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Situación del ejército carlista a la muerte de Zumalácarregui
La muerte de Zumalacárregui planteaba un problema de primer orden a las autoridades carlistas, y sin duda la presencia del Pretendiente en medio de sus partidarios fue uno de los factores que hizo posible la continuación de la guerra. La presencia de un rey absoluto facilitó, evidentemente, una sucesión que en otro caso hubiera podido ser muy disputada.
Tras el breve mando interino de Francisco Benito Eraso, que ni deseaba el mando ni se encontraba en condiciones físicas de ejercerlo, don Carlos optó por nombrar al militar de más alta graduación que se encontraba en sus filas, el teniente general Vicente González Moreno. Nada tenía de extraño este nombramiento, hecho dentro de la más pura ortodoxia militar, pero puso en evidencia la desmedida ambición de Rafael Maroto, que Maroto había sido nombrado teniente general en Portugal, y que atribuyó esta decisión a manejos cortesanos, cuando indudablemente era la más correcta desde el punto de vista castrense.
Si hay algo que caracterizó siempre a Maroto fue, por un lado, su enorme egolatría y, por otro, su perenne sentimiento de asistir a una eterna conjuración en su contra. El que muchos historiadores se hayan hecho eco de sus quejas, no es sino prueba de como después de la guerra los marotistas tuvieron la habilidad de presentar a las mil maravillas una causa, la suya, que era difícilmente defendible.
No tardó en levantarse el Primer Sitio de Bilbao, donde el l de julio de 1835, después de que las tropas carlistas hubieran evacuado los alrededores, hizo su entrada el general La Hera. Tres días más tarde tomaba posesión el nuevo general en jefe del ejército del Norte, Luis Fernández de Córdoba, que a pesar de lo extravagante de su carrera militar, debida al favor de Fernando VII, fue uno de los mejores militares con que pudo contar su viuda.
Colocados los nuevos jefes al frente de los ejércitos liberal y carlista, no es raro que cambiara la forma en que hasta entonces se había desarrollado la guerra. Zumalacárregui había sabido combinar acertadamente la guerra regular con la de guerrillas. Su ejército, capaz de batirse ordenadamente sobre el campo de batalla, se diseminaba por batallones después de cada acción, a fin de poder subsistir más fácilmente; sus tropas no ocupaban puntos fijos, y las constantes marchas y contramarchas mantenían continuamente en movimiento al enemigo, que tan pronto era perseguidor como perseguido. A partir de su muerte las fuerzas continuaban siempre reunidas, y al concentrarse sobre la línea de Arlaban, a fin de impedir las incursiones enemigas dentro de las provincias, estrechaban el campo de sus operaciones, y dejaban a los liberales la tranquilidad necesaria para instruir y disciplinar sus quintos.
Cedían también buena parte de su iniciativa, pues no eran ya solo los carlistas quienes elegían sus puntos de ataque, sino que Córdoba tenía opción de hostilizar cualquiera de las posiciones que trataban de mantener. Pudo así formar sus famosas líneas de bloqueo, que en buena parte no eran sino consecuencia de la táctica adoptada por sus oponentes, y contener a estos en unos límites que ellos mismos se habían marcado.
Las operaciones, más técnicas y complicadas, daban lugar a que los cuerpos permanecieran largos días sin combatir, excitando así las murmuraciones de los soldados, que deseaban entrar en combate.
El Córdoba viéndose libre del asedio de Bilbao, determinó dirigir sus tropas a Vitoria para desde allí iniciar la reconquista del territorio ocupado durante la primavera por Zumalacárregui y que impedía la comunicación entre Vitoria y Pamplona por la Burunda y Vitoria y San Sebastián por el camino real Madrid-Irún. Por Orduña marchó a Vitoria, enterándose allí de que los carlistas se encontraban en Estella. Desechó su plan primitivo, decidiendo dirigirse hacia esa comarca.
Queriendo a todo trance evitar el camino más corto por la sierra de Andía y las Amescoas que tan funesto había resultado al ejército cristino tres meses atrás, se vio obligado a dar un rodeo por Peñacerrada, Logroño, y cruzando el Ebro por el puente de Lodosa, por Sesma y Lerín hacia Estella. Pero cuando marchaba por el carasol de Montejurra, le notificaron que los carlistas habían abandonado esa localidad, atravesado el río Arga, ocupando Mendigorría.
Habían penetrado en territorio hasta entonces nunca ocupado por los carlistas, exceptuando cortas expediciones realizadas por bandas sueltas para obtener dinero y alimentos en la orilla este del Arga. Esto hizo ver a Córdoba que el mando carlista le esperaba, ofreciéndole medirse en una batalla. Se dispuso a aceptarla y desvió su marcha hacia el este, llegando el día 14 de julio a Larraga.
Batalla de Mendigorría (16 de julio de 1835)
Una de las primeras medidas de González Moreno fue ordenar a Eraso que pasase a sitiar Puente la Reina. Decidido Córdoba a socorrer la guarnición, acudió con todas las tropas disponibles, haciendo lo propio el general carlista, que quiso aprovechar la ocasión para dar un combate decisivo, en el que una victoria le hubiese permitido cruzar el Ebro. Concurrieron 36.000 liberales y 24.000 carlistas (casi toda la fuerza carlista), siendo, por tanto, la más importante, por lo que al número de hombres se refiere, de toda la guerra.
Moreno alojó a su propio rey en Mendigorría mientras duró la batalla, colocó a sus hombres al amparo de fuertes posiciones, no tenía todavía la suficiente experiencia sobre el tipo de soldados que servían bajo sus órdenes, y actuó en todo como si se tratara de una tropa acostumbrada a evolucionar en el campo de maniobras. Además, las posiciones elegidas tenían a la espalda el río Arga, que sin duda embarazaría la retirada en caso de derrota.

Fernández de Córdoba acudió con las divisiones de Espartero, Santiago y Froilán Méndez Vigo y Gurrea. Atacó a los carlistas, ocupándoles el cerro de la Corona y rechazó el ala izquierda de González Moreno. La lucha en el centro fue más tenaz, sin embargo, los liberales lograron imponerse y los carlistas hubieron de replegarse. Las pérdidas fueron grandes por ambos lados. La retirada de los carlistas, la mayoría vadeando el río y los menos por el estrecho puente que les ponía en comunicación con Cirauqui, fue tumultuosa y el pretendiente carlista consiguió escapar debido a la defensa que del puente hicieron los batallones alaveses a las órdenes de Bruno Villarreal.


Las bajas fueron de unos 1.500 en los carlistas y unos 1.000 en los liberales. Pero más que los resultados materiales, lo importante de esta batalla fue que en ella se detuvo una posible continuación de la ofensiva iniciada por Zumalacárregui.
Córdoba recibió el título de marqués de Mendigorría, pudo escribir al duque de Ahumada, ministro de la guerra «hemos ganado seis meses de vida; por este término respondo de contener al enemigo en sus antiguos límites. Que el gobierno aproveche el plazo para buscar recursos y crear elementos con que sostener, conducir y concluir la guerra».
Pese a este revés es indudable que los realistas se sentían fuertes, y así, el 8 de agosto, salió de Estella la primera de las grandes expediciones mandada por Juan Antonio Gargué, que caracterizan esta fase de la guerra.
Nombramiento de Eguía jefe del Ejército Norte
A finales de agosto, Maroto emprendió el bloqueo de Bilbao al frente de la división vizcaína. Empresa imposible, si tenemos en cuenta que disponía de 6.000 hombres para lograr un objetivo contra el que dos meses antes se había estrellado todo el ejército carlista. No supo, además, atraerse el afecto de la diputación de Vizcaya, con quien tuvo un duro enfrentamiento, y tampoco el de sus subordinados, que se encontraron con un jefe más aficionado a la intriga que a la milicia. Así, el 11 de septiembre, cuando el general Espartero atacó en Arrigorriaga a las fuerzas que bloqueaban Bilbao, Maroto acababa de presentar su dimisión, y no parece que participara en el combate, retirándose cuando lo dio por perdido. Uno de sus subordinados, el brigadier Bengoechea, había previsto con anticipación la ofensiva cristina, cargando con sus hombres en el momento preciso y decidiendo la batalla a favor de don Carlos.
Esta victoria aumentó las desavenencias entre Moreno y Maroto pues el primero minimizó el éxito de las tropas vizcaínas, diciendo que nada hubieran conseguido si no hubiera acudido a reforzarlas con el grueso del ejército, que al día siguiente contribuyo al combate del puente de Bolueta. Por su parte, Maroto, que tomo parte activa en este último, se convirtió de inmediato en el defensor de los méritos vizcaínos, que presentaba como propios. La disensión entre ambos generales llegó a ser tan pública que don Carlos decidió tomar cartas en el asunto, y trató de reconciliarlos utilizando como mediador al auditor Arizaga. Nada pudo conseguirse, y no deseando dar pie a mayores males, el pretendiente optó por separar a ambos de sus puestos.
El nombramiento de general en jefe recayó en don Nazario Eguía, jugándose de nuevo la carta de los antiguos tenientes generales de Fernando VII. Al parecer, las intenciones de don Carlos eran alejar la guerra de las provincias, aunque sin comprometer la seguridad de estas. Eguía empezó reorganizando la estructura del ejército, y creó una sección de operaciones y otra de reserva. La primera se componía de una división Navarra, otra Vascongada y una última compuesta por castellanos, cada una de las cuales contaba con unos 6.000 hombres, ascendiendo su total a cerca de 20.000 al agregar las fuerzas de caballería y artillería. La reserva adoptaba una estructura similar, con 6.000 navarros, 3.000 vizcaínos, otros tantos guipuzcoanos, y 2.000 alaveses, sin incluir el batallón de guías. Su función, aparte de la meramente defensiva, era cooperar con el cuerpo de operaciones para acciones concretas, aumentando sus fuerzas en el ataque y dandole la necesaria cobertura.
El 27 de octubre, Eguía hostigaba a Córdoba en Guevara, y a mediados de noviembre le obligaba a retirarse de una atrevida incursión a Estella. Fue en estas fechas cuando comenzaba Córdoba a construir sus famosas líneas, destinadas a impedir las incursiones de los carlistas fuera del territorio en ellas delimitado, y también a dificultar sus aprovisionamientos de víveres y municiones. Aunque la experiencia demostrase que podían ser atravesadas sin excesivos problemas por las expediciones que los carlistas enviaban al interior de la península, sirvieron para imposibilitar que los carlistas pudieran realizar sus periódicas invasiones de la Ribera, acabaron con el bloqueo semi-permanente al que estaban sometidas Pamplona y Vitoria y, “a no existir la guerra en otros puntos del Reino”, hubieran podido ser decisivas. Otro suceso que empeoró la situación de los carlistas fue el alzamiento pro-liberal de los valles de la Aezcoa, el Roncal y Salazar, que desde la época de Zumalacárregui habían quedado abandonados a su suerte.
Primera batalla de Arlabán (16-18 de enero de 1836)
En la madrugada del 3 de enero de 1836, los chapelgorris, la brigada ligera del brigadier Reid y el BI-2 inglés salieron de Vitoria con dirección a Salvatierra, donde se decía que los carlistas habían concentrado 22 BIs.
A mediodía se escuchó desde la ciudad un breve tiroteo procedente de una refriega entre los chapelgorris y dos o tres puestos avanzados carlistas que se dejaron ver en las inmediaciones de Arbulo. Aquella tarde fueron ocupados los pueblos de Elorriaga, Arcaute e Ilárraza.
El 7 de enero, se sumó a las fuerzas anteriores el RI-1 inglés, que había salido la víspera de la capital alavesa. Después de Ilárraza fueron ocupadas las aldeas de Cerio y Matauco, muy próximas entre sí. En esta última levantaron una barricada de troncos que cortaba la carretera. Un pelotón de soldados se quedó defendiéndola.
Los ingleses permanecieron varios días acuartelados en estos pueblos, esperando que Córdoba determinase la fecha del ataque; pero el general no quería iniciarlo hasta que la Legión Francesa se sumase al grueso de las tropas. Durante estas jornadas de espera inactiva, en las que no quedaba otro recurso para entretener las horas que observar los movimientos del adversario.
La expedición francesa llegó por fin a las puertas de Vitoria el 13 de enero, y dos días más tarde toda la Legión Británica se concentraba entre Ilárraza y Matauco. Luis Fernández de Córdoba y su Estado Mayor decidieron atacar a los carlistas; contaban con la Legión Auxiliar Británica, la Legión Francesa y unidades al mando de Baldomero Espartero, divididos en tres frentes que pretendían efectuar una acción envolvente sobre el enemigo.
En el flanco derecho, la legión británica de Lacy Evans con los chapelgorris y varios batallones españoles, entre ellos el de cazadores de Álava, debía atacar al enemigo por la derecha e interceptar todo intento carlista de ayudar desde Guevara y Salvatierra a las fuerzas que combatían en Arlabán.
En el centro, Córdoba con La Legión Francesa de Bernelle y varias unidades españolas, se dirigiría directamente por Durana, Arróyabe y Ullíbarri-Gamboa hacia los altos de Arlabán.
En el flanco izquierdo, Baldomero Espartero tenía como misión ir hacia Villarreal de Álava con la misión de tomar y fortificar el pueblo, para seguir desde allí avanzando y atacar el flanco carlista.
Se abrían de este modo tres frentes que posteriormente se cerrarían sobre un mismo punto central, creando una fuerza conjunta que penetraría por Salinas hasta Oñate. La realidad iba a demostrar que los hechos quedaron muy lejos de los planes iniciales. Las tres columnas permanecieron separadas a lo largo de la batalla, y la efectividad que pudo haber resultado de su unión se redujo a una mera especulación.
Al frente de las tropas carlistas se encontraba Egía; las fuerzas carlistas estaban formadas por 2 BIs vizcaínos y 4 BIs alaveses, al mando del general Bruno Villarreal; 2 BIs navarros y un escuadrón mandados por el brigadier Goñi; y 4 Cías y un EC.
El 16 de enero, mientras las columnas de Espartero y Córdoba marchaban hacia sus destinos respectivos, Evans salió al amanecer de llárraza por la carretera de Salvatierra. Después de cruzar Matauco, el RI de chapelgorris y 2 BIs españoles se desviaron hacia Alegría y tomaron el pueblo. Al llegar a la altura de Mendíjur, los ingleses se desviaron hacia la izquierda y se apoderaron de la aldea, siendo preciso que el teniente Scarman dirigiera una carga a la bayoneta contra las tropas de don Carlos que se habían hecho fuertes entre los edificios. Los carlistas tuvieron que retroceder hasta un bosque cercano. Parapetados allí tras los árboles, hostigaron a la Legión con abundante fuego graneado. Los británicos establecieron rápidamente posiciones al amparo de las casas y vallados. A pesar de lo aparatoso del ataque, el número de bajas fue muy escaso: un sargento muerto y el capitán Jochmus, de la plana mayor de Evans, herido en la frente por una bala de mosquete.

Parecía que había comenzado una batalla en toda regla, la primera en que tomaba parte la Legión Británica. El espectáculo que se divisaba desde Mendíjur (situado en lo alto de una colina que dominaba el amplio paisaje circundante) no inducía a pensar lo contrario. A poco más de kilómetro y medio se veían los batallones carlistas estacionados cerca del castillo de Guevara. También se contaban algunos escuadrones de caballería.
Ocurrió un hecho muy comentado en las filas inglesas, un coronel apellidado Colquhoun, experto en cohetes, al ver los escuadrones de la caballería carlista, preparó varios de sus cohetes, y una vez dispuestos, lanzó contra ellos el primero, que cayó corto. Cuando vieron la ineficacia del artefacto, los carlistas que se habían refugiado en el bosque cercano dejaron de disparar y lanzaron gritos de burla. Herido en su orgullo profesional, Colquhoun midió mejor las distancias y lanzó un segundo, un tercero y un cuarto cohete con tanta precisión y rapidez, sin apenas intervalo entre uno y otro, que los caballos carlistas se encabritaron; expulsando de sus sillas a los sorprendidos jinetes, y se lanzaron en rápida desbandada campo a través, sin que pudiera hacerse nada por detenerlos.
La escena causó efecto en los que momentos antes se habían burlado de la Legión, porque inmediatamente iniciaron la retirada. Al comprobar, sin embargo, que los ingleses no acudían en su persecución, regresaron poco después a las posiciones anteriores, donde continuaron disparando.
Había pasado media hora cuando seis carlistas salieron arriesgadamente de entre los árboles que los cubrían y, zigzagueando entre los proyectiles, cruzaron el espacio abierto que los separaba de los británicos, lanzaron estos una descarga de fusilería, pero no derribaron a ninguno, de modo que se decidieron a atacarlos a la bayoneta. Una compañía de granaderos de Westminster que mandaba el capitán Fitzgerald los siguió hasta el mismo bosque y penetró en él. Los carlistas optaron por una nueva retirada hacia Maturana. Fitzgerald recibió un balazo en una pierna.

Los ingleses continuaron la persecución entre los robles y arbustos del bosque, pero una llamada de trompeta los hizo regresar a Mendíjur. Evans no quería provocar un combate formal con las tropas carlistas, aunque sabía que este era el deseo del general Villarreal.
La tarde transcurrió entre pequeñas escaramuzas y disparos de guerrillas. Al anochecer, las fuerzas británicas se dispusieron a pernoctar en los pueblos ocupados.

El 17 de enero, desde las primeras horas del día se escuchó fuego continuado a la izquierda, en la dirección en que Córdoba se hallaba. Todo el paisaje estaba dominado por una niebla espesa y fría que anquilosó las operaciones. Ocultos en ella, los legionarios avanzaron lentamente hacia el pueblo de Azúa, que ocupó el RI-2 británico. También se apoderaron de cuatro puentes sobre el río Zadorra y de varias colinas próximas a Zuazo y Marieta.
Evans no recibió aquel día instrucciones del general en jefe, aunque las columnas de uno y otro se encontraban a menos de siete kilómetros. Cuando oscureció continuaba aún la niebla. Tuvieron que pasar al raso aquellas noches extremadamente gélidas. La única defensa contra el frío eran las hogueras, pero como la nieve cubría el monte desde muchos días atrás, la mayor parte de la madera estaba mojada e inservible. Hubo que talar bastantes robles, que pronto quedaron reducidos a astillas. Encendieron así innumerables hogueras que, al centellear en la oscuridad de la noche, daban un hermoso y singular aspecto al paisaje de aquellas montañas. Para la tropa aquellas noches fueron de intenso frío y prolongada vela. Era difícil conciliar el sueño en tales circunstancias.
El 18 de enero, transcurrían las horas sin ver ni saber nada en absoluto de las columnas mandadas por Espartero y Córdoba. Los carlistas también parecían haberse alejado del escenario. Solo la niebla y la nieve les rodeaba.
A las ocho de la noche, Evans no pudo contener su impaciencia y decidió acudir personalmente a comprobar la situación de la batalla en la zona central. Tomó un escuadrón de lanceros y un guía y partió al galope con varios miembros de su Estado Mayor. Llevaban una hora cabalgando entre la bruma helada cuando de improviso toparon con la retaguardia de las fuerzas de Córdoba, que se retiraba hacia Vitoria. Los oficiales británicos no podían creer lo que estaban viendo. Pero el general en jefe les confirmó el repliegue general: los planes sobre Arlabán habían quedado cancelados.

Evans regresó al instante a su cuartel general. Existían muchas posibilidades de que los carlistas se volcaran sobre los ingleses, ahora que Córdoba se retiraba y dejaba de hostigarlos. La única solución era poner tierra por medio rápidamente y lograr que al amanecer del día siguiente la Legión se encontrase lejos de aquella zona. A las doce de la noche, Evans dio la orden de retirada general.
El 19 de enero, se mandó a las compañías que evacuaran sus posiciones con la mayor rapidez y sigilo posibles. Pocas horas más tarde toda la Legión había cruzado el río Zadorra, operación que supervisó y aceleró cuanto pudo el mismo Evans. Todo el movimiento se efectuó, por fortuna, antes de que los carlistas se diera cuenta del crítico estado en que se hallaban los regimientos británicos. Los ingleses no se explicaban lo sucedido. Se dijo que la retirada había estado fuera de lugar y que los generales cristinos valoraron en exceso la resistencia enemiga; opinaban otros que habían faltado los suministros y que las tropas se habían quedado sin alimentos; otros, por fin, pensaron que el mal tiempo había sido el auténtico consejero de la anulación de los planes, ya que el frío, la nieve y la espesa niebla de aquellos días impedían toda acción eficaz. Pero las opiniones diversas no podían redimir un hecho consumado: las tropas se habían retirado y los carlistas dominaban aún los mismos emplazamientos que antes del combate. La batalla había sido inútil. E inútiles los muertos de uno y otro bando.
Eguía acampó en Escoriaza, y Córdoba en Ulibarri. Las bajas ascendieron a 300 en las filas carlistas y a 600 en las liberales.
Los días siguientes a la Primera batalla de Arlabán continuaron con una niebla extremadamente densa. Córdoba meditaba el desquite. A pesar de las informaciones hinchadas que se enviaban a la Corte, no había duda de que la verdad acabaría por imponerse. Y cuando se conociesen los detalles de lo que solo se podía calificar de “derrota”, quería estar preparado para enseñar un triunfo, esta vez auténtico, y acallar así las voces de sus adversarios. Pero contaba con muy pocas oportunidades mientras el tiempo continuase en aquel estado.
Hacia el 24 de enero, la niebla se disipó un tanto y Córdoba dispuso que una fuerza mixta de ingleses, franceses y españoles se dirigiera hacia el castillo de Guevara, la fortaleza carlista más importante de Alava. Durante todo el mes no habían cesado sus ocupantes de construir defensas y barricadas en toda la extensión del monte en cuya cima se elevaba el castillo. En muchos puntos habían fortificado y aspillerado las murallas.
El 25 de enero, brilló por fin el sol en un cielo despejado y se practicó un reconocimiento sobre toda la zona de Alegría, Salvatierra y Guevara. Varios batallones rodearon la fortaleza, pero los carlistas no quisieron presentar batalla. Parapetados tras las murallas, sobre las que aquel día ondeaba una bandera negra, se limitaban a contemplar desde lo alto de las torres y almenas el despliegue de fuerzas cristinas, y a lanzar algún que otro disparo aislado.
Córdoba se dio cuenta enseguida de que sería inútil poner asedio al castillo. A causa de su elevada situación, estaba fuera del alcance de las piezas que hiciesen fuego desde la base de la colina; y subir la artillería hasta la cumbre para situarla así a la misma altura que el castillo, hubiera constituido una maniobra demasiado peligrosa y difícil, por haberse tenido que realizar ante los mismos ojos de un enemigo resuelto a no permitirlo.
Por otra parte, el intento de tomarlo al asalto significaba con toda certeza un sacrificio inmenso de vidas. Solo quedaba una opción: abandonar la empresa. Aquella misma tarde, todos los efectivos de la operación regresaron a Vitoria.
El 28 marchaba Rivero con su brigada hacia Laguardia. Al día siguiente, el mismo Fernández de Córdoba dejó la ciudad con destino a Pamplona y la frontera de Francia, donde quería mantener una entrevista con Jean-Isidore Harispe, general de las fuerzas acantonadas en los Pirineos franceses occidentales. Con Córdoba marchó la Legión Francesa. Antes de partir encargó a Espartero que fortificara la plaza de Peñacerrada con tres brigadas, y a Evans que hiciera lo propio con el pueblo de Treviño.
Siguiendo estas órdenes, tres regimientos ingleses salieron de Vitoria el 30 de enero y, cruzando por la Puebla de Arganzón, se dirigieron a Treviño. Los ingleses descubrieron, no sin cierta sorpresa y desilusión, que Treviño era solo un pueblo reducido que apenas contaba con 250 habitantes y 70 casas alineadas a lo largo de la carretera. Su emplazamiento, sin embargo, era importante desde un punto de vista militar, al ser la llave de la ruta que cruza el condado. Las únicas fortificaciones consistían entonces en dos barricadas levantadas una a cada extremo del pueblo. En la colina que se alza junto a este se había edificado un pequeño reducto con parapeto, desde el que se dominaba buena parte de la región, sumamente escabrosa y poblada de encinas y robles.
La intención de Córdoba al mandar ocupar Treviño fue la de que los ingleses retuvieran esta plaza y la fortificaran, para confiársela después a tropas españolas. Con ello establecía otro reducto más en la línea de bloqueo.
Durante el tiempo que los regimientos británicos permanecieron en el condado, Evans estableció su cuartel general en el pueblo de Armiñón, situado casi a la misma distancia de Vitoria y de Treviño. Excluidas las fortificaciones de este último, fue un mes de absoluta inactividad y mal tiempo.
A finales de febrero, cuando la plaza estuvo ya defendible y en condiciones de resistir cualquier ataque, un destacamento español ocupó el pueblo, y las fuerzas auxiliares inglesas regresaron a sus cuarteles de Vitoria. Evans ya estaba en la ciudad el 26 de febrero. El 29 de febrero (era bisiesto) recibió a dos escuadrones de lanceros británicos que acababan de llegar de Santander.
En la segunda quincena de marzo, Evans se vio precisado a reorganizar completamente la mayor parte de sus fuerzas. Las numerosas muertes de oficiales y soldados y los incontables convalecientes que no participaban del servicio activo habían desorganizado los regimientos.
Las tropas irlandesas, en cambio, tuvieron muy poco que ver con el tifus que asoló a las tropas inglesas, aunque ni sus provisiones ni sus aloiamientos eran mejores que los del resto de la Legión. El RI-IX y el RI-X que mandaba el brigadier Shaw no necesitaron recibir soldados de otros cuerpos.
En la mañana del 20 de abril, casi todos los efectivos de la Legión Británica cambiaron sus emplazamientos. Tal vez pensó el teniente general Evans que el aire del campo sería más saludable para los enfermizos soldados de la Legión; o simplemente se trataba de no oír más protestas de las autoridades y vecinos de Vitoria. Lo cierto es que solo dejó la artillería y un escuadrón en la ciudad.
Batalla de Ayete o de Lugaritz (5 de mayo de 1836)
Los carlistas habían sitiado San Sebastián a finales del año 1835 bajo el mando del general José Miguel Sagastibeltza. Este pretendía atacar y tomar la ciudad, pero el general Egia, jefe militar carlista, deseaba mantener el sitio sin ataques. Los donostiarras solicitaron ayuda al general Córdoba, quien les envió a la Legión Británica. Sagastibeltza solicitó más hombres a Egia, pero este necesitaba las tropas y no pudo enviarle apoyo.
En los primeros días de abril se confirmó que la Legión se dirigiría hacia la capital guipuzcoana, dando un extenso rodeo por Miranda, Oña, Soncillo, Alceda y Puente Viesgo, para llegar finalmente a Santander, desde donde fueron trasladados por mar a San Sebastián. Evans ordenó que cada soldado no llevara más que el equipo indispensable de campaña. Todo lo superfluo tenía que ser dejado en Vitoria o vendido a quien quisiera comprarlo. .
A las 4 de la mañana de 5 de mayo al amanecer una fuerza al mando de Lacy Evans compuesta de 1.500 españoles (BI de Chapelgorris; RI-12 de Zaragoza; los BIs provinciales de Oviedo, Jaén y Segovia, y la compañía de cazadores de la Guardia nacional) y 3.500 efectivos de la Legión británica con 7 BIs; realizaron una salida en tres columnas (izquierda, centro y derecha) al mando de tres brigadieres británicos. La orden era no disparar hasta posicionarse delante de la primera línea del enemigo.
Alcanzada la primera línea carlista fue empujada y se refugiaron en la segunda línea mucha más fuerte Lugariz, Monto, Puyo y Ayete.
Los carlistas de Ayete frenaron el ataque británico con tres cañones. Mientras tanto, los que dejaron el convento del Antiguo y se fortificaron en Lugaritz tuvieron que soportar el más duro ataque liberal con bayoneta. Sufrieron muchas bajas, lo que les obligó a desistir el ataque y retirarse.



La llegada de dos vapores británicos el Phoenix y el Salamander con 1.300 soldados de la Legión más (BI-IV y BI-VIII a las órdenes de los coroneles Godfrey y Harley) desembarcaron inmediatamente y se dirigieron a reforzar el ataque. Mientras los vapores apuntaron sus cañones a las posiciones carlistas e incendiaron el caserío de Lugaritz. Además, para desgracia de los carlistas, el general Sagastibeltza recibió un disparo en la cabeza durante una carga con bayoneta y falleció al instante.
Fortalecidos por los 1.300 soldados que llegaron en barco, los cristinos volvieron a lanzar el ataque, obligando a los carlistas a retirarse hasta Oriamendi.
A pesar de ganar la batalla, y aunque en San Sebastián se llevaran a cabo celebraciones por la victoria, los liberales únicamente lograron ampliar ligeramente el círculo del sitio. La Legión Británica contó 150 muertos y más de 600 heridos; los cristinos 100 muertos y los carlistas 60 muertos y 200 heridos, aunque la pérdida de Sagastibeltza tuvo mucho peso. San Sebastián continuaba sitiada.
Segunda Batalla de Arlabán (21 a 25 de mayo de 1836)
En mayo, Córdoba volvió a intentar hacerse con el alto de Arlabán. En esta ocasión, la lucha duró cuatro días. Los liberales quemaron la fábrica de armas que los carlistas tenían en Araya (Álava). Las tropas avanzaban y retrocedían, cayendo Salinas de Léniz en manos de unos y otros incesantemente. También fue Espartero el líder liberal más destacado, mientras que entre los carlistas el más sobresaliente resultó ser Villarreal. El 26 de mayo, los liberales se retiraron a Vitoria quemando caseríos a su paso, especialmente en Legutiano.
Las bajas fueron de unos 600 soldados en cada uno de los bandos. Ambos se consideraron vencedores de esta batalla, aunque se podría concluir que fueron los carlistas quienes más ganaron en ella, ya que, después de perder sus posiciones en Arlabán, éstas quedaron finalmente en sus manos. El coronel Narváez, quien unos años después sería contrincante político de Espartero, fue herido en esta batalla.
Ataque a Fuenterrabía por la Legión Británica (11 de julio de 1836)
El 28 de mayo, la Legión Británico junto con la escuadra de John Hay, tomaron el puerto de Pasajes.
El día 9 de julio, decidieron atacar Fuenterrabía. La toma de la ciudad fronteriza abriría un pasillo liberal hasta Francia. Así que, para contar con el factor sorpresa, se hizo correr el rumor de que iban a dirigirse hacia Santander. Pero hasta la prensa se entera de la operación: “Se confirman los rumores que hablan de una próxima acción. Las unidades quedan en estado de alerta. El objetivo será Fuenterrabía”.
Al atardecer del 10 de julio, empezaron a cruzar el puerto de Pasajes en barcazas. Descansaron, y al amanecer iniciaron su marcha a través de la parte alta de Jaizkibel. Era un cuerpo de ejército mixto: 5.000 británicos (4.500 hombres de la Legión Auxiliar Británica y 500 marinos reales) y unos 5.000 peninsulares (entre chapelgorris y los RIs de Zaragoza y Oviedo). Su avance hacia Fuenterrabía está protegido a su derecha por las rampas de Jaizkibel, y a su izquierda desde el mar por el escuadrón naval de John Hay. Los buques Phoenix, Salamander, Gobernadora e Isabella, junto a una docena de lanchas artilladas, navegaban en paralelo a ellos.
Las tropas carlistas, a las que habían llegado ya los rumores, se dieron cuenta del movimiento, y al mando de Gibelalde avanzaron por el valle en dirección a Irún y Fuenterrabía. Pero los chapelgorris y los escoceses del coronel Shaw llevaban ya mucha ventaja y se movieron muy rápidamente. Su objetivo era llegar antes que los carlistas al puente de Amute, y bloquear la vía principal por la que el enemigo puede auxiliar a Fuenterrabía. Cuando estaban a punto de llegar al puente recibieron una orden incomprensible que tendría después nefastas consecuencias. Se les hizo esperar hasta que llegase el resto de las tropas de Evans. Con lo que se dio tiempo a que los carlistas llegasen al puente.
Tras mucho insistir, Shaw recibió por fin la orden de atacar y ocupar el puente. Dividió a sus hombres en dos columnas: una se colocaría frente a Fuenterrabía para frenar una posible salida de los defensores de la ciudad, y la otra con unos 300 (chapelgorris y escoceses del BI-VI) cruzaría el puente de Capuchinos. Pero ya es demasiado tarde.
Al otro lado del puente había preparados unos 2.500 realistas. La lucha fue muy dura. No quedaba otro remedio que retroceder al lado norte del puente. Pero el puente es muy estrecho y parte de los escoceses, conocedores del final que les espera a los británicos, prefirieron saltar al agua antes que ser hechos prisioneros. Fueron tiroteados en el agua. Desde el grueso de las tropas de Lacy Evans, que está a más de 1,5 km y aún no ha disparado un tiro, oían el combate y podían ver la lucha.
El general Chichester ya no pudo más y ordenó a sus hombres que atacasen, pero fue frenado por el alto mando y obligado a volver atrás. Se envió a algunos lanceros a caballo, que fueron un respiro para la tropa de Shaw, e hicieron retroceder a los carlistas. Continuaron los avances de uno y otro lado hasta que, a media tarde y aprovechando la marea baja, los carlistas consiguieron cruzar el río y envolver a las tropas de Shaw. El mando decidió enviar a dos compañías de veteranos de la marina real, los Royal Marines, que volvieron a estabilizar la situación.
Mientras tanto la escuadra de John Hay disparaban a ver qué pasaba, y la mayoría de sus disparos se dirigieron a las zonas en las que menos daño podían hacer. Disparando fundamentalmente contra elementos extramuros de la ciudad como la casa Lonja del Puntal. La guarnición de la ciudad, pensando que podía hacer algo más contra la armada británica, comenzó a disparar sobre el Salamander con un cañón desde una torre redonda, hasta que uno de los disparos cayó demasiado cerca del buque. El Salamander disparó con su artillería pesada contra la torre, y cuando la nube se disipó, la torre había desaparecido.
Al atardecer Evans dio la orden de retirada. Ordenó también la retirada a los royal marines. Mientras tanto, Shaw y los escoceses, ya casi sin munición y totalmente agotados, seguían peleando en el puente. Finalmente, viendo que estaban totalmente solos, tuvieron que retirarse con los carlistas pisándoles los talones. La mayoría de los batallones pasó todo el día en la reserva sin disparar un solo tiro y nada podría superar a la estupefacción de todos cuando se recibió la orden de retirada. A nadie se le ocultaba que el ataque ha sido un auténtico fracaso.
La retirada, nuevamente a través de Jaizkibel, se produjo en condiciones infernales. Era una noche cerrada y casi sin visibilidad por la niebla. Muchos soldados se perdieron. Muchos de los perdidos fueron hechos prisioneros por los carlistas que en grupos guerrilleros les perseguían de cerca. Y los prisioneros ingleses tenían siempre el mismo final, ser ejecutados.
Cuando llegaron a Pasajes el 12 de julio, derrotados y desmoralizados, bebieron todo lo que encontraron cambiando por alcohol los botones de metal de sus casacas.
Los escoceses habían sido reclutados personalmente por el coronel Shaw y eran desde el principio, la tropa más preparada de la Legión. Estaban indignados porque se había dejado solos a sus compatriotas y a su jefe natural en el puente de Capuchinos. Se amotinaron y exigieron volver a Gran Bretaña. Se intentó hacerles volver al orden, pero no hubo manera. A punta de bayoneta se encerró al BI-VI en el castillo de La Mota, y al BI-VIII se le embarcó hacia Santander. Pero siguieron en su actitud de rebeldía, y a Evans no lo quedó más remedio que permitir que la mayoría de los escoceses volviera a Inglaterra. La situación llegó también a la oficialidad. De los diez oficiales profesionales reclutados por Evans, nueve dimitieron.