Guerras Carlistas Primera Guerra Carlista en el Norte Frente Norte. Operaciones de Zumalacárregui en 1834

Orígenes de Zumalacárregui

Tomás Zumalacárregui e Imáz nació en el caserío Ormáiztegi en diciembre de 1788. Hijo del escribano de Idiazabal de clase media-alta, era el penúltimo de los 11 hijos. Quedó huérfano de padre a los cuatro años y seguramente en esas fechas fue cuando su madre decide el traslado a la casa Iriarte-Erdikoa (actual museo de Zumalacárregui).

En 1801, su madre le envió a Idiazábal para aprender la práctica de escribano y seguir los pasos de su padre con un primo suyo. Tres años más tarde marchó varios meses a Pamplona, y allí conoció a Pancracia Ollo, con quien se casaría en 1820.

Estaba estudiando en Pamplona cuando la invasión napoleónica cambió su destino. Se unió a la partida guerrillera de Gaspar Jáuregui, alias el Pastor, en 1812. Su participación en esta guerra culminó en la batalla de San Marcial, en la que fue condecorado.

Al terminar la guerra con el grado de capitán, decidió seguir la carrera militar. Conoció diversos destinos hasta que la Revolución de 1820 le apartó del mando por su adscripción a los sectores más conservadores de la milicia.

En 1822, se incorporó a los sublevados realistas bajo las órdenes de Genaro Quesada, jefe del levantamiento en Navarra. Luchó contra los liberales como comandante del BI-II de voluntarios de Navarra. Cuando llegaron los Cien Mil Hijos de San Luis, se unió a esta fuerza comandada por el duque de Angulema, colaborando en el sitio de Lérida, en octubre de 1823.

Al año siguiente ascendió a Tcol a las órdenes del general Quesada, se encargó de organizar el batallón de voluntarios realistas de Navarra, mientras participaba en la represión contra los liberales en la comisión militar de Pamplona. Continuó su carrera militar siendo destinado a Huesca, Toledo, Soria, Zaragoza y Madrid. En 1832, fue nombrado gobernador militar de El Ferrol.

Su poco clara actuación durante la frustrada sublevación absolutista que provocó la caída del gobierno conservador de Calomarde le llevó ante los tribunales militares. Aunque salió absuelto, estuvo separado del mando en el último año del reinado de Fernando VII. Solicitó el retiro a Pamplona y fue allí donde se encontraba al morir este monarca y estallar el levantamiento de los seguidores de don Carlos. Tenía 45 años, ostentaba el grado de coronel y residía sin mando y bajo vigilancia, de donde consiguió huir y unirse a los carlistas sublevados que se hallaban en el valle de La Berrueza, Navarra, al mando de Iturralde y Sarrasa.

Tomás Zumalacárregui conocido como el “Tío Tomás. Autor de la izquierda Augusto Ferrer Dalmau.

Operaciones de Sarsfield

El general Pedro Sarsfield había sido nombrado capitán general y virrey de Navarra, y lideró las primeras acciones contra los levantamientos en las provincias del norte. La ofensiva de Sarsfield sobre las provincias vascas hizo que pronto fueran Verástegui y Valde-Espina quienes necesitaran del apoyo de los carlistas navarros, pero a pesar de que Tomás Zumalacárregui trató de acudir en socorro de Bilbao, el rápido avance de las tropas cristinas hizo inútil su intento. En torno a Zumalacárregui fueron aglutinándose cuantos habían logrado salvarse del naufragio y se negaban a deponer las armas. Bruno Villarreal se presentó con un batallón de alaveses cuya dispersión había logrado evitar, y lo mismo hizo el Tcol Amusquivar, que mandaba 50 caballos de la misma provincia. Lardizábal, al frente de 1.000 voluntarios de Guipúzcoa, se aproximó también a la Burunda, donde los navarros tenían sus cuarteles.

La situación de hecho fue ratificada en Echarri-Aranaz el 7 de diciembre de 1833, cuando las tres diputaciones vascas pusieron sus fuerzas a las órdenes de Zumalacárregui. Pero este, en vez de concentrar todas las tropas bajo su mando, consideró más útil que trataran de mantener la guerra en sus respectivas provincias, dividiendo la atención de las tropas liberales, y quedando de acuerdo en colaborar cuando las circunstancias lo aconsejaran.

Después de dejar importantes guarniciones en Vitoria y Bilbao, y recoger cuantas armas pudieron encontrar en los pueblos, Valdés, que había sustituido a Sarsfield en el mando, se dirigió a Navarra acompañado por su antecesor, revestido entonces con el cargo de virrey. Nada hacía esperar que fuese a haber allí mayor resistencia, pero desde el primer momento los carlistas trataron de hacer frente a sus tropas, y Zumalacárregui se dispuso para tratar de interceptarles el camino, aunque se vio forzado a retirarse en el último momento.


Tras el inmediato regreso de Valdés a las provincias, Sarsfield se dedicó con ahínco a la caza de los carlistas, pero cuando tras dos días de marchas y contramarchas se encontró con que estaba en el mismo lugar y a la misma distancia de Zumalacárregui que cuando empezó la persecución, optó por retirarse a Pamplona y dejar la tarea en manos del general Manuel Lorenzo Oterino, que recibió una inesperada ayuda con la columna que al mando del general Marcelino Oráa, alias Lobo Cano; otro navarro, antiguo guerrillero de Mina, le envió el conde de Ezpeleta, capitán general de Aragón y miembro de una de las familias más ilustres de Navarra.

Operaciones de Valdés

Con la asunción del mando por Jerónimo Valdés y Zumalacárregui, respectivamente, la guerra adquirirá un estilo “a lo cosaco”, que, para la mayor frustración de los liberales, perviviría durante meses. Realizarán inagotables marchas, en extenuantes condiciones; casi a ciegas, porque no disponían de guías fiables; en medio de una población hostil y persiguiendo a un enemigo “connaturalizado con el terreno”; fielmente apoyado por los habitantes, que le facilitan información, ayuda y refugio, y que solo plantaba cara cuando y donde le convenía. Los choques eran breves y violentos, lo que necesita el general de don Carlos para ir fogueando y cohesionando a sus hombres de forma progresiva. Las operaciones terminaban en una bien calculada retirada, por varias direcciones, que culmina en una posterior concentración, en un punto previamente fijado, mientras los cristinos jadeantes se reorganizan. Inevitablemente, la necesidad de avituallarse los obligaría a retirarse a sus bases, acarreando una porción de despeados, enfermos y, con frecuencia, heridos.

En cambio, los generales cristinos, con pocas excepciones, no entendieron esa guerra; en las academias y escuelas únicamente se estudiaban las operaciones de los grandes generales de la Historia, al frente de innumerables ejércitos.

Mientras en Navarra ocurrían estos hechos, el 21 de diciembre las fuerzas vizcaínas mandadas por Zabala y La Torre obtuvieron una brillante victoria sobre una columna que, al mando del barón del Solar de Espinosa, trató de desalojarles de Guernica. Al parecer, los liberales pusieron delante de sus tropas a las hijas del general Zabala, pero los realistas consiguieron ponerlas en libertad mediante un ataque sorpresa.

Batalla de Nasar y Asarta (29 de noviembre de 1833)

Pocos días más tarde, el 29 de diciembre, Zumalacárregui creyó que era hora de comprobar el temple de sus hombres, y ofreció batalla a sus perseguidores en las favorables posiciones que se le ofrecían entre Nazar y Asarta.

Zumalacárregui disponía de 7 BIs de Álava y Navarra con unos 3.000 infantes y 2 escuadrones con unos 200 lanceros; se dirigió a Asarta, en el valle de la Berrueza, donde esperó la llegada de las tropas del general cristino Manuel Lorenzo Oterino. Este contaba con 3.000 infantes, un escuadrón (100) y 2 piezas de artillería. Aunque las fuerzas eran equilibradas, el estado en que se hallaban los carlistas no era precisamente garante de un gran triunfo: “El armamento de toda esta fuerza era inútil en su mayor parte; la instrucción escasa o tal vez ninguna; y las municiones tan escasas, que por carecer los más de canana donde guardarlas, se les dio un paquete de 10 cartuchos en el momento de ir a comenzar el fuego. A ello se unía la ignorancia de buena parte de los oficiales y sargentos, cuyo mérito consistía en su valor personal y su fidelidad a la causa, pero no en sus conocimientos militares”.

Batalla de Nasar y Asarta (29 de noviembre de 1833). Movimientos de fuerzas.

El general cristino dividió sus fuerzas en dos columnas, una mandada por el propio Oterino contra Asarta y otra columna mandada por Marcelino Oráa contra Nazar, que era el flanco izquierdo carlista.

En Asarta los carlistas aguantaron el envite, pero pronto se quedaron sin munición. En Nazar Oráa atacó en dos columnas sobre Nazar defendida por 2 batallones alaveses y la caballería, provocando la retirada de la caballería y posteriormente la infantería después de tres cargas a la bayoneta.

Batalla de Nasar y Asarta (29 de noviembre de 1833). Vista de la batalla.

Obligado a retirarse como consecuencia de haber cedido el campo los batallones alaveses que componían su ala derecha, Zumalacárregui ordenó la retirada, dejando el campo a los cristinos. Los carlistas, aunque fueron derrotados, obtuvieron una gran victoria moral, pues habían logrado batirse de igual a igual con las tropas cristinas. Así, en vez de las deserciones normales tras una derrota, las filas se engrosaron con nuevos voluntarios, y no faltaron oficiales cristinos que abandonaron sus regimientos y se unieron a Zumalacárregui. Los carlistas tuvieron 50 bajas frente a las 300 de los cristinos.

Tras la batalla, Zumalacárregui dio a sus tropas un par de días de descanso en la Améscoa, valle situado a 3 leguas de Estella y Salvatierra y 6 de Vitoria. De accesos escasos y fácilmente defendibles, capaz de sostener con su ganadería y agricultura a las tropas que en él se refugiaran, Améscoa se convirtió en la guarida favorita de Zumalacárregui. Por su parte, el general Lorenzo Oterino concibió el plan de fortificar la línea del Arga y reducir así el campo de acción de los carlistas, cometido que acometió de inmediato. Impotente para impedir sus trabajos, Zumalacárregui optó por marchar con sus hombres hacia el norte de Navarra, con el propósito de controlar la franja de terreno comprendida entre Pamplona y la frontera.

Los habitantes de Aézcoa, Salazar y Roncal, principales valles de esta zona, figuraban como los más liberales de Navarra, y cuando las autoridades liberales procedieron a recoger cuantas armas había dispersas, no solo les dejaron las que ya tenían, sino que les proporcionaron otras nuevas para que pudieran hacer frente a los carlistas. La resistencia no pasó de una descarga efectuada a distancia más que prudente y rápidamente corrieron a refugiarse en los bosques.

Deseando ganarlos para su causa, Zumalacárregui mandó decirles que podrían regresar en la seguridad de que no sufrirían ningún daño, y no solo no les hizo ninguna petición extraordinaria, sino que les ofreció numerosos banquetes y copiosos brindis. Los efectos de esa política no pudieron ser más saludables, consiguiéndose un cambio “tan completo que casi se podría llamar milagroso”.

Menos problemas hubo, efectivamente, en Salazar y Roncal, donde los habitantes entregaron las armas con la mejor voluntad, huyendo a Francia los más comprometidos.

Terminada su misión en los valles pirenaicos, Zumalacárregui descendió hasta Lumbier, punto desde el cual no solo amenazaba el Arga, sino también Aragón, por lo que de inmediato se dirigieron a su encuentro las columnas de Oráa y Lorenzo. Una hábil división de sus fuerzas hizo que los cristinos no descubrieran las auténticas intenciones de Zumalacárregui, y mientras perseguían a los batallones de sus subordinados, el general de don Carlos se dirigió hacia la fábrica de Orbaiceta, cuyo comandante capituló de inmediato. Un cañón, más de 50.000 cartuchos y 200 excelentes fusiles fueron el botín de esta incursión.

El revés fue lo suficientemente considerable como para llamar la atención de Valdés, que pasó a Navarra a fin de dirigir personalmente las operaciones. Al frente de cinco a seis mil hombres emprendió la búsqueda de Zumalacárregui, que le presentó batalla en La Huesa, y al que consiguió desalojar de sus posiciones sin que esto, como era habitual, supusiera el menor descalabro de las tropas carlistas. El 18 de febrero, una sorpresa nocturna sobre las tropas de Marcelio Oráa, acantonadas en Urdaniz y Zubiri, sirvió para aumentar su prestigio.

Operaciones de Quesada

Vicente Quesada fue nombrado general en jefe del Ejército del Norte; previamente había sido nombrado por la regente María Cristina comandante general de la Guardia Real de infantería. Tras mantener una entrevista con Valdés en Logroño, e informarse detalladamente de la situación, Quesada tomó posesión del mando el 22 de febrero de 1834.

Quesada, uno de los jefes realistas que más se había distinguido en la campaña anticonstitucional, y a cuyas órdenes habían servido buena parte de los jefes carlistas (Zumalacárregui, Sarasa, Gómez, Goñi, etc.), decidió utilizar la influencia que suponía tener entre los mismos para llegar a una solución negociada. Las conversaciones, que se habían iniciado cuando era todavía capitán general de Castilla, se vieron potenciadas con su nuevo cargo. Contaba con la colaboración de Miguel Zumalacárregui, liberal desde la época de las cortes de Cádiz, y a cuyo nombramiento como regente de la audiencia de Burgos no fue ajeno el deseo del gobierno de utilizar el influjo que pudiera ejercer sobre su hermano.

A fin de que los jefes carlistas pudieran reunirse y estudiar las proposiciones que se les hacían, que no eran sino las de garantizar su vida y libertad, se acordó una tregua que fue aprovechada por Zumalacárregui para dar descanso a sus hombres. El 7 de marzo, un día antes de iniciar la reunión en que debían tratarse oficialmente los ofrecimientos de Quesada, Zumalacárregui escribió a este haciéndole saber que estaba decidido a vencer o morir en defensa de los “sagrados y legítimos derechos del rey Carlos V de España y VIII de Navarra”.

Sin embargo, tal y como estaba previsto, el día 8 celebró la junta convenida, y sin dar el menor indicio de cuál había sido su resolución, pidió a los presentes que expusieran sus puntos de vista. Zaratiegui, rompiendo el silencio que siguió a estas palabras, pronunció un vibrante discurso sobre la necesidad de continuar la guerra hasta conseguir el triunfo de don Carlos. Su ejemplo fue secundado por todos los presentes, concluyendo así el primero de los múltiples intentos de parlamentar habidos a lo largo de la contienda.

Entrevista de don Carlos con Zumalacárregui y su Estado Mayor el 8 de marzo de 1834.
Entrevista de don Carlos con Zumalacárregui el 8 de marzo de 1834.

La respuesta de Quesada no pudo ser más contundente, pues el 11 de marzo publicaba un bando que presagiaba el carácter que desde entonces iba a tener la lucha. En él exigía listas de quienes sin licencia estuvieran ausentes de sus pueblos; se prevenía el embargo de los bienes de los que se hubieran unido a la facción o lo hicieran a partir de entonces. A los priores de los conventos les pidió lista de los frailes que hubieran abandonado los mismos sin el correspondiente permiso, y de los que inspirasen desconfianza, a fin de trasladarlos a otros conventos, amenazando con cerrar aquel del que se marcharan algunos individuos a la facción.

Hizo saber a los ayuntamientos que todas las cantidades que facilitasen al enemigo no les serían tenidas en cuenta, y deberían proporcionárselas de nuevo al ejército de la Reina. Los pueblos que diesen raciones a los realistas sin encontrarse en un radio de tres leguas de la zona por ellos ocupada deberían pagar por cada una de ellas dos reales destinados al servicio de las tropas cristinas. Se amenazaba con desterrar a Ultramar y el canal de Castilla a los justicias que diesen aviso a los carlistas, imponiéndose la pena de muerte por diversas causas y obligando a que los eclesiásticos que hubiesen entregado alguna cantidad al enemigo entregasen el doble a los liberales.

El 16 de marzo, antes de que Quesada iniciase su campaña, Zumalacárregui trató de sorprender la ciudad de Vitoria, pero rehecha pronto la guarnición, se vio obligado a retirarse, dejando tras de sí varios prisioneros, algunos de los cuales fueron fusilados aquella misma noche. Derrotada por Eraso una columna de “peseteros” que acudía en socorro de la ciudad, 118 de los mismos fueron fusilados al día siguiente en Heredia, aplicándose así por primera vez la ley de represalias promulgada por don Carlos el 24 de enero, y en cuyo artículo 2 se decía textualmente: «Los generales, jefes, oficiales y demás individuos pertenecientes al ejército de esa reina viuda, que sean hechos prisioneros…serán tratados del mismo modo y con igual rigor con que lo son en tales casos los que componen las divisiones y partidas, y demás que defienden mi legítima causa».

Poco afortunado fue el comienzo de las actividades bélicas de Quesada, pues el 29 de marzo Zumalacárregui derrotaba a Lorenzo en la batalla de Abárzuza, persiguiéndole hasta las mismas puertas de Estella. El 9 de abril, en una arriesgada expedición, Zumalacárregui atravesaba el Ebro y penetraba en Calahorra, logrando escapar a la vuelta del acoso de tres fuertes columnas liberales, dirigidas por Oráa, Lorenzo y Quesada.

El 22 de abril, en Alsasua, entraron las tropas de Zumalacárregui y Quesada, no siendo la suerte propicia al jefe cristino, que tuvo que retirarse con grandes pérdidas, no sufriendo mayor descalabro por el brillante comportamiento de su retaguardia, dirigida por un hijo del conde de La Bisbal. El fusilamiento de este jefe y los oficiales que le acompañaban, hechos prisioneros por Zumalacárregui, supuso un nuevo aumento en la espiral de violencia, y aunque los carlistas dejaron libres a los liberales heridos a fin de que pudieran reponerse en Pamplona, Quesada respondió fusilando a aquellos prisioneros que por su gravedad no podía transportar.

Una incursión de Quesada en el valle de Améscoa concluyó a finales de abril con un ataque nocturno sobre sus cantones, llegando los carlistas hasta la casa que ocupaba, si bien la reacción de sus tropas pudo restablecer la situación. Aunque los resultados de este ataque sobre Muez no fueron excesivamente brillantes, no dejaron de producir ventajas a la causa carlista, “pues las tropas cristinas, que donde quiera que las cogiese la noche, se preparaban como para recibir un asalto, cruzando maderos en las calles, atrancando las puertas y colocando un centinela en cada ventana con otras precauciones extraordinarias que, añadidas a la jornada y operaciones del día, agotaban las fuerzas físicas de los soldados, de los cuales se llenaban después los hospitales”.

Los hechos de Zumalacárregui eran lo suficientemente llamativos como para atraer la atención del gobierno, que, a pesar de las quejas de los jefes que como Espartero actuaban en otras provincias, concentró la mayor parte de las tropas disponibles sobre Navarra, dando así lugar a que los carlistas atacaran puntos como Guetaria, Valmaseda, Mercadillo, Plencia y Lequeitio, donde capturaban armas, municiones y soldados que no era extraño se uniesen a sus filas.

Ante el poco provecho de las operaciones militares, Quesada trató de dar un golpe de efecto apoderándose de la Junta de Navarra, que establecida en el Baztán se encargaba de proporcionar a los carlistas las armas y suministros que podía procurarse. Advertida a tiempo, la Junta consiguió evadirse sin grandes contratiempos, y Quesada, hostigado por Zumalacárregui, trató de eludir el combate que este le presentaba. Finalmente, tras haberse visto obligado a dirigirse a Tolosa y Vitoria, optó por llamar en su apoyo las divisiones de Linares y Villacampa, situadas en Pamplona, tratando de coger entre dos fuegos a las tropas carlistas.

Zumalacárregui ordenó a Iturralde que entretuviera a Quesada entre Alsasua e Iturmendi, mientras él acometía en la venta de Gulina a los generales Linares y Villacampa que habían salido de Pamplona. Zumalacárregui presentó batalla no retirándose hasta haber agotado sus municiones.

La batalla fue sangrienta, con alrededor de 1.200 bajas en total entre ambos bandos. Cuando llegó Quesada y vio la caravana de heridos, en lugar de perseguir a Zumalacárregui, optó por encerrarse en la plaza. Puede considerarse como la más sangrienta batalla que hasta entonces había visto la guerra. Los partes de guerra daban 104 bajas carlistas y 800 cristinas.

Operaciones de Rodil

La derrota definitiva de don Miguel en Portugal, y los hechos subsiguientes, dejaron libre de ocupaciones al ejército de observación, que al mando de José Ramón Rodil y Gayoso se dirigió al Norte dispuesto a terminar con la contienda. Para hacerle frente, los carlistas contaban con 5.000 y 200 jinetes en Navarra, 1.800 infantes en Guipúzcoa, 2.000 más en Álava y unos 7.000 en Vizcaya, pero las tropas de este país, a las órdenes de Zabala, operaban de forma bastante independiente. Según Zumalacarregui, las fuerzas de esta última provincia, como consecuencia de la ignorancia de sus jefes, se encontraban pésimamente equipadas, carecían incluso de zapatos, y se hallaban en la más completa desorganización.

El 8 de julio de 1834, Rodil, que acababa de llegar de Portugal al frente de más de 10.000 hombres, se hizo cargo de las fuerzas del Ejército del Norte. Un día más tarde ofreció un indulto a los soldados carlistas, amenazándoles con lo que podría ocurrir si se obstinaban en mantener la lucha.

No ocultó Zumalacárregui a sus hombres la gravedad de su situación, y cuando a los batallones formados en Salinas de Oro se les preguntó por el oficial que leía la proclama: “Al ver tan numeroso ejército, voluntarios, ¿os acobardaréis?” El unánime “NO” que salió de las filas fue la mejor prueba de que estaban dispuestos para el combate.

El 1 de julio, mientras los más estrechos colaboradores de don Carlos fingían que este se hallaba gravemente enfermo, partieron desde Inglaterra hacia Francia. El 9 del mismo mes, tras un viaje relativamente tranquilo, cruzaban la frontera española y penetraban en la zona controlada por sus partidarios, no dándose a conocer públicamente su llegada hasta el 12 de julio, cuando se le presentó Zumalacárregui.

Con él no llegaron grandes recursos, pero el impacto moral que produjo sobre las fuerzas carlistas, al unirse a ellas en un momento tan crítico, fue muy importante; estaba claro que la causa ganaba en credibilidad ante los demás países europeos, y también ante la mayoría de los españoles. Ya no se trataba de unas cuantas partidas rebeldes, sino de una opción dinástica e ideológica con la que ninguno de sus partidarios podía rehuir el compromiso; pues a su frente se había puesto el propio rey, y a partir de este momento aparecieron en el Norte generales, consejeros de Estado, magistrados y empleados de la administración civil.

Siguiendo en cierta medida el sistema de guerra que hasta la fecha había practicado Quesada, Rodil optó por tratar de ocupar militarmente el territorio vasco-navarro, aprovechándose para ello del gran número de tropas que tenía a sus órdenes. La idea era mantener abundantes guarniciones, que darían cobijo a las columnas de persecución enviadas tras los facciosos, cuya zona de actividades trató de comprimir, ordenando el establecimiento de una línea militar desde Pamplona a Vitoria, semejante a la que ya existía de Logroño a Pamplona.

Se trataba de dividir las fuerzas en columnas de unos 4.000 hombres, capaces de perseguir a los carlistas aunque estos reunieran todas sus fuerzas. Cada unidad se compondría de dos brigadas de 2.000 hombres, 2 piezas de artillería y 30 caballos, tratándose de conseguir la mayor movilidad posible.

Tras proteger la construcción de las nuevas fortificaciones y hacer un recorrido por la Amézcoa, en que fue hostilizado por las tropas carlistas, Rodil encargó a varios de sus generales la persecución de Zumalacárregui y emprendió él la de don Carlos con el resto de sus fuerzas, esperando que su captura permitiera poner fin a la guerra. La idea no dejaba de ser acertada, pues el Pretendiente se había convertido en el “objetivo principal” de la campaña.

El apoyo de los pueblos y el profundo conocimiento de la geografía vasco-navarra que tenían sus escasos acompañantes hicieron que don Carlos, a pesar de verse en las situaciones más comprometidas, pudiera sortear la persecución de que era objeto. Los 12.000 hombres de que disponía Rodil fueron pronto agotados en marchas y contramarchas, y el sistema incendiario seguido por sus tropas no sirvió más que para exacerbar la ira del país, que vio cómo se incendiaba el monasterio de Nuestra Señora de Aránzazu el 18 de agosto, llevando presos a los componentes de la comunidad franciscana; del incendio se culpó a los “peseteros”.

Las dificultades de Zumalacarregui eran cada vez mayores. No solo iban tras él las columnas mandadas por Oráa y Figueras, sino que una tercera, establecida en Estella, se situaba diariamente según las órdenes de estos, buscando una combinación que obligara a combatir al carlista. El atrevido golpe de mano que puso en sus manos los equipajes de Figueras no disminuía la gravedad de la coyuntura, pese a lo cual logró mantenerse en las Amézcoas.

Batalla de Viana (4 de septiembre de 1834)

El 19 de agosto, escurriéndose entre sus perseguidores, Zumalacarregui consiguió colocarse en el camino de regreso de la columna que al mando del barón de Carandolet había salido aquella mañana de Estella. En las Peñas de San Fausto los carlistas cayeron de improviso sobre unas tropas que, fiadas en su superioridad y en la proximidad de su guarnición, no habían tomado las más mínimas precauciones. Aparte de numerosos efectos, se capturaron las claves utilizadas por el ejército liberal, pudiendo así descifrarse numerosas comunicaciones enemigas, pues tardaron bastante en cambiarlas.

Batalla de Viana (4 de septiembre de 1834). Movimientos de fuerzas.

No acompañó la suerte a Carondelet en esta campaña, pues cuando días más tarde se hallaba en Viana con un BI y 3 ECs de cazadores de la Guardia, Almansa y Calatrava, con un total de 400 caballos, fue de nuevo sorprendido. Tras la acometida inicial, Carondelet logró formar sus tropas en las afueras, y formó en orden de batalla confiando en la superioridad de su caballería, que duplicaba en número a la oponente, cuya calidad técnica consideraba inferior. No obstante, los lanceros de Navarra, conducidos por el propio Zumalacárregui, obtuvieron aquí un triunfo que decidió a Rodil a difundir el uso de la lanza entre los jinetes de su ejército.

Batalla de Viana (4 de septiembre de 1834). Carga de la caballería carlista. Autor Augusto Ferrer Dalmau.
Carga de Zumalacárregui. Autor Augusto Ferrer Dalmau.

En el otoño de 1834, Zumalacárregui disponía de 21 BIs, 4 ECs. y 3 cañones, repartidos en: Navarra bajo su mando directo: 6 BIs (3 más en instrucción), 2 compañías de guías y 3 ECs; en Guipúzcoa, al mando de Guibelalde, 3 BIs; en Vizcaya, al mando de Gómez, 7 BIs y un EC; en Álava, al mando de Villarreal, 3 BIs; y al mando de Sopelana, 2 BIs.

Operaciones de Osma

El 22 de septiembre, el gobierno dividió el ejército del Norte en uno de Navarra y otro de las provincias Vascongadas, el primero de los cuales quedó al mando de Francisco Espoz y Mina y el segundo a las órdenes del general Joaquín Osma. Ni que decir tiene la expectación que el nombramiento del primero causó en su patria natal, donde tanto se había distinguido durante la Guerra de la Independencia.

Zumalacárregui planeó la toma del fuerte de Echarri, que proporcionaría a los carlistas armas y municiones, de los que siempre estaba escaso. Un oficial del ejército liberal se puso en contacto con Zumalacárregui para comunicarle que tenía los medios para poner en sus manos este importante reducto. El plan consistía en aprovechar una de las noches en que estaba de servicio para abrir las puertas y permitir así la entrada de los carlistas. Así se hizo, pero los soldados que marchaban en cabeza de la columna de asalto no estuvieron a la altura de las circunstancias, y dieron tiempo a que las puertas fueran de nuevo cerradas. El fusilamiento de un par de hombres sirvió para restablecer la disciplina.

Zumalacárregui recibió información el 20 de octubre de que un convoy de armas viajaba desde Burgos a Logroño y que utilizaría el cercano camino real a medida que se acercaba al Ebro. El convoy que conducía 2.000 fusiles escoltados por los húsares de la Princesa. El carlista intentó perseguir al convoy el 21 de octubre con 4 BIs y 3 ECs y cruzó el Ebro por Tronconegro, pero el convoy ya había pasado. Zumalacárregui marchó rápidamente en su persecución, pero fue detenido en Cenicero por la milicia urbana que apoyaba a los liberales y que estaba estacionada en la iglesia de Cenicero. Zumalacárregui se vio obligado a rodear la ciudad y su caballería logró alcanzar al convoy, que estaba a la vista de Logroño. Su caballería cargó y puso en fuga a los húsares, y el convoy fue capturado por los carlistas.

Batalla de Alegría de Álava (27 de octubre de 1834)

El 21 de octubre, los liberales de Vitoria recibieron noticias de la incursión de Zumalacárregui, y Osma ordenó a O’Doyle que marchara sobre el Ebro con su división (BI-I y BI-II de la Reina, RI-1 de África, RC-1 y RC-2 de carabineros, y BI de Bujalante), unos 3.000 efectivos. Las órdenes que O’Doyle recibió de Osma eran de que debía marchar hacia el Ebro por Peñacerrada para cortar la retirada a Zumalacárregui. De no encontrar a Zumalacárregui, debería llegar a Maeztu , cruzar la sierra de Andía y bajar a la llanura, volver a Vitoria por Alegría de Álava.

Cuando llegó O’Doyle a Peñacerrada el día 22 por la tarde, se enteró de que los carlistas ya se encuentran otra vez al norte del Ebro, por lo que marchó al día siguiente por el valle del río Ega, pernoctó en Lagrán y llegó el 24 de octubre a Maeztu. Dejó descansar un día a su tropa que, además de estar muy cansada por la caminata, estaba a falta de víveres. Al día siguiente, día 26, salió de Maeztu, cruzó la sierra de Andía y, tras recorrer 22 kilómetros, llegó a mediodía a Alegría de Álava.

Llegado allí, se encontró con una orden de Osma en la que se le manda dispersar inmediatamente su división, según la cual debía permanecer en Alegría de Álava únicamente con el BI-I de la Reina, el BI-I/1 de África, las dos piezas de montaña y una sección de caballería. Las restantes fuerzas se debían acantonar aquella misma tarde en Guevara, Arroyabe y Ullíbarri-Gamboa, localidades distantes 6, 12 y 13 kilómetros al norte de Alegría de Álava.​

A O’Doyle le parecía una imprudencia dispersar la división y consultó la orden recibida con sus jefes de regimiento, los cuales tampoco la consideraban acertada. Pero obedecieron y abandonaron seguidamente Alegría de Álava, dirigiéndose a las localidades que les han sido asignadas. O’Doyle redactó una carta dirigida a Osma, mostrando su disconformidad.

Zumalacárregui se encontraba en el valle de La Berrueza, a 48 kilómetros al sur de Alegría de Álava, teniendo muy cerca, en Los Arcos, la división de Lorenzo que esperaba la llegada desde Cirauqui de la división de Marcelino Oráa para atacar juntos al carlista. Los aduaneros carlistas de Zumalacárregui observaban los movimientos de las tropas enemigas y, empleando los resistentes corredores montañeses, el jefe carlista estaba siempre muy bien informado.

Los que están observando la división de O’Doyle, al ver que parte de esta tropa abandonaba Alegría de Álava, enviaron la noticia a Zumalacárregui, que la recibió a última hora de la tarde. El jefe carlista no tenía fuerzas suficientes para enfrentarse con una división, pero sí con un par de batallones. Decidió desplazarse a la llanura de Álava y buscar la ocasión de chocar con alguna de las columnas de la división dispersada. Al anochecer, dejó unos pocos hombres para que mantuvieran vivas las fogatas de los campamentos y abandonó con el mayor sigilo el valle, llevando sus batallones a dormir a Campezo, Zúñiga y Orbiso. Entonces se encontraba tan solo a 35 kilómetros de Alegría de Álava, mientras que Lorenzo, engañado por los vivos fuegos encendidos en La Berrueza, le suponía durmiendo en ese valle.

El día 27, se presentó Osma a primera hora en Alegría de Álava y explicó a O’Doyle los motivos por los que había ordenado la dispersión. Se debía a que tenía noticias de que el pretendiente Carlos se encontraba en Oñate, a unos 25 kilómetros al norte de donde se había acantonado la división dispersada. La división de O’Doyle, convertida en cuatro columnas, saldría aquella misma tarde de sus acantonamientos hacia el norte, marchando durante la noche, llegando al amanecer a Oñate por diferentes caminos y apresando allí al Pretendiente.

Las circunstancias se pusieron a favor de Zumalacárregui, ya que cuando se dirigía hacia Chinchetru se cruzó con el gobernador de Salvatierra, que había salido hacia Vitoria llevando una partida de prisioneros. Eran las cuatro de la tarde; la tropa de O’Doyle comenzaba a salir de Alegría de Álava hacia el norte cuando llegó hasta allí el sonido del tiroteo de Chinchetru que Zumalacárregui hizo incrementar aún más con varias descargas al aire. Luego se ocultó en el bosque al norte del pueblo.

Por la mañana se había puesto en marcha el ejército carlista. Zumalacárregui había dividido su tropa en dos columnas; una al mando de Manuel Iturralde, que comprende los BIs III, IV y VI, y el BI-II de Guipúzcoa tenía que remontar la sierra por el puerto de Saseta. La otra, dirigida por él mismo y compuesta por el BI de Guías de Navarra, BI-I de Navarra, BI-III de Álava y el RC de lanceros de Navarra, lo haría por el puerto de Ulibarri.

Por el camino, los carlistas fueron recogiendo a toda persona que encontraban, bien caminando, bien trabajando en el campo, y los hicieron marchar con ellos o los dejaron encerrados en un corral alejado del camino, con un par de soldados de guardia; haciendo así nula la posibilidad de que la noticia de su marcha llegase demasiado pronto a conocimiento del enemigo.

El jefe carlista estaba informado de que Lorenzo no se ha enterado de su marcha y seguía en Los Arcos, por lo que no temía verse perseguido por él.​ Había forjado su plan: atacaría con unos pocos soldados la localidad de Salvatierra, situada a diez kilómetros al este de Alegría de Álava; él se escondería a mitad de camino en el bosque de Chinchetru, esperando allí a O’Doyle. Suponía que este interrumpiría su marcha hacia el norte y se dirigiría hacia el este a poner orden en Salvatierra, a la que consideraría atacada solo por una de las pequeñas partidas carlistas que actuaban en la llanura alavesa. Iturralde bajaría de Saseta, se escondería en las laderas boscosas al sur de Alegría de Álava y, tan pronto como O’Doyle saliese hacia Salvatierra, marcharía en paralelo y, una vez iniciado el enfrentamiento en Chinchetru por Zumalacárregui, se lanzaría por la derecha sobre la tropa cristina.

O’Doyle abandonó inmediatamente la dirección norte y dobló hacia el este, por los cerros, el camino más corto para llegar a Chinchetru. El camino por estos pequeños cerros en los que acaba la sierra de Andía en la llanura alavesa era malo, el terreno boscoso, nada apto para la marcha de un ejército regular. El tiempo de esa tarde era magnífico y los últimos rayos del sol incidían sobre las armas de las tropas cristinas y su reflejo en ellas permitía ver a Zumalacárregui desde el alto de Chinchetru, por dónde se acercaba el enemigo.

Hizo salir del bosque al BI de Guías de Navarra y lo formó en el llano que hay entre Chinchetru y los cerros por los que se acercaba el enemigo. La vanguardia isabelina, con la que iba a caballo O’Doyle, estaba formada por compañías de cazadores, que marchaban más rápidos que el grueso. Al salir del bosque se encontraron a la BI de Guías. Vencido el estupor inicial, ya que O’Doyle no pensaba encontrarse con el jefe carlista en la llanura alavesa, puesto que Osma le había informado que en la llanura alavesa «…sólo había una pequeña partida mandada por un tal Dionisio que corría en las inmediaciones de Salvatierra», dio orden de iniciar el combate, pero los cazadores cristinos fueron arrollados rápidamente por los Guías de Navarra, antes de que hubieran llegado al escenario los dos batallones que marchan tras ellos.

Cuando llegaron estos y comenzaban a salir del bosque, Zumalacárregui hizo bajar al campo al resto de sus tropas y el combate se realiza con gran fuerza. Fue entonces cuando Iturralde también apareció, atacando la retaguardia y el flanco derecho de la columna enemiga.​ El desconcierto de O’Doyle fue total; las formaciones se rompieron, incapaces de actuar ordenadamente en aquel espacio tan reducido, y agotadas las primeras cargas de fusil, no sabían defenderse al ser atacados a la bayoneta y fueron rindiendose.

El ruido del enfrentamiento llegó hasta las localidades en las que se encontraban acantonadas las restantes fuerzas de la división de O’Doyle y se pusieron en camino hacia Chinchetru. Pero pronto se encontraron con soldados cristinos que huían de la masacre y, cuando estos les relataron que la columna a la que pertenecen había sido destrozada, decidieron dirigirse a Vitoria, ciudad a la que llegaron entrada la noche.

También durante esta noche, en los bosques entre Chinchetru y Alegría de Álava, los carlistas buscaron y encontraron a soldados cristinos escondidos y, como querían seguir cazando, no podían llevar consigo los prisioneros, dando muerte a los que capturaban.

Los carlistas capturaron las dos piezas de artillería de montaña con sus correspondientes municiones y la bandera coronela del regimiento de África. O’Doyle y otros oficiales se habían rendido y al día siguiente fueron fusilados.

Unos 250 soldados cristinos con sus jefes se habían mantenido unidos y en rápida marcha consiguieron llegar a Arrieta, a tres kilómetros del lugar del combate, y se encerraron en la iglesia donde resistieron durante la noche el acoso de los carlistas que les habían perseguido. Su desesperada resistencia dio lugar a que Osma, al frente de 4.000 soldados, marchara en su ayuda.

Acción de la venta de Echavarri (28 de octubre de 1834)

Las tropas de Osma salieron por la mañana de Vitoria por el camino real hacia el Este; a las dos de la tarde llegaron al alto de Quilchano y vieron al enemigo formado transversalmente en la hondonada, a la altura de Arrieta. Sus fuerzas estaban formadas por el RI-2 de la Reina, BIL-I y BIL-II de carabineros, BI de Bujalance, BI de San Fernando, 2×8 piezas de artillería y un EC (100).

Los dos BILs de carabineros y una compañía del BI de Bujalance bajaron al valle. Una vez cruzado el puente, el BIL-I de carabineros, al mando de Martín Iriarte, y la compañía de cazadores del BI Bujalance se encaramaron a los cerros de Dallo más próximos, creando la izquierda del frente cristino. El BIL-II de carabineros y el EC quedaron en el fondo del valle, siendo la derecha. En el cerro que está sobre la venta, al oeste de la cañada que da al Zadorra, se colocó medio BI de la Reina y a la entrada de esta brecha una compañía del de Bujalance con 50 de su caballería para cubrir la izquierda. En la cuesta queda como reserva el otro medio BI de la Reina con 50 de caballería, el BI Salamanca y el resto del BI de Bujalance. El BI de San Fernando queda en lo alto de la depresión, a la derecha. Un cañón se montó en la cuesta y el otro cerca del puente.

La formación cristina era puramente defensiva, sin centro, en clara oposición con su objetivo de avanzar hasta Arrieta. Osma creía que Zumalacárregui, tras el éxito que obtuvo el día anterior, se decidiría a atacarle, avanzando por la hondonada. Lo dejaría llegar y, cuando estuviera al alcance de su artillería, lo sometería a un bombardeo que desharía su formación. Las tropas liberales situadas en el valle iniciarán entonces la persecución hasta llegar a Arrieta.

Zumalacárregui, comprendiendo las intenciones de las tropas liberales y conociendo el terreno, avanzó con sus tropas por el valle, pero antes de que estuvieran al alcance de la artillería liberal, envió rápidamente a la mayoría de sus tropas hacia el norte y hacia las colinas de Dallo. Una vez en la cima, los carlistas pudieron avanzar rápidamente, ya que las laderas del Dallo por el norte eran suaves, y se acercaron a las tropas liberales en la cima de la colina. Osma había estacionado allí pocas tropas y parece que desconocía el terreno, creyendo que la cara norte de las colinas tenía la misma formación que las del sur, y que las tropas cristinas podrían defenderse fácilmente allí contra un enemigo numéricamente superior, como si estuvieran detrás de una verdadera muralla.

Los cristinos en las cimas de las colinas no pudieron resistir el ataque del BI-II y BI-III de Navarra, y abandonaron sus posiciones, descendiendo hacia el puente. Los carlistas, que ocupaban las crestas, continuaron avanzando por la vertiente norte, y alcanzaron la abertura y avanzaron hacia el puente.

Osma, en la cima, no tenía una visión clara de lo que sucedía en su flanco izquierdo, pero al ver a sus tropas descender de las cimas, envió como refuerzos al puente a su reserva, el resto del BI de Bujalance y la mitad del BI de la Reina. Pero las tropas carlistas también llegaban por el camino real al mismo lugar. Con un BI de Guías de Navarra a la vanguardia carlista, los carlistas cruzaron el puente y asaltaron la cima sobre la Venta de Echavarri, defendida por la mitad del BI-II/2 de la Reina.

Una vez que las tropas liberales del flanco derecho formadas en la depresión entraron en combate, el flanco izquierdo quedó rodeado por los carlistas y comenzaron a dispersarse. Desatendiendo el fuego enemigo, los carlistas avanzaron, y habiendo pasado los Guías de Navarra un puente a la distancia de medio tiro de mosquete, los liberales giraron hacia la izquierda.

El flanco derecho también comenzó a romper la formación y dispersarse, escapando de la depresión y sufriendo bajas infligidas por los carlistas. Parecía que se produciría una matanza como la ocurrida en Alegría de Álava, pero Zumalacárregui ordenó a sus tropas dar cuartel a los que se rindieran. La batalla había durado apenas una hora. Los carlistas despejaron el cerro, y cuando la batalla terminó, comenzó una persecución, y por el camino real, los liberales huyeron en completo desorden y fueron perseguidos hasta las mismas puertas de Vitoria. Los carlistas capturaron 3.000 mosquetes como botín de guerra.

Mientras tanto, las tropas liberales atrapadas en Arrieta habían presenciado toda la batalla desde la torre de la iglesia. La niebla descendió sobre la ciudad y a medianoche, a bayonetazos, mataron a los pocos carlistas que habían intentado impedir su huida. Llegaron a Maetzu, donde había una fuerza cristina. El 1 de noviembre de 1834 llegaron a Vitoria sin incidentes.

El ejército liberal se encontraba desorganizado y las tropas liberales de Pamplona apenas tenían leña para cocinar sus comidas. Las dos divisiones liberales de Navarra se retiraron a la línea Puentelarreina – Pamplona, ​​lo que dio a Zumalacárregui una oportunidad de oro para lanzar un ataque a las zonas ricas de Navarra.

El general carlista avanzaría por Los Arcos, Sesma, Miranda de Arga, Peralta, Villafranca, cruzaría los ríos Arga y Aragón y, cerca del monasterio de La Oliva y Sangüesa, regresaría a los Pirineos, cruzaría nuevamente el Arga al norte de Pamplona ​​y finalmente se instalaría en La Berrueza. Regresaría con una serie de suministros, ropa, dinero y nuevas tropas. La moral de los carlistas estaba muy alta y decidieron luchar contra las tropas liberales en una batalla formal (en lugar de con tácticas de guerrilla). Esto sucedería el 14 de diciembre de 1834, en la batalla de Mendaza, que sería una derrota carlista.

Operaciones de Córdoba

Batalla de Mendaza (12 de diciembre de 1834)

Después de reunir en Los Arcos (Navarra) una fuerza de 17 BIs, 6 ECs con 800 caballos y 14 cañones, el general Luis Fernández de Córdoba tomó la iniciativa de atacar a Zumalacárregui, que se encontraba en el valle de Berrueza con 13 BIs y 4 ECs de lanceros con 500 caballos y 2 piezas de artillería.

Zumalacárregui desplegó antes del amanecer sus fuerzas en el valle de La Berrueza entre Mendaza y Asarta, orientándolas hacia el sur, con el flanco izquierdo en Mendaza y el derecho en Asarta. En el hondón del valle se encontraba su centro. Este hondón y gran parte de las laderas se componían de pequeñas piezas de tierra cultivadas, todas ellas rodeadas por muros de lajas de piedra apilada. Su cuartel lo montó en el despoblado de Desiñana.

Zumalacárregui tenía previsto desarrollar la batalla según el clásico modelo de Aníbal en la batalla de Cannas: aceptaría el encuentro en su centro, que de forma escalonada comenzaría a retirarse en dirección norte, haciendo que el enemigo avanzase por el hondón del valle, metiéndose por la boca de una «U». Llegada esta situación, los flancos, especialmente reforzado el izquierdo por las fuerzas complementarias que había ocultado durante la noche en el bosque de encinas de la montaña de Dos Hermanas que se levanta tras Mendaza, se lanzarían desde los flancos y cuesta abajo sobre los cristinos.

El jefe carlista dispuso sus fuerzas en:

  • Flanco derecho: 4 batallones experimentados al oeste de Asarta (BI-I, BI-IV y BI-X de Navarra; y BI de Guipúzcoa), semiocultos tras una elevación montañosa al oeste de Asarta.
  • Centro se extendería en el llano entre Asarta y Mendaza; estaba al mando de Bruno Villareal y disponía de 4 batallones (BI-I, BI-II y BI-III de Álava y BI-III de Navarra).
  • Flanco izquierdo a las órdenes de Iturralde, contaba con 3 batallones (BI-I de Guipúzcoa, BI Guías de Navarra y BI-VI de Navarra); quedaría oculta por el roquedal de la Peña de Mendoza.
  • Reserva la caballería, detrás del centro; contaba con 4 ECs (EC-1, EC-2 y EC-3 de Navarra, y EC-3 de Castilla).

Era mediodía, por lo tanto, ya muy tarde, cuando el general cristino llegó con sus tropas al valle y desplegó sus tropas en 6 columnas. Envió 3 BIs por los caminos que ascienden por la sierra de Codés a Ubago, 6 escuadrones, con un BI y la artillería por el desfiladero pasando por Mues, la vanguardia de Oráa con 5 BIs por el camino de Soriada; detrás, los 8 BIs que eran el resto de la fuerza (BIL-II/3 de Gerona, RI provincial de Ávila, RI-15 de Extremadura, RI-9 de Soria, RI-12 Zaragoza, RG-2 de la Guardia Real Provincial).

En ese momento, Iturralde, que debía permanecer escondido en las alturas sobre Mendaza, realizó un movimiento inoportuno que fue detectado por el general Marcelino Oráa, que mandaba la división de Vanguardia. Era un buen militar, con mucha experiencia que se remontaba a los tiempos en los que estuvo a las órdenes de Espoz y Mina durante la Guerra de la Independencia Española. Además, era navarro y conocía muy bien el valle, así como la astucia de Zumalacárregui. Envió una columna (RG-1 de la Guardia Real Provincial y Cía cazadores del BI-II/4 Princesa) para fijar a Iturralde, mientras que él 3 Bóns (BIL tiradores de Isabel II, BI-II/4 Princesa y BIL-I/3 de Gerona) envolvía por Piedramillera y atacaba de flanco.

Batalla de Mendaza (12 de diciembre de 1834). Despliegue de fuerzas.

Ante la llegada de las fuerzas de Oráa contra su flanco, Iturralde ordenó al BI-6 de Navarra y al BI de Guías de Navarra para hacer frente a la amenaza, pero se encontraron con una fuerte descarga de fusilería y tuvieron que replegarse. Un ataque a la bayoneta calada les permitió recuperar a los heridos, pero la posición era insostenible. Las tropas de Iturralde empezaron a replegarse en desorden.

Para proteger el repliegue y aliviar la presión sobre Iturralde, que era atacado de frente y de flanco, Zumalacárregui ordenó al BI-III de Navarra que cargara, que cantando “el requeté” evitaron el desastre, permitiendo que sus compañeros se retirasen más ordenadamente. Viendo la presión a que estaba sometido el flanco izquierdo, Zumalacárregui ordenó a 3 BIs del flanco izquierdo (BI-I y BI-IV de Navarra, y BI de Guipúzcoa) y los otros 3 del centro (BI-I, BI-II y BI-III de Álava) atacar al flanco izquierdo cristino. Sin embargo, la tropa carlista tenía muy poca experiencia en maniobras y, junto con los accidentes del terreno, se desbarató al realizarla. No obstante, consiguieron arrollar a los cristinos que se opusieron, y estos tuvieron que replegarse a su segunda línea.

Córdoba atemorizado, ordenó a Oráa que bajara al llano y acudiera a auxiliarle, pero Oráa, sabedor de que la victoria dependía del flanco izquierdo carlista, se las arregló para ignorar la orden y sus tropas siguieron presionando a Iturralde.

Córdoba reunió sus reservas y alineó su artillería para recibir el ataque carlista; varias granadas cayeron en las filas carlistas y desordenaron el centro; los carlistas empezaban a retroceder. Zumalacárregui ordenó que cargase la caballería e incluso él se puso al frente en una de las cargas. La indecisión de López, jefe de la caballería cristina, impidió el desastre para los carlistas.

Batalla de Mendaza (12 de diciembre de 1834). Vista de la batalla. Autor Juan Alamillos.

Junto a Mendaza se combatía intensamente, y finalmente, perdida la oportunidad, Zumalacárregui desistió del ataque y ordenó la retirada por batallones, abandonando el campo a los cristinos, refugiándose en las laderas de los montes que encierran el valle, pasando por Acedo, Arquijas y Zúñiga, pasando al valle del río Ega.

Batalla de Mendaza (14 de diciembre de 1834). Retirada de las tropas carlistas.

El jefe carlista estuvo a punto de un percance al caer su caballo en una zanja, pero pudo unirse al BI-X de Navarra, único batallón que no había entrado en batalla.

Las bajas fueron de unos 700 cristinos y unos 550. Durante la gélida noche, sería mortal para los heridos carlistas.

Al día siguiente, los heridos cristinos fueron remitidos a Viana y Logroño en una columna al mando de Gurrea.

Zumalacárregui comprobó en la batalla de Mendaza que su ejército no estaba preparado para sostener una batalla en campo abierto. Por lo que decidió volverlo a emplear únicamente, aprovechando la orografía de esta parte de Navarra, para apostar sus tropas en las laderas boscosas y cargadas de rocas y atacar los flancos del enemigo cuando atravesaba los estrechos valles. Si Córdoba venía al Ega, le disputaría el paso en Arquijas, infligiéndole allí grandes daños, dada la naturaleza de este lugar. Si el enemigo conseguía imponerse en el paso, Zumalacárregui abandonaría inmediatamente la llanura y se dirigiría por el valle de Arana hacia las Améscoas.

El valle de Arana es un enorme bosque y allí, si Córdoba se empeñaba en perseguirle, lo volvería a castigar con un mínimo riesgo con su táctica guerrillera, disparándole, protegido por los árboles y la maleza. El jefe cristino, sin cosechar éxito alguno, se vería obligado, por falta de subsistencias y lo crudo de la estación, a replegarse, situando durante semanas sus tropas en las guarniciones isabelinas existentes en la línea Pamplona-Logroño. Así se presentaría para Zumalacárregui la ocasión de poder mandar durante unas semanas a un importante contingente de su tropa, dadas las cortas distancias que existían entre las Améscoas y los domicilios de sus soldados, a pasar las fiestas de Navidad en sus casas.

Primera batalla de Arquijas (15 de diciembre de 1834)

Informado Córdoba por sus exploradores de que Zumalacárregui se encontraba en la planicie de Santa Cruz de Campezo, Orbiso y Zúñiga, supuso que el jefe carlista le esperaba allí para enfrentarse a él en una nueva batalla. Por lo que proyectó un ambicioso movimiento de tropas:

  • Columna izquierda, al mando de Manuel Gurrea, que había partido para escoltar a los heridos de la batalla, saldría de Viana en dirección norte (actual NA-7230), remontaría la Sierra de Codés por el puerto de Aguilar de Codes, dirigiéndose a Santa Cruz de Campezo, y de allí a Zúñiga. Quedando frente a la derecha de la formación carlista, cerrando el paso por el oeste. Sus fuerzas serían de un batallón reforzado.
  • Columna principal al mando del propio Córdoba, marcharía desde Los Arcos hacia el norte, por el valle de La Berrueza y, llegando a Acedo, se dividiría, continuando Córdoba hacia el oeste con el grueso por la orilla derecha del río Ega, lo atravesaría por el puente de Arquijas, presentándose en la planicie donde suponía que le esperaba el enemigo. Su fuerza sería de 11 batallones y 5 escuadrones.
  • Columna derecha al mando de Marcelino Oráa, seguiría desde Acedo hacia el norte, pasaría el río Ega por el puente que existe para entrar al valle de Lana, penetraría en este valle, doblaría después hacia el oeste, pasaría al valle de Barabia y, saliendo de él, se encontraría en Zúñiga, en la espalda del enemigo. 6 batallones (BIL de tiradores de Isabel II, BG-I/1 y BG-II/1 de la Guardia Real Provincial, BI-II/4 de la Princesa, BI-I/9 de Soria y BI-II/9 de Soria), un escuadrón y dos baterías de montaña.

Estos movimientos darían como resultado que el ejército cristino convergería en la llanura sobre los carlistas, encerrándolos en una bolsa.

El amanecer del 15 de diciembre fue claro y frío; aún no había nevado y la tierra se encontraba seca, facilitando el paso.​ Pero la columna retrasó su salida más de dos horas, lo que confirma que Córdoba ignoraba las distancias que le separan de la llanura en la que le está esperando Zumalacárregui. Marchando hacia Acedo, a ambos lados del camino se extienden tierras de labor; los cerros boscosos quedan, con excepción de la garganta de Mues, lo suficientemente lejanos para no estar al alcance de tiro de fusil de los carlistas que podían estar en ellos emboscados. Pero las compañías de cazadores de los batallones cristinos marchaban por delante, flanqueando, y no encontraron ningún enemigo. La columna atravesó el valle de La Berrueza y descendió hacia el valle del Ega, llegando a Acedo. Llevaba recorridos 13 kilómetros.

Oráa disponía de 7 batallones, un escuadrón y dos baterías de montaña; siguió hacia el norte, camino del valle de Lana; las tierras a ambos lados del camino no eran de labor, sino que a veces se acercan al camino pequeños cerros cubiertos con la espesa vegetación característica de esta zona de Navarra, compuesta por robles y encinas carrascas.

La columna llegó al río Ega, cruzó el puente y entró en la garganta rocosa (barranco de Galbarra) sinuosa, tras la que llegó al pueblo de Galbarra. Un batallón carlista apostado en esas rocas habría conseguido bloquear el paso de Oráa al valle durante horas. Pero el camino estaba libre y, una vez franqueado, se abría el asombroso paisaje del valle de Lana: es como un cráter oblongo de 6 kilómetros de extensión este-oeste y dos de norte-sur incrustado en la sierra de Lóquiz. Las crestas son rocosas y las laderas, cubiertas con frondosa vegetación, caen con gran pendiente al valle. Lo apartado del valle, la dificultad de llegar a él, hizo que Zumalacárregui utilizase las cinco pequeñas aldeas que se asientan allí como hospital de sus heridos, aunque se carecía de los más indispensables medios para atenderlos.

Los soldados carlistas llamaban a ese lugar “valle de lágrimas”. ​Aquel día las casas estaban repletas de heridos de la batalla de Mendaza y, tan pronto como los aduaneros vieron que la columna de Oráa se dirigía al valle, mandaron aviso y los habitantes tomaron a los heridos y los llevaron a las montañas para mayor seguridad.

Gurrea había llevado a Logroño los heridos en la batalla de Mendaza. Cuando volvió el día 14, recibió orden de Córdoba de acuartelarse en Viana y marchar al día siguiente a Santa Cruz de Campezo. Salió con su columna de Viana el día 15 hacia el norte por un camino con fuerte pendiente que desde los 480 metros de altitud les lleva a los 900 metros de altitud del puerto de Aguilar, a 15 kilómetros de distancia. Una vez alcanzado el puerto, cayendo ya la tarde, se extiende bajo ellos de oeste a este el valle del Ega. Mirando hacia el noreste vieron, a 15 kilómetros, la polvareda que levanta la columna de Oráa que comenzaba a pasar del valle de Lana al de Barabia. Y desde otros 15 kilómetros al este llegaba el estruendo de la artillería de Córdoba, que trataba de abrirse paso en Arquijas.

La bajada al valle del Ega es aún más pendiente y la vegetación de la ladera, al estar orientada al norte, dirección de donde provienen principalmente las lluvias, es aún más densa. Las precauciones que tomaron fueron en aumento, pero siguieron sin encontrar enemigo alguno. Ignoraban, cuando atravesaban el pequeño lugar de Genevilla, que allí tenía su taller el herrero que forjaba las puntas de las lanzas de la caballería de Zumalacárregui.

Había anochecido cuando entraron sin lucha en Santa Cruz de Campezo. Ante ellos, al norte, se extendía la gran llanura en la que estaba previsto que se había de celebrar la batalla. Los exploradores que partieron hacia ella volvieron y comunicaron que no habían encontrado rastro alguno ni de amigos ni de enemigos. Pero al noreste, los cristinos vieron los últimos fogonazos producidos por los soldados de Oráa que están consiguiendo salir de Barabia a la llanura, mientras que al este, por donde está Arquijas, el resplandor de las enormes hogueras encendidas por Córdoba para incinerar a sus muertos ilumina el cielo.

Gurrea quería salir de la incertidumbre y penetró con su tropa en la llanura; consiguió llegar a Zúñiga, donde se encontró con Oráa.

Primera Batalla de Arquijas (15 de diciembre de 1834). Movimiento de fuerzas.

Combate de Arquijas

La columna de Córdoba partió de Acedo y se dirigió a la zona de Arquijas; en un cruce segregó una columna de 5 batallones al mando del coronel Rivero que continuaría marchando hacia el oeste para cruzar el río por el vado que está cercano al molino de Zúñiga.​ Las rocas de la sierra de Codés encajonan el río en un cauce de no más de 12 metros de anchura, haciendo correr el agua profunda y a gran velocidad. El camino por esta orilla no es más que una mínima senda, considerada hoy por los pescadores de truchas como uno de los tramos más peligrosos del río. Ninguno de los testigos que escribieron sobre la batalla vuelve a mencionar a la columna de Rivero, lo que hace suponer que esta, al ver que el avance previsto para ella era completamente imposible de realizar, se quedó en Arquijas, engrosando las tropas que intentaron cruzar por aquí el río.

El grueso de la tropa de Córdoba tomó el camino hacia el oeste para recorrer los 6 kilómetros que le separan de Arquijas. El río va muy encajonado entre la ladera norte de la sierra de Codés y la ladera sur de un estribo de la sierra de Lóquiz, tras el que se hallan los valles de Lana y Berrabia. Ambas laderas siguen siendo muy boscosas y, cuando el suelo se empobrece, las rocas sustituyen al sotobosque. El río corre rápido y no tiene más de 30 metros de anchura. A mitad de camino lo cruza un puente que lleva al Molino Nuevo, que se encuentra en la orilla norte.

Apostado en el puente, Córdoba dejó 2 batallones para que, si la batalla le fuera adversa, Zumalacárregui no pudiera, viniendo de Zúñiga, traspasarlo y cortarle la retirada a Los Arcos.

Cuando los cristinos llegaron a Arquijas, encontraron una pequeña explanada de unos 50 x 50 metros​ y lo primero que vieron allí fue el Humilladero de Arquijas. Un poco más adelante está el puente sobre el río, que apenas tiene aquí 20 metros de anchura. El puente era de madera y estaba soportado en machones de piedra situados en cada una de las dos orillas. Subiendo por la ladera desde la planicie, a unos 100 metros, se encuentra la ermita de Nuestra Señora de Arquijas. Es un conjunto de edificios compuesto por la ermita, la vivienda del ermitaño y los corrales en los que este encierra sus rebaños.

A este lugar hizo subir Córdoba su artillería, eligiéndolo como su puesto de mando. Desde allí divisó con su catalejo al norte, a tres kilómetros de distancia, la iglesia de Santa María de Zúñiga, descubriendo en ella el puesto de mando de Zumalacárregui, con lo que ambos jefes pudieron contemplarse mutuamente desde sus respectivos puestos. El inglés Henningsen, que escribió sobre la batalla, había cabalgado temprano con su escuadrón de lanceros hasta Mendaza para observar los movimientos de los cristinos y estaba retrocediendo ante ellos. Cuando llegó al puente, encontró en la orilla izquierda, atrincherados en la maleza, dos batallones carlistas. El resto de las tropas de Zumalacárregui esperaban entre Orbiso y Zúñiga.​ Las tropas cristinas, tan pronto como se acercaron a la explanada y se vieron expuestas al fuego que les llegaba desde la orilla opuesta, corrieron monte arriba y se refugiaron en el bosque, quedando fuera del alcance del fuego cristino.

Zumalacárregui no contaba con poder rechazar a los cristinos junto al río, pero el BI-IV de Navarra, apoyado por el BI de Guías de Navarra, se sostuvo bizarramente.

A mediodía, las tropas de Córdoba iniciaron el asalto al puente. El jefe cristino hizo bajar una y otra vez tropas a la explanada del Humilladero para que se formasen en ella e iniciaran el asalto al puente, pero la pequeña dimensión de la planicie no permitía grandes formaciones. Las que consiguieron formar bajo el fuego que les llega desde la otra orilla, avanzaron e intentaron atravesar el puente, pero fueron batidos por las balas enemigas, o muertos a bayonetazos. Los pocos que consiguieron pisar la otra orilla sobre las tres de la tarde, comprobaron la imposibilidad de tomar el puente. Córdoba ordenó ampliar el frente, a izquierda y derecha del mismo, bajando sus tropas directamente al río para vadearlo, pero fueron destrozados tan pronto como llegaron a la orilla, ​ya que el jefe carlista había reforzado la defensa de su orilla con el BI-III de Navarra, el BI-III de Guipúzcoa y 2 Cías del BI-III de Castilla.

Primera Batalla de Arquijas (15 de diciembre de 1834). Asalto cristino al puente se observa los infantes del RIL Gerona con pantalones verdes y charreteras amarillas y granaderos del RG-2 de la Guardia Real Provincial con pantalón azul y charreteras rojas.

Zumalacárregui fue sustituyendo las tropas emplazadas y Henningsen cuenta que en la retaguardia: «…reinaba un silencio de muerte… dos líneas de tropa se estaban moviendo constantemente por la carretera, en silencio y en buen orden: unos volviendo del fuego y llevando sus heridos, y los otros para sustituir a los combatientes. De esta manera, Zumalacárregui hacía que nuevos hombres entrasen constantemente en combate…».

La lucha era generalizada en torno al puente del río Ega; en varias ocasiones los soldados cristinos consiguieron cruzar el puente, pero fueron rechazados todos sus intentos. Los batallones se dispersaban y se reagrupaban, no se concedía cuartel y la mortandad era muy alta. Ante el aprieto en el que se encuentran al no poder cruzar el puente, Córdoba esperaba que Oráa, con sus 6 batallones, se abriese paso entre los de Zumalacárregui desplegados en el llano, llegase al puente y les facilitase el paso.

Sobre las dos de la tarde, le llegaron a Zumalacárregui información de que Oráa había llegado al valle de Lana. El jefe carlista hizo sus cálculos y consideró que tenía tiempo suficiente, y que si conseguía rechazar a Córdoba en el puente del Ega, el plan cristino se desmoronaría.

A las tres de la tarde, Córdoba escuchó sonido de disparos hacia el norte y supuso que Oráa no llegaría a tiempo; temió quedar aislado y ordenó que un batallón retirara los heridos hacia Los Arcos, y que la reserva y la caballería retornaran a Acedo.

Anochecía y el estruendo del combate en Arquijas no permitía oír, a pesar de que solo lo separaban 4 kilómetros del que se estaba produciendo en Berrabia, lo que hizo que Córdoba tomase la resolución de retirarse a Los Arcos, en donde encontraría descanso y raciones.

Combate de Berrabia

Oráa alcanzaba Gastiáin hacia las tres de la tarde; desde allí envió algunas compañías por los montes a su izquierda para observar el lugar de la batalla y poder coordinarse con Córdoba. Se encontraba en la entrada de Lana en Berrabia, en las montañas que se levantan a la izquierda o sur; destaca en su cresta una gran roca de singular estructura y belleza. Es la peña La Gallina. Restos de viejas construcciones allí existentes confirman que este lugar ya tuvo en la antigüedad importancia estratégica. Oráa ordenó inmediatamente que un batallón se encaramase allí arriba, lo que hizo, expulsando de él a los carlistas que ya lo habían ocupado. Pero pronto vieron que tanto en las crestas del norte como en las restantes del sur iban apareciendo carlistas y se atrincheraban allí. Y por el oeste, por la parte que da a Zúñiga, empezaban a entrar varios batallones carlistas con intención de impedirle la salida del valle. Oráa no comprendió cómo era posible que la fuerza carlista que se le enfrenta fuera tan importante, ya que ignora que Córdoba había iniciado la retirada en Arquijas, con lo que Zumalacárregui pudo dedicar el grueso de su fuerza a aniquilar a Oráa en Berrabia.​

Desde lo alto de las crestas comenzaban a recibir los cristinos nutridas descargas que les obligaban a desparramarse por el valle, deshaciendo el orden de marcha, al tratar de ponerse fuera del alcance de las balas carlistas. Por un malentendido, el batallón emplazado en la peña La Gallina abandonó su posición y bajó al valle para unirse al grueso de la tropa; lo que tuvo como consecuencia que los carlistas que habían sobrevivido a la carga cuando les arrebataron la posición y se encontraban refugiados en el bosque, volvieran a ocupar la peña, iniciando de nuevo desde allí arriba un mortífero fuego sobre las tropas enemigas situadas en el valle.

Dice Oráa: «Me hallaba con seis batallones sin municiones, metido en un hoyo, coronadas las alturas de enemigos, cuyos fuegos se cruzaban, y perdida la esperanza de un pronto socorro, a aquella hora a las seis de la noche…»​. Decidió salir a la desesperada de aquel infierno. Consiguió que su desperdigada tropa volviera a formar y se lanzó hacia el oeste, hacia las salidas del valle que ofrecen allí las dos brechas abiertas en la montaña. Pero un cerro cónico que se levanta entre las dos brechas estaba ocupado por los carlistas.

La peña de la Gallina tiene una altura de unos 15 metros y no más de 30 de diámetro; está formada por roca y maleza y se precisa usar manos y pies para trepar por ella. Desde allí, los carlistas solo tenían que disparar hacia abajo, sin hacer puntería, puesto que sus balas siempre encontraban el blanco en alguno de los cuerpos de la masa de soldados cristinos que se apretujan para salir del fatídico valle para ganar la llanura.

Los cazadores de Oráa dejaron sus fusiles en tierra y con la bayoneta entre los dientes treparon por el cerro, consiguiendo desalojar a los carlistas, dejando libre el camino. Zumalacárregui reaccionó enviando a Iturralde con el BI-I, BI-II y BI-III de Álava y Villarreal con el BI-I de Navarra y el BI-I de Guipúcoa. Los cristinos empiezan a pasarlo mal, pues se les estaba agotando la munición, y Oráa lanzó un decidido ataque al frente del BI-I/9 de Soria. Sin embargo, un error hizo que los cristinos abandonasen la peña de la Gallina, que fue ocupada inmediatamente por los carlistas, que podían disparar contra la retaguardia. Eran las seis de la tarde y comenzaba a anochecer.

Con un último asalto, consiguió hacerse con la posición que cierra la salida del valle y recuperar la peña de la Gallina.

Los cristinos pudieron recoger a sus heridos y salir a la llanura y muy poco después pasaron, caminando hacia el sur, junto a la ermita de la Santa Cruz de Zúñiga, donde había tenido Zumalacárregui su puesto de mando, y llegaron a Zúñiga, encontrándose con la cena preparada para los carlistas y abandonada por estos ante las órdenes de su jefe de realizar inmediata retirada hacia el norte por el valle de Arana. Oráa alojó a sus hombres en Zúñiga; después se les unió, viniendo desde Santa Cruz de Campezo, la columna de Gurrea avanzada la noche.

La batalla concluyó indecisa; las bajas fueron de unos 1.300 en cada bando. Wisdom afirma que 1.500 heridos carlistas fueron llevados a Mués y Los Arcos, y que 500 cadáveres cristinos quedaron en el campo de batalla.

Amaneció al día siguiente y una espesa niebla lo ocultaba todo. Cuando Zumalacárregui pudo percibir la vulnerable posición de Oráa, este ya se había retirado a la seguridad de Los Arcos, dejando el campo a los carlistas.

La sangrienta batalla de Arquijas compensó sobradamente a los carlistas por el revés sufrido en la batalla de Mendaza tres días antes. Córdoba quedó desposeído del mando y marchó a Madrid con la excusa de problemas de salud; no volvería al teatro de operaciones hasta cuatro meses después. Se suscitó una agria controversia con Oráa, reprochándose mutuamente haberse abandonado.

Las batallas de Mendaza y Arquijas no fueron decisivas, pero dejaron conmoción en el bando cristino. Mientras que Zumalacárregui quedó confirmado como caudillo carlista.

Entrada creada originalmente por Arre caballo! el 2025-11-25. Última modificacion 2025-11-25.
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