista envuelto en su capa encarnada, cuya señal le distinguía entre los demás, y corriendo de un punto a otro multiplicábase en todos su persona”.
Sin embargo, sus esfuerzos fueron vanos, y los carlistas, derrotados, tuvieron que replegarse a Sot de Chera (Valencia), donde pernoctaron aquella noche y donde Cabrera tenía situada su brigada. El jefe carlista ordenó encender hogueras para indicar a los extraviados el punto de reunión y dio una hora de descanso a su gente. Antes de llegar a Sot de Chera debían pasar los voluntarios carlistas por un barranco. «Observando Cabrera que muchos de sus soldados no encontraban el vado a causa de la oscuridad y caían en el agua, mandó hacer alto, y que ocho hombres y un sargento fuesen a Sot de Chera para buscar teas o hachas de viento. Cabrera, despreciando las instancias de todos, se colocó en medio del barranco, y con una tea en cada mano iluminaba aquella escena, verdaderamente pintoresca».
Ya en Sot de Chera, Cabrera se metió en la cama, no sin antes haber dado el parte sobre la acción; pero la fatiga de aquel día, la enfermedad de que estaba aquejado y el haber estado cerca de dos horas dentro del agua, agravaron su indisposición, lo que no era obstáculo para dar la orden de que al amanecer estuviera pronta toda su gente y dispuesta a marchar.
Nada del botín recogido por Cabrera quedó en poder de los cristinos. No tuvo, por lo tanto, la trascendencia que se le quiso dar. Cabrera confesó haber tenido 19 muertos y 23 prisioneros, 5 de los cuales pudieron escapar. De los prisioneros hubo dos oficiales. No dio el número de sus heridos, que debió ser importante. Palarea, en su primer parte, decía que su pérdida «ha consistido en cuatro muertos de los batallones de Lorca y Ceuta y algunos heridos». Pero más tarde, en otro parte, daba las siguientes bajas: Del RI de Ceuta, un teniente, un subteniente y 14 individuos de tropa heridos; del RI-33 provincial de Lorca, 5 soldados muertos, un distinguido, un subteniente y 11 de tropa heridos; del RI-7 provincial de León, un soldado herido; del RC-1 del Rey, tres soldados heridos; del RC de la Guardia Nacional de Valencia, un capitán muerto y uno herido, un nacional muerto y 2 nacionales heridos. Sin embargo, las pérdidas debieron ser mayores.
El caudillo carlista se retiró entonces hacia el Noroeste, rechazando el consejo de abandonar a los heridos para salvar las armas e ir así más deprisa. Por el contrario, ordenó deshacerse de algunos efectos a fin de dedicar los transportes a los que lo necesitaran, e incluso cedió su caballo a un soldado que, lastimado en los pies, no podía continuar. Hay que resaltar que Cabrera era muy querido por sus hombres, en parte por el cuidado que ponía en recoger y llevarse a los heridos, a los que nunca abandonaba.
El 3 de abril Cabrera pasó revista a su columna en Sot de Chera y sacó de las filas a los voluntarios valencianos, formando con ellos una partida de 70 infantes y 6 caballos con algunos oficiales, que debían permanecer en el país. Para mandarla, designó a Miguel Sancho, conocido como el fraile de la Esperanza, quien marchó con su fuerza a Loriguilla (Valencia), mientras que con su fuerza Cabrera regresaba a Aragón, pasando por Andilla y uniéndose en Fortanete (Teruel) con el coronel Quílez, ordenando entonces la dispersión de las fuerzas.
Quílez fue destacado en Aragón, sitúase Forcadell en Cenia (Tarragona) y Llagostera en Beceite (Teruel), mientras Cabrera marchaba con dos ayudantes a Cantavieja (Teruel) para realizar un proyecto que venía meditando. El 11, Sancho, con Heliodoro Gil y Cayetano López, se hallaban en Tuéjar. (Valencia), y, sabiéndolo, marchó contra ellos el coronel Minuisir, enterándose por un prisionero que habían dejado en Higueruelas (Valencia) armas escondidas. Mandó el cristino al capitán Juan Núñez, que entró en dicho pueblo apoderándose de 73 fusiles y una espada, que estaban en la bodega de la casa de José Gil; haciendo cuatro prisioneros de las fuerzas de Sancho, dos de ellos desertores del RCL-7 de Navarra y Depósito de Quintos, siendo los cuatro fusilados en la misma localidad.
Campaña de Miralles en Castellón en abril de 1836
En el día 3 de abril, Miralles atacó la villa de San Mateo (Castellón), logrando introducirse en ella por el derribo de unas tapias contiguas a la puerta de Albocácer. Ya con este éxito inicial intentó proseguir entrando hasta el interior de la población, pero por la extremada defensa que hizo en el centro de la misma el comandante cristino José Decreff, los carlistas se vieron obligados a retirarse. Miralles dividió entonces su fuerza, y una parte, al mando de Carbó, se dirigió a Cuevas de Vinromá (Castellón); pero maniobrando en la comarca corrió el coronel Parra, obligándoles a marchar. Las de Miralles pidieron raciones en el pueblo de Cervera del Maestre (Castellón), por lo que el comandante cristino de Benicarló marchó contra ellos. Los carlistas fueron por Santa Magdalena de Pulpis, y al llegar a la Masía de Vaterra, término de Castellón, se tirotearon con los cristinos.
En Cataluña también Torner tuvo un combate en los caminos y bosques de Pauls (Tarragona), muriendo el capitán carlista Ripoll y cayendo prisioneros Bautista Pujol y el monje trapense fray Julián Molla, siendo ambos fusilados. En Aragón, el coronel Quílez, con Vicente Herrero y Benito Catalán, alias el Royo de Negueruela, atacaron Mora de Rubielos (Teruel). Mientras tanto, Nogueras quedaba de cuartel, a resultas del expediente incoado sobre las causas que habían motivado su petición de muerte de la madre de Cabrera, sustituyéndole Roten. El general Serrano y Cuenca fue relevado de la capitanía general y sustituido interinamente por el general Santos Fernández San Miguel.
Acción de Alcotas (18 de abril de 1836)
El 18 de abril, Cabrera se presentó en el pueblo de Alcotas (Teruel), donde había una partida del RI de Ceuta, la que rodeó y copó enteramente. Cabrera ordenó que todos ellos fueran pasados por las armas, siendo fusilados 145 cristinos; Pirala dice que lo fueron por haber sido acusados de haber profanado las imágenes de la iglesia y haber hecho una manifestación simulando el entierro de Cabrera. Recogieron los carlistas el armamento de los vencidos, marchando a Manzanera. En Manzanera Cabrera dio una orden general para reprimir cualquier robo de cuatro reales vellón arriba, imponiendo la pena de muerte a los que verificaran esta clase de fechorías.