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Intentos de don Carlos
El 23 de septiembre, el agente carlista Luis Javier Auguet de Saint-Sylvain, barón de los Valles, se encaminó hacia Extremadura, donde pudo establecer una correspondencia con Madrid. Cuando el 5 de octubre cruzó la frontera por el pueblo zamorano de Alcañices, el agente carlista se encontró con la noticia de que Fernando VII había fallecido varios días antes. No se arredró por esto los Valles, sino que decidió dirigirse a Valladolid a fin de contactar con el general O’Donell, designado para tomar el mando de las fuerzas carlistas de Castilla la Vieja.
Por el camino contactó con los jefes de voluntarios realistas de Zamora y otras localidades, que quedaron de acuerdo en sublevarse al recibir su orden. Pero la vacilante actitud de O’Donell hizo imposible el plan, y Auguet se vio obligado a regresar a Portugal sin haber conseguido sus designios.
Mientras tanto, don Carlos no había permanecido inactivo. Informado por Córdoba de la muerte de su hermano, se consideró libre para actuar en defensa de sus derechos, y expidió el Manifiesto de Abrantes y los Decretos de Santarem, por los que manifestaba sus derechos al trono y confirmaba en sus puestos a todas las autoridades civiles y militares del reino.
El 5 de octubre, se trasladó a Narvas con el propósito de ponerse al frente de las tropas que se le presentasen y marchar con ellas sobre Madrid, pero fracasado el intento del capitán Arroyo para que Rodil se uniese a las filas carlistas, optó por retirarse primero a Marvao y luego a Castello Branco, donde publicó un nuevo manifiesto a los españoles. Pese a la presencia del Ejército de Observación, los carlistas extremeños no cejaron en sus esfuerzos, y lograron mantener abiertas las comunicaciones entre Portugal y Madrid.
La agitación era perceptible a lo largo de la frontera, y en octubre fueron numerosos los partes recibidos por las autoridades del mal espíritu en que se encontraban las ciudades de Coria y Plasencia, cuyos carlistas fueron pronto desarmados. El brigadier Espinosa de los Monteros, a quien se había dirigido don Carlos para que le entregase la plaza de Badajoz, fue separado inmediatamente del mando al ser interceptada la respuesta en que hacía presente que “en aquel momento le era imposible, pero que aprovecharía la primera ocasión que se le presentara”.
La incansable actividad del espía cristino Juan Yagúe consiguió frustrar el intento hecho para entregar la plaza de Ciudad Rodrigo, así como los planes del coronel Fontan, que se proponía hacer lo propio con la de Albuquerque. También por iniciativa suya, una partida de contrabandistas, previamente sobornada, atravesaba la frontera y capturaba al exintendente de Asturias, Tellería, que acababa de regresar de Madrid con algunos fondos, y al que se sumaron los aportados por los carlistas más destacados de Coria.
La desconfianza de Rodil hacia sus propios subordinados llegó hasta el extremo de mandar cesar en sus puestos a prácticamente todos los gobernadores de plaza de la provincia No parece que estuviera muy equivocado, pues el 10 de noviembre pasaba por la ciudad portuguesa de Morvan, con el propósito de unirse al pretendiente, el coronel Amarillas, exgobernador de la plaza de Valencia de Alcántara, acompañado por cuatro soldados de caballería.
A pesar de sus esfuerzos, lo cierto es que, transcurrido más de un mes de la muerte de su hermano, los intentos de don Carlos por penetrar en España tan solo habían servido para acelerar el fin de la causa del rey Miguel de Portugal. Entablada hacía ya más de un año la guerra entre los partidarios de este monarca y los de su sobrina, doña María de la Gloria. La situación cambió completamente al negarse don Miguel a reconocer a Isabel II, motivo por el que a mediados de noviembre su embajador fue invitado a abandonar Madrid, y doña María contó con el apoyo, cada vez más descarado, del gobierno español.
Una nueva expedición de Auguet a Castilla no dio mejores resultados que la anterior, y el 19 de noviembre emprendió la marcha hacia Portugal, donde tuvo noticia de que don Carlos se hallaba en Miranda de Duero, muy cerca de la frontera, acompañado por 70 oficiales españoles, casi todos ellos desarmados. Al parecer contaba con una sublevación que debía producirse en Astorga, pero que finalmente no se produjo. Don Carlos se vio forzado a retirarse a Braganza, donde fue perseguido por las tropas del general Sanjuaneja, que entraron en la ciudad pocas horas después de que el pretendiente la hubiera abandonado.
Contaba entonces con unos 150 oficiales, que se le habían unido a lo largo de su estancia en Portugal, y un batallón compuesto fundamentalmente con voluntarios realistas de Castilla y de Galicia. Sin duda, hubiese podido organizar más tropas si hubiese podido pagarlas y equiparlas, pero este no era el caso, por lo que se vio obligado a pedir a don Miguel le prestara 3.000 hombres con los que poder marchar sobre Vizcaya.
El plan, que partía tanto de la suposición de que los cristinos no podrían oponerle una fuerza importante con la rapidez suficiente, como del talante favorable al pretendiente que se suponía había entre las tropas enemigas, “comprimido por el rigor de la disciplina”, resultó imposible al no facilitar don Miguel los recursos que le habían pedido.
En diciembre de 1833, la causa de don Carlos parecía perdida, pues la sublevación de los primeros momentos había sido casi completamente dominada por las tropas cristinas, y el Pretendiente se veía imposibilitado de entrar en España e infundir nuevos ánimos a sus partidarios.
Alzamiento de Manuel María González
La muerte de Fernando VII (29 de septiembre de 1833) puso en movimiento la compleja estructura organizada durante el año anterior por la junta de Madrid para evitar el alzamiento carlista. Buena parte de sus ramificaciones habían sido descubiertas, y muchos de los comprometidos estaban detenidos o confinados; pero esto no fue óbice para que gran parte de los que aún tenían posibilidades de hacerlo se lanzaran a la lucha.
El primer alzamiento del que se tiene noticia es el protagonizado por el administrador de correos Manuel María González, el 2 de octubre de 1833, en Talavera de la Reina. Curiosamente, González había sido alcalde constitucional durante el Trienio Liberal y miliciano de caballería. Este movimiento, tan solo secundado por los realistas de Calera, acabó pocos días más tarde con el fusilamiento de sus promotores.

Alzamiento en Bilbao y las Vascongadas
Mayor importancia tuvieron los acontecimientos que se desarrollaron en Bilbao, donde el 2 de octubre se tuvo conocimiento de la muerte del rey. Mientras la diputación se reunía para estudiar las medidas a tomar, el alcalde y el comandante Gómez mandaron tocar llamada general para los paisanos armados (voluntarios realistas), e inmediatamente los pueblos de los alrededores siguieron su ejemplo.
El diputado general Pedro Pascual de Uhagón, jefe del sector cristino de la diputación, trató de controlar el movimiento, y confió para ello en la influencia del otro diputado general, el brigadier Zabala, que no hizo nada para oponerse a los amotinados. Cuando el 3 de octubre los miqueletes, única fuerza con que contaba la diputación para mantener el orden, confraternizaron con los sublevados, los carlistas se hicieron con el control de la ciudad.
Con independencia de los puntos que van ocupando las fuerzas realistas procedentes de Bilbao, en los días sucesivos hubo una serie de sublevaciones que pusieron en manos de los carlistas gran parte de las provincias vascongadas. El 4 de octubre se produjo la sublevación del coronel Ibarrola en Orduña, y el 7, aprovechando que las escasas tropas residentes en la ciudad habían salido en su persecución, el coronel Verástegul dirigió el alzamiento de los realistas de Vitoria, en el que también participaron los batallones de Badayoz, Bernedo, Laguardia y Valdegovia.
El 5 de octubre, el capitán general de Guipúzcoa, Castañón, salió de San Sebastián con 500 hombres del RI San Fernando y una pieza. Sin embargo, el 8 de octubre, al enterarse de lo sucedido en Vitoria, decidió hacer alto en Tolosa.
En Madrid, el gobierno de Cea Bermúdez ordenó formar la llamada Brigada Real, de solo el RI-4 de la Guardia y el RC de cazadores de la misma, a las órdenes de Santiago Wall, conde de Armíldez de Toledo, con instrucciones de marchar hacia el Norte. En un principio, se la consideró suficiente, pero, enseguida, la evolución de los acontecimientos obligará a detenerla, para reforzarla. Ante la cadena de alzamientos, el gabinete dispuso que Sarsfield, el general en jefe del Ejército de Observación de Portugal, desplazase su cuartel general a Salamanca, como medida preventiva, sin por eso dejar de vigilar la frontera.
El día 8 de octubre, don Carlos fue proclamado en Oñate por José Francisco de Alzáa. El 10 se sublevó el coronel Lardizábal en Guipúzcoa. El 12, los carlistas de Bilbao destacaron 1.000 hombres a Portugalete y Santurce, y ya con anterioridad se habían enviado 1.500 a Balmaseda. El 13 se intimó la rendición de Castro Urdiales y por estas mismas fechas se produjo la sublevación del brigadier Uranga en Salvatierra. El 14 entraron en Medina de Pomar las tropas del canónigo Echevarría, procedentes de Álava. Más al sur, Miranda de Ebro estaba ocupada desde hace varios días por una columna al mando del brigadier de guardias Brena.

A principios de noviembre, los sublevados tenían tal fuerza que el capitán general de las provincias Vascongadas, que había tratado de mantenerse en Tolosa, fue obligado a refugiarse en San Sebastián.
Mientras que la victoria del brigadier Manuel Lorenzo en Los Arcos frustró en su raíz la insurrección en Navarra, en las provincias vascas, pese a aceptar en sus filas a un grupo de exilados liberales encabezados por Jáuregui y haber obtenido algunos éxitos iniciales sobre los mal entrenados voluntarios, el general Castañón se vio pronto obligado a dejar en sus manos la mayor parte del país, permaneciendo a la espera de los refuerzos que pudieran serle enviados.
La situación del general Pedro Sarsfield, jefe del Ejército de Observación, el 27 de octubre puso en conocimiento del gobierno que no podía abandonar Burgos mientras no se le incorporasen varios batallones de su división que todavía estaban en camino. Su forzada inactividad, así como los ofrecimientos que le hicieron los carlistas para que se pusiera a su frente, dieron lugar a numerosos rumores sobre su posible acuerdo con los sublevados; hasta el punto de que el 9 de noviembre pidió ser relevado, pues no creía contar con la confianza de las tropas.
El 12 de noviembre, tras recibir las más terminantes órdenes del gobierno, Sarsfield emprendió el camino hacia Vitoria con un ejército que tan solo contaba con 3.157 infantes, 237 caballos y una batería de 4 piezas con la correspondiente dotación.
No eran estos, en principio, efectivos como para inquietar a los carlistas. En Castilla, según los datos facilitados por el capitán general de Castilla la Vieja, pasaban de 11.000 los realistas sublevados, y Sarsfield, antes de emprender su campaña, elevaba esta cifra hasta 20.000.
Por lo que se refiere a las provincias vascongadas, se sabe que la BRI-V de voluntarios de Vizcaya contaba, según los estados formalizados a mediados de octubre, con un total de 2.103 hombres, cifra superior a la que aparece en el estado del mes de agosto del mismo año. Lo que hace suponer que solo los carlistas vizcaínos tenían sobre las armas unos 14.000 voluntarios. No debe olvidarse que en uno y otro caso se trataba de “paisanos armados”, no de soldados profesionales, y que su capacidad de hacer frente a fuerzas regulares era muy discutible.
El 21 de noviembre, tras un par de escaramuzas contra las escasas fuerzas que trataron de hacerle frente, Sarsfield efectuó su entrada en Vitoria, abandonada el día anterior por Verástegui. La desmoralización cundió entre los carlistas vizcaínos hasta el punto de que decidieron abandonar Bilbao sin defenderla el 25 de noviembre, multiplicándose la deserción entre sus filas, al igual que ocurrió en el resto de las provincias.
El alzamiento podía, pues, darse por fracasado, hasta el punto de que entre el 24 y el 11 de diciembre de 1833 cruzaron la frontera francesa personajes tan representativos dentro de las filas carlistas como el brigadier Brena, el coronel Caillet, exteniente de rey de la ciudadela de Pamplona; Carlos Cruz Mayor, “propietario y empleado de la primera Secretaría de Estado”; el teniente general duque de Granada de Ega, Verástegui, el coronel Veamurguía y el comandante de la BRI-VI de voluntarios realistas de Vizcaya, José Ramón Urquijo.
Un mes antes habían tenido que hacer lo mismo Eraso y los sublevados en el Norte de Navarra, y Merino y Cuevillas habían emprendido la marcha hacia Portugal para unirse con don Carlos. Nada hacía, pues, suponer que la guerra fuera a prolongarse, tanto más si se tiene en cuenta que el 8 de diciembre las tropas del brigadier Hore ocupaban la plaza de Morella, siendo detenido y fusilado a los pocos días el barón de Hervés.

Alzamiento en Navarra
Aunque los carlistas navarros se hallaban en correspondencia con los de Bilbao, llegada la hora de la verdad, su alzamiento no tuvo nada que ver con el precedente. A principios de septiembre se recibieron repetidos avisos de que se acercaba el día del pronunciamiento (avisos que se supone relacionados con la salud de Fernando VII), y se hicieron gestiones con los capitanes del regimiento provincial de Sigüenza, de guarnición en la ciudadela de Pamplona, que se mostraron conformes en abrir una noche las puertas de la misma para dar allí todos juntos el grito de rebelión. También se sostuvieron conversaciones con el alcalde del valle del Baztán, don Martín Luis Echeverría, que en una entrevista con Sarasa se comprometió a presentarse cuando se le ordenara con 300 voluntarios reales, “y contándose con todos los demás puntos al primer aviso”. Se decidió nombrar una junta gubernativa, a cuyo fin se contactó con tres personas, de las que tan solo aceptó don Juan Crisóstomo Vidaondo.
A tenor de este resultado, se optó por invitar a tres miembros de la Diputación, que prometieron unirse, con lo que quedaba de nuevo en evidencia cómo los procarlistas controlaban todavía buena parte del poder en los territorios forales.
Una vez hechos estos preparativos, los conjurados esperaron, tal como se había prevenido en su día, a recibir la oportuna orden de la Junta de Madrid. Pero sus designios se vieron alterados por la actuación del general Santos Ladrón de Cegama, destinado a ponerse a la cabeza del movimiento, que en vez de esperar el correspondiente aviso, se fugó de Valladolid, donde estaba de cuartel, el día 2 de octubre, nada más conocer la muerte de Fernando VII. El 3 de octubre ofició a Sarasa desde Lerma comunicándole que se hallaba de camino, si bien la misiva no llegó a su destino hasta siete días más tarde. En su tránsito hacia Navarra, don Santos y sus agentes promovieron la insurrección de los pueblos de La Rioja.
El mismo 3 de octubre, Tomás Zumalacárregui fue aclamado en Huarte Araquil debido a que la localidad servía como un importante cuartel general para las fuerzas carlistas. Fue una manifestación de este amplio apoyo local a la causa carlista y a su líder, quien logró organizar y convertir a los dispersos combatientes carlistas en un ejército efectivo.

En la noche del 6 de octubre, el coronel carlista Arias reunió en Castañares a los realistas de varios pueblos próximos, si bien la mayoría de ellos se dispersaron a poco de emprender la marcha, y sus jefes manifestaron a las autoridades que no se moverían sin órdenes del gobierno. El 7 de octubre, Arias y Marrón, comandante de los realistas de Nájera, se sublevaron en este punto, y fue ese mismo día cuando don Basilio, en sus propias palabras, “tuvo la gloria de ser el primero en Castilla, que dio el grito de “Viva Carlos”, poniéndose con 440 infantes a las órdenes del general Santos Ladrón, a quien en la noche del propio día le entregó 50.000 reales para atender a los primeros gastos”. De forma simultánea, se sublevaba en Logroño el comandante realista Pablo Briones, e igual hicieron otros muchos pueblos comprometidos de antemano.
Antonio Solá, el virrey a cargo de Navarra, mandó al brigadier Manuel Lorenzo que se dirigiera contra Logroño, con unos 800 efectivos del RI de Córdoba, del que era coronel, el RI Provincial de Sigüenza y algunos caballos de Albuera. Pero ante la falta de efectivos, le imposibilitaba atender a las solicitudes de ayuda que desde Tolosa le hacía Castañón. Decidió mantenerse dentro de los muros de Pamplona, sin poder atender a otros focos.
El 8 de octubre, Santos Ladrón de Cegama abandonó Logroño al frente de varios centenares de voluntarios y se dirigió a Navarra, mientras que el brigadier Miranda fue destinado a recorrer la ribera del Ebro, y don Basilio permaneció en la capital de La Rioja. Aunque la sublevación se extendió por otros puntos de la Baja Navarra, el alzamiento se vio cortado de raíz con la derrota de Ladrón de Cegama en Los Arcos (Navarra) el día 11 de octubre, cuando con unas fuerzas carentes de entrenamiento militar trató de hacer frente a la columna de 800 efectivos dirigida por el brigadier Manuel Lorenzo. Después de capturar el puente, los liberales cortaron la posibilidad de que fueran flanqueados, y los carlistas se replegaron en el pueblo; finalmente huyeron en desorden mientras Ladrón de Cegama y unos pocos hombres cargaban sobre los liberales y fue capturado. Ladrón de Cegama fue fusilado en la ciudadela de Pamplona a los pocos días junto a Luis Iribarren, siendo sustituido al mando carlista por Francisco Iturralde.

Un día más tarde, el 12 de octubre, se recibió en Navarra la orden de sublevarse enviada desde Madrid, que empezó a cumplirse inmediatamente; si bien no se obtuvieron los resultados esperados porque la derrota y prisión de don Santos “hizo decaer el ánimo del país de tal suerte que muy raro era el que se atreviese a salir”.
No deja de ser paradójico que, cuando las provincias vascas hacía varios días que se habían sublevado, cuando Logroño había proclamado a don Carlos y Ladrón de Cegama avanzaba sobre Pamplona; los carlistas comprometidos con la junta de Madrid continuasen todavía esperando recibir la orden de esta para proceder al alzamiento.
Lorenzo, explotando su éxito de Los Arcos, marchó sobre Logroño. El 26 de octubre, derrotó tras breve combate a Basilio García, comandante de voluntarios realistas y administrador de bulas, que mandaba a cerca de 1.000 riojanos. Aseguró que les había causado más de 100 muertos y que capturó 80 prisioneros. Sus pérdidas, en cambio, se reducen a 6 muertos y 18 heridos, una prueba más de la escasa capacidad de resistencia de sus enemigos. Rescató, también, a 47 cazadores del Provincial de Álava. Pertenecían a la compañía de cazadores de ese RI, procedente de Aragón, que se habían dejado capturar sin defenderse, una muestra de su escasa calidad.
El 14 de noviembre de 1833, los rebeldes eligieron a Zumalacárregui como jefe, levantando acta en Estella. Inmediatamente, comenzó a organizar desde la nada en muy poco tiempo un eficaz contingente del ejército rebelde llamado pronto carlista, equipándolo en muchos casos con las armas tomadas a los ejércitos cristinos.
El 7 de diciembre de 1833, las diputaciones carlistas de Vizcaya y de Álava nombraron a Zumalacárregui jefe de sus tropas. Muy popular entre sus soldados, le llamaban “Tío Tomás”, no dudó en mostrarse cruel en la represión de los liberales ni en emplear el terror para mantener controlado el territorio, siendo el hecho que más le descalifica la orden de realizar los fusilamientos de Heredia, donde se fusilaron 118 peseteros el 17 de marzo de 1834.
Alzamiento en Castilla la Vieja
La desconexión entre los principales implicados será también una de las características de los acontecimientos ocurridos en la provincia de Burgos. Al igual que ocurrió en Navarra, desde los primeros días de septiembre se multiplicaron los avisos sobre el próximo fallecimiento de Fernando VII, por lo que la Junta de Burgos se apresuró a ultimar los preparativos para el alzamiento. El 30 de septiembre, se supo la muerte del monarca, y este mismo día la Junta comunicó las órdenes oportunas a los jefes de los batallones de realistas comprometidos al efecto, “para que reuniéndose en los puntos que se les marcaba alzasen el grito de fidelidad, que había de secundar el de Burgos, donde se publicaría la existencia de la junta”.
Con gran sorpresa y desesperación, la insurrección no se produjo, aduciendo los jefes implicados que esperaban el movimiento anunciado por el general Ladrón de Cegama, que se había fugado de Valladolid. Ante la inutilidad de sus intentos, y comprendiendo que los realistas estaban de acuerdo con el cura Merino, único cuyas órdenes querían acatar, la Junta optó por abandonar Burgos y dirigirse hacia La Rioja y la alta Castilla, nombrando comandante general de aquellos puntos a Ignacio Alonso Zapatero, alias Cuevillas, que el 10 de octubre había llegado a Burgos procedente de Palencia.
Estando así las cosas, el 14 de octubre efectuó su entrada en la ciudad el coronel Manuel Sanz, el mismo que en enero de 1833 había conseguido que Merino entrara en contacto con la Junta, y trató de conseguir que el comandante de los realistas de esta capital, Hilarión de Larriba, pusiese a los voluntarios sobre las armas. Tras varias negativas, Larriba supo que se había ordenado su detención, por lo que se decidió a ordenar a sus hombres que salieran de la ciudad, reuniéndose en el monte señalado al efecto.
Como estaba previsto, el brigadier Merino se situó a la cabeza de los sublevados, todo lo cual ocurrió en medio de una impunidad que hizo desesperar al conde Armildez de Toledo cuando al día siguiente entró en Burgos con sus tropas.
El 16 de octubre, Merino entraba en Sepúlveda, y ordenó la reunión, bajo pena de la vida, de los voluntarios realistas de esta localidad y los distritos de la Rivera, Burgo de Osma y Ayllón. Al día siguiente se pusieron en movimiento los voluntarios de Roa, Rubiales y Herrera de Pisuerga, que se dirigieron hacia Aranda, donde les había convocado Merino, que efectuó su entrada en el mismo día. También el 17 tuvo lugar la sublevación del capitán retirado Juan Martin de Balmaseda, que a la cabeza de varios realistas de Fuentesaúco se dirigió hacia la reunión de cuerpos de dicho instituto.
En los días siguientes, las órdenes de Merino hicieron que se sublevasen gran parte de los batallones burgaleses situados al sur de la capital, mientras que los batallones situados más al norte se alzaban al amparo de los vascos, que también ocupaban algunas localidades. Más realce podría haber adquirido este alzamiento si, tal y como le había indicado repetidas veces la Junta, Merino se hubiese acercado a Burgos, donde se encontraba un batallón del RI-4 de la Guardia Real a las órdenes del coronel José Campana, que se había comprometido con el coronel Sanz a sublevarse tan pronto como se presentara una fuerza carlista respetable en los alrededores, y que a finales de mes sería separado de su puesto por Sarsfield.
El 23 de octubre fueron más de 500 los que se alzaron en Peñafiel (Valladolid) al tener noticia de que iban a ser desarmados.
Sarsfield no partió de Salamanca para ir a Burgos hasta el 18 de octubre, vía Valladolid, aunque ha enviado tropas por delante como se le ordenó. Llegó el 24 a su destino, y aun entonces estimaba que “el enemigo era muy superior en número” en referencia a los castellanos de Merino que le cerraban el paso, que incluso se temía intentasen asaltar la ciudad. Debía esperar, pues, a que se le reunieran todas sus fuerzas antes de atacar la concentración que había en Briviesca.
El 2 de noviembre, un par de partidas amagó Palencia, donde el corregidor se vio obligado a destituir al ayuntamiento por su marcado carlismo. El coronel Manuel Adame, alias el Locho, entró también en el elenco de antiguos guerrilleros que se lanzaron de nuevo a campaña, y a finales de octubre se encontraba al frente de las partidas manchegas.
El 12 de noviembre, Sarsfield anunció su salida a campaña, con 3.150 infantes, 237 caballos y 4 piezas. Había permanecido, por tanto, 19 días sin emprender ningún movimiento significativo.
Las tropas de Merino, cuya primera derrota tuvo lugar sin que fuera necesario que sus adversarios hiciesen acto de presencia. Acantonadas en Villafranca Montes de Oca (Burgos) en la noche del 13 al 14 de noviembre, “observaron que el general Merino entró por una puerta de la posada con sus 40 hombres y salió de repente escapando por otra; siguiendo hacia la salida del pueblo con su cuadrilla a toda prisa que parecía una fuga.
Se alarmaron los soldados y, en aquel momento, al gastador de Roa llamado Antonio Rodeo se le cayó la carabina, disparándose e hiriéndole mortalmente en el muslo. El disparo provocó una total dispersión de la tropa, tomada por el pánico, evento que, aparte de su carácter tragicómico, es una buena prueba del papel de las casualidades en la historia.
Tras permanecer un par de días en la villa de Pancorbo, donde logró reunir unos 5.000 hombres, el cura Jerónimo Merino se replegó hacia Álava y mantuvo una entrevista con Verástegui a fin de estudiar cómo enfrentarse a la ofensiva de Sarsfield. Fuera como fuese el transcurso de la misma, lo cierto es que Merino regresó a Castilla con sus tropas y Verástegui se retiró a Vitoria con las suyas.
A partir de este momento, la sublevación carlista se desmorona como un castillo de naipes. Merino, en cuyas tropas comenzó a cundir la deserción hasta extremos insospechados, optó por dar licencia a quienes la pidiesen, «pero como eran tantos, acabó por ordenar que se marchase sin ella a su casa todo el que lo desease. A las pocas horas de dada esta orden, puede decirse que no quedamos en el pueblo más que el general Merino y su escolta, y algunos jefes y oficiales». Ya a finales de octubre Lorenzo había ocupado Logroño, donde Sarsfield concentró sus tropas el 19 de noviembre, preparándose para la campaña final.
Los de Lerín, a pesar de haber recibido instrucciones de Ladrón de Cegama, permanecieron impasibles hasta la llegada de Iturmendi, que les obligó a tomar las armas, y algo parecido ocurre en Lodosa, donde al presentarse Goñi acompañado de una partida, fueron muy pocos los realistas que accedieron a unirse. En el caso de Ayllón, Merino amenaza directamente con fusilar a su comandante si este no le secunda, y tampoco los oficiales realistas de Villarcayo querían alzarse sin orden del gobierno. Los voluntarios de Frómista, que abandonan sus casas el 5 de noviembre, regresan un día más tarde, a excepción de su comandante.
El 14 de diciembre, el capitán general de Castilla hizo público que la Reina Gobernadora había decidido prorrogar los indultos durante un plazo de veinte días. Quedaron tan solo excluidos “los cabecillas cura Merino, Balmaseda, Cuevillas, Villalobos, Landeras, Cuadrado, Caraza, don Basilio García y los individuos de sus juntas, llamadas de Gobierno”; ofreciéndose 10.000 reales de recompensa por el primero, 5.000 por los tres siguientes y 2.000 por los restantes, así como 1.000 reales por los demás jefes que les acompañasen y no se presentaran a recibir el indulto.
Quienes quisieran persistir en la rebelión serían pasados por las armas, “sin más tiempo que el preciso para prepararse como cristianos, que no excederá de cuatro horas”. Pero no siempre los indultados eran sinceros a la hora de presentarse, sino que en ocasiones tan solo estaban a la espera de una coyuntura que les permitiese volver a campaña; por lo que ya el 2 de diciembre de 1833 había tenido que establecer una comisión militar en Vitoria y otra en Bilbao para juzgarlos, así como a los demás desafectos de las provincias.
El 19 de noviembre, Sarsfield entró en Logroño.

Alzamiento en el Maestrazgo
La última de las grandes sublevaciones carlistas de 1833 fue la que tuvo lugar en el Maestrazgo. Sus orígenes se conocen gracias al relato de Marcó del Pont, que confinado en Peñíscola como consecuencia de su implicación en la causa de Campos, coincidió allí con Rafael Ramdeviu y Pueyo, barón de Hervés y conde de Samitie, y el brigadier Abellan; que se encontraban confinados, y que le expusieron sus deseos y planes para hacerse con esta plaza y la de Morella, “para cuya empresa contaban con los realistas del Maestrazgo, que aún estaban armados en número de seis mil”. Marcó intervino en la preparación del golpe y proporcionó los 200.000 reales necesarios para hacer frente a los primeros gastos. Ya el 29 de octubre se tuvo noticia de una partida que actuaba en las cercanías de Morella, y el 9 de noviembre se presentó en Cherta (Tarragona) otra de 200 hombres al mando de Antonio Vallés, llevándose preso al segundo comandante de los realistas en represalias de no haber querido unírseles ninguno de los mismos.
Ese mismo día se presentó en Formia el comandante de realistas de aquel tercio, al que se unieron los que no querían ser desarmados, emprendiendo el camino de Morella. También se lanzaron a campaña los comandantes de voluntarios realistas de Peñíscola y el de Torreblanca, Blas María Royo, mientras que Cosme Cobar lograba aumentar su partida hasta cerca de 400 hombres gracias a un bando en el que amenazaba con ejecutar a los voluntarios que no le siguieran. El pretexto de perseguir a las partidas que se iban formando, el día 13 de noviembre el gobernador de la plaza de Morella, el coronel Carlos Victoria, hizo salir a la guarnición y proclamó a don Carlos el 13 de noviembre.
Morella se convirtió en el punto de reunión de los sublevados. Allí se presentó el barón de Hervés, que asumió la presidencia de la junta constituida en defensa de los derechos de don Carlos, e hicieron su aparición dos personajes que se distinguirían a lo largo de la guerra: el comandante del batallón de realistas de Villarreal, José Joaquín de Llorens, y un exseminarista llamado Ramón Cabrera.
Para administrar el poder conquistado, al día siguiente se constituyó una Junta de Gobierno. El barón de Hervés recibió el nombramiento de comandante general de la Corona de Aragón, enviando un llamamiento a todos los comandantes realistas de San Mateo, Benasal y demás pueblos del Maestrazgo, del distrito de Castellón de la Plana e inmediaciones; sin olvidar al coronel Carnicer, que no había temido precederle en tan arriesgada empresa.
En las proximidades de Murcia se formaron grupos de varios centenares de hombres, si bien la presencia de fuerzas del ejército liberal restableció de inmediato la tranquilidad, como también ocurrió en Montesa (Valencia).
Los capitanes generales tanto de Aragón como de Valencia, alarmados por el carácter que tomaba el levantamiento, enviaron tropas para sofocar la sublevación en los pueblos del Maestrazgo y rendir la plaza de Morella.
El general Horé, gobernador militar y político de Castellón, se plantó ante Morella con artillería, ante lo que los jefes carlistas consideraron que era mejor salir al encuentro del adversario, aprovechando su superioridad numérica. Los reclutas carlistas no pudieron, sin embargo, resistir el empuje de las tropas cristinas y se replegaron con gran desorden, corriendo unos hacia la ciudad y dispersándose otros por los montes.
En vista de la situación, el coronel Victoria y el barón de Hervés decidieron la evacuación de la ciudad la noche del 7 al 8 de diciembre, sin que los cristinos se percataran de ello.
En la plaza quedaron 300 hombres de guarnición, integrados en tres compañías mandadas respectivamente por Cosme Covarsí, Manuel Vallés y el comandante retirado José Marcoval, el jefe más importante que quedaba en tierras valencianas. Con ellos quedó el joven cabo Cabrera, en quien el comandante carlista observó ciertas cualidades que le llevaron a tenerle por uno de sus hombres de confianza.
Los fugitivos de Morella, al no poder internarse en el Maestrazgo castellonense, optaron por buscar refugio en territorio aragonés. Sin embargo, poco después fueron batidos en la batalla de Calanda, el 6 de diciembre; los carlistas de Ram de Víu, que ocupaban la ermita de Santa Bárbara, abrieron fuego y se retiraron a las trincheras montadas en Calanda. Esa fue la posición del grueso de las tropas carlistas, que recibieron un ataque frontal hasta que salieron en desbandada y fueron capturados por los liberales. La localidad fue ocupada por fuerzas liberales el 10 de diciembre, quedando las tropas carlistas dispersadas; muchos se acogieron al indulto y otros se escondieron por los montes formando partidas guerrilleras.
Ram de Víu escapó, dejando mujer e hijos en manos de los cristinos, pero fue reconocido y capturado el 27 de diciembre en Manzanera. Fue juzgado y fusilado en Teruel el 12 de enero de 1834.
El día 9 de diciembre, las tres compañías que constituían la guarnición remanente en Morella evacuaron la ciudad.
La continua persecución de las tropas isabelinas no daba tregua y se cobraba continuas bajas entre los carlistas. Apenas llegaban a 300 hombres los que hicieron frente a aquellos primeros reveses. Se hacía preciso proceder a la elección de un jefe, en ausencia del barón de Hervés y del coronel Victoria, fugitivos y ocultos desde el encuentro de Calanda. En Vistabella, una votación secreta llevada a cabo entre los jefes, en la que el sargento Cabrera ofició de secretario para el escrutinio, elevó a comandante general de los carlistas del Maestrazgo a Juan Marcoval. En realidad, comandante de los carlistas valencianos, ya que la sucesión efectiva del barón de Hervés la tenía Carnicer.
La elección de Marcoval causó disgusto a otros jefes que pretendían el mando. Una intervención decisiva de Cabrera evitó la ruptura entre los jefes del carlismo valenciano, dando origen a su incipiente prestigio y siendo nombrado en el acto subteniente de infantería en comisión.
A últimos de diciembre de 1833, solamente quedaban de los sublevados de Morella pequeños grupos de seis o siete hombres y jefes, ocultos en las cuevas o en las masías del país, acosados por las patrullas del ejército cristino e indefensos ante los rigores del invierno.
El año 1834 no empezaba con mejores augurios que el que concluía, produciéndose nuevas bajas en cada choque con las columnas cristinas.
Marcoval y sus hombres, entre los que se encontraba Cabrera, ascendido ya a teniente, permanecieron en el barranco de Vallivana durante el mes de enero. Cabrera recorría los pueblos al frente de una pequeña partida de nueve hombres en busca de reclutas para organizar un batallón con el que pudiera operar la primavera siguiente, así como para recaudar dinero y alimentos. A las dos semanas Cabrera había conseguido reclutar 135 hombres, muchos de ellos procedentes de la dispersión de Calanda. La mayor parte carecía de armas. Cabrera empezaba entonces a sonar como el “Estudiante de Tortosa”.
Manuel Carnicer era el jefe de mayor prestigio, tanto por sus conocimientos militares como por haber sido el precursor del alzamiento. Para tratar sobre las acciones a adoptar, envió confidentes a los demás jefes a los que pudo localizar, invitándoles a reunirse en un día determinado. A la cita pudieron acudir veintiún jefes. Después de haber manifestado cada uno su opinión, acordaron enviar una comunicación a Zumalacárregui, no solo para exponerle el estado en que se encontraban los carlistas, sino para que les diese instrucciones y obtener de don Carlos autorización para poder premiar el mérito y el valor, así como poder aplicar castigos a quien lo mereciese.
Las tropas isabelinas prepararon una emboscada en el barranco de Vallivana en el mes de febrero de 1834. Las fuerzas carlistas estaban mandadas por Cosme Corvasí y fueron completamente derrotadas, siendo hechos prisioneros Marcoval, Soto y Covarsí, que fueron pasados por las armas. Antes habían sufrido la misma suerte el barón de Hervés y el coronel Victoria, Sáforas, Borrás y demás infortunados compañeros.
Cabrera se vio obligado a pasar a Aragón, pero el antiguo seminarista no era hombre que se arredrase fácilmente. Siguiendo órdenes de Carnicer con el fin de reclutar nuevos voluntarios, recorrió los pueblos de Teruel, logrando reunir hasta 140 voluntarios.
Alzamiento en Cataluña
En enero de 1833 se supo de la implicación en una conjura de 400 exiliados absolutistas, entre ellos Agustín Saperes, alias Caragol, un destacado dirigente de la rebelión de los agraviados. Algunos pequeños disturbios en la capital bastaron al capitán general Manuel Llauder para ordenar el desarme de los realistas en ella. Tras algunos incidentes más en el Prepirineo, el capitán general avisó al Gobierno del peligro latente, y aunque no se le autorizó a disolver el cuerpo, sí podía depurarlo y confiscarle el armamento y la caja.
Los ultras pasaron entonces de la agitación al pronunciamiento a favor de don Carlos. Así sucedió en San Vicente de Horts el 2 de marzo de 1833 y en Les Borges Blanques los días 14 y 15 siguientes, siempre con resultados decepcionantes, cuando no mortales. Mientras tanto, la capitanía general redobló sus esfuerzos para desarticular una red conspiratoria cada vez más densa. La vigilancia, que contó con la aquiescencia de la población rural, obtuvo buenos resultados, y los meses previos a la muerte de Fernando VII solo se registraron unos gritos subversivos en Figueras y un pequeño motín en Navarcles.
En cuanto llegó a Cataluña la noticia de la muerte de Fernando VII, el 5 de octubre aparecía en Prats de Llusanes (Barcelona) la primera partida catalana, compuesta de unos 50 hombres al mando del segundo comandante de voluntarios José Galcerán, heredero acomodado que con sus propios recursos mantenía un batallón de voluntarios. Tras ocupar un tiempo la villa en connivencia con su Ayuntamiento e imponer un tributo de 400 duros a los liberales, los carlistas huyeron ante la rápida movilización de tropa y paisanos de Berga; Galceran licenció a su gente y buscó refugio en Francia.
Pero la rebelión carlista se extendió, rápidamente, por la Cataluña interior; y al cabo de unas semanas (noviembre-diciembre, 1833), los partidarios de Carlos María Isidro ya controlaban puntos de todo el Pirineo catalán, la Cataluña central y algunos puntos aislados de la plana de Lérida, del Campo de Tarragona y de las Tierras del Ebro. Aunque las guerrillas generaron gran inquietud, tuvieron efectos muy reducidos. Demuestra su debilidad el hecho de que siempre necesitaran una base o un refugio fuera de Cataluña: en Francia, Andorra o el Bajo Aragón.

Alzamiento en Santander
El 6 de octubre, cundió la alarma entre los liberales de Santander, pues el gobernador de la plaza, brigadier Joaquín del Castillo Bustamante, colocó una guardia de realistas en el ayuntamiento. No se atrevió a más ante la decidida actitud de las autoridades locales, que consiguieron su destitución pocos días más tarde.
El 9 se sublevó el Tcol Pedro de la Bárcena, ayudante de la inspección de realistas de Santander, en el valle de Toranzo, pero sus fuerzas fueron derrotadas por una compañía de carabineros enviada desde la capital.
Fracasado el primer movimiento, los carlistas santanderinos volverán a probar suerte a finales de mes, cuando se levantaron varios batallones a las órdenes del brigadier Mazarrasa. La situación se volvió crítica a principios de noviembre como consecuencia de los progresos carlistas en las Vascongadas y el Norte de Burgos. Tan solo la falta de coordinación entre las columnas enviadas para ocupar Santander hizo posible su derrota en la acción de Vargas, cuya trascendencia puede difícilmente ser exagerada, pues un triunfo de los legitimistas habría supuesto la extensión del conflicto por toda la cornisa cantábrica.
Alzamiento en Asturias
El 18 de octubre se produjo el pronunciamiento de Siero (Asturias), a las órdenes del capitán de realistas, Benito Escandón, del batallón de Oviedo, que dijo actuar a las órdenes del coronel de carabineros Manuel Aguirre, a quien paradójicamente se encargó de su persecución.
El 6 de noviembre vuelven a probar suerte los carlistas asturianos, alzándose en esta ocasión el primer batallón de realistas del Concejo de Lena, que fue batido pocos días después en Mieres por una columna de carabineros, presentándose a indulto la mayor parte de los dispersados.
Alzamiento en Madrid
El 27 de octubre, el retén de guardia del cuartel de voluntarios de Madrid se negó a entregar las armas y sostuvo un tiroteo con las tropas de la guarnición, extendiéndose la algarada por diversas calles cuando numerosos realistas tratan de acudir en su socorro.
La reacción del gobierno ante todos estos acontecimientos fue lenta, incluso espectacularmente lenta, pero se debe tener en cuenta que los puntos sublevados no eran los únicos que requerían su atención. Los informes recibidos de prácticamente todos los puntos de la Península ponían en evidencia que toda España era un gigantesco polvorín que podía estallar en cualquier momento. El enviar las tropas de una región a sofocar el alzamiento de otra podía dar lugar a un movimiento igual o peor que el que se trataba de dominar.
Las primeras medidas, consistentes en poner en pie de guerra los regimientos provinciales y concentrar las escasas unidades disponibles sobre la provincia de Burgos, se vieron desbordadas por la rápida propagación del carlismo en las provincias vascongadas y el alzamiento de Castilla, que obligó a recurrir al ejército de observación, destacado sobre la frontera de Portugal.
El 25 de octubre, el gobierno remitió un decreto muy reservado a los capitanes generales para que desarmaran a los voluntarios realistas y formasen un nuevo cuerpo con el nombre de Milicia Urbana. Aunque la mayor parte de los escasos batallones que aún conservaban las armas las entregaron sin incidentes, no faltaron los que, al sentirse amenazados, decidieron hacer uso de ellas antes que ponerlas en manos de los liberales.
Alzamiento de Andalucia
A finales de octubre surgieron las primeras partidas andaluzas, destacando entre sus jefes el coronel Antonio Moya, recientemente separado del mando de uno de los escuadrones de la guardia, que encabezó el movimiento de Torre Pedro Gil; y el marqués de Atalaya Bermeja, que abandonó Jerez de la Frontera para formar una partida en su pueblo de Algar (Cádiz).
Alzamiento en Aragón
En Aragón se sublevó Manuel Carnicer, que a finales de octubre levantó una partida en las proximidades de Alcañiz (Teruel), donde poco antes había fracasado el intento de seducir un destacamento de carabineros. La derrota y muerte del brigadier Tena, de conocido prestigio entre los realistas aragoneses, supuso un contratiempo similar al experimentado en Zamora con el fusilamiento del Tcol Aguilar, uno de los guerrilleros que más se había distinguido en la Guerra de la Independencia.
A finales de noviembre, el cura de Briviesca salió de Calatayud al frente de una numerosa partida que fue pronto dispersada, pero ya en esas fechas, que coinciden con el ocaso del primer carlismo, puede considerarse terminada la dinámica de sublevaciones y alzamientos marcada por la muerte de Fernando VII.
El 27 de febrero de 1834, fracasó en Zaragoza el intento de alzamiento carlista dirigido por los tenientes generales conde de Villemur y Blas Fournas, capitán general de Aragón hasta septiembre de 1832, que mantenía contactos desde Francia con los carlistas zaragozanos, así como el brigadier Lampérez. Villemur logró fugarse y luego unirse a los carlistas de Navarra, mientras que Lampérez fue hecho prisionero.