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Guerra en el Norte 1838
El desplazamiento del centro de gravedad de la guerra hacia el Este de la Península disminuyó las operaciones en Navarra y las provincias vascongadas a lo largo de estos meses. En contra de lo que usualmente se cree, y mientras los factores políticos no incidieron en el transcurso de los militares, el ejército carlista del Norte mantuvo la guerra en situación de igualdad con sus enemigos.
El Ejército del Norte carlista en junio de 1838, al mando de Maroto, estaba constituido por menos de 26.000 efectivos:
- Infantería con 23.331 efectivos (131 jefes, 1.433 oficiales y 21.767 soldados) organizados en 35 BIs.
- Caballería con 1.141 efectivos (30 jefes, 173 oficiales, 938 soldados) y 654 caballos en 6 ECs, repartidos en 4 RCs y dos ECs independientes, además de una escolta y un EC desmontado.
- Artillería con 787 efectivos (2 jefes, 45 oficiales y 740 soldados), organizados en 2 batallones y una compañía de obreros.
- Ingenieros con efectivos (11 oficiales y 181 zapadores) del ejército.
El ejército se organizaba en una masa de maniobra de 6.348 infantes en 3 divisiones de 4 BIs cada una con 1.868, 2.346 y 2.134 soldados respectivamente.
Las reservas territoriales:
- en Navarra 8 BIs con 4.838 soldados;
- en Álava 4 BIs con 1.874 infantes;
- en Guipúzcoa 6 BIs con 4.134 hombres;
- en Vizcaya 7 BIs con 2.415;
- y en Cantabria 2 BIs con 1.064 infantes.
Los BIs están muy lejos de cubrir sus 800 plazas y en algunas divisiones muy lejos; la media era de 650 soldados por batallón.
Si hay que creer a Maroto, la situación del ejército realista al hacerse cargo del mismo no podía ser más lamentable, pues la moral se hallaba enormemente deteriorada, y eran numerosos los voluntarios que abandonaban las filas y marchaban a sus casas, con el propósito de no volver a incorporarse. Dedicado a la reorganización de sus fuerzas y a elevar el ánimo de las mismas, el general carlista no acudió en socorro del fuerte de Labraza, tomado por Espartero a mediados de julio, acentuando así su dominio sobre la Rioja Alavesa.
La atención de ambos bandos se situó entonces sobre Estella, pues Espartero concentró tropas para su ataque, y Maroto hizo lo propio, tomando cuantas medidas consideró oportunas para la defensa. Finalmente, esta no fue necesaria, pues ante la actividad de su oponente, la derrota de Oráa en su intento de apoderarse de Morella y las incursiones de Balmaseda en su retaguardia, Espartero optó por abandonar la empresa: “tan inesperado suceso infundió nuevo aliento en nuestras filas dándoles la fuerza moral de que carecían”.
A mediados de septiembre, el general García efectuaba una incursión por el valle de Igarbe, batiendo en las faldas del Perdón a las tropas de Alaix y Ezpeleta, que perdieron 200 muertos y 500 prisioneros; por lo que Espartero se vio obligado a escribir al gobierno para que le enviase cuanto antes las tropas del ejército de reserva.
Batalla de los Arcos o de Sesma (3 de diciembre de 1838)
El 1 de diciembre de 1838, el general Diego León se preparaba para el enfrentamiento con el ejército carlista, dirigiéndose desde Carcar y Andosilla hacia Los Arcos. En la madrugada del 3 de diciembre, ordenó a la brigada de vanguardia, liderada por el coronel Manuel de la Concha, tomar posición en una altura estratégica, mientras organizaba al resto de sus brigadas y posicionaba sabiamente su división de caballería.
Los carlistas avanzaron con la intención de sorprender la retaguardia de León. Este último reaccionó rápidamente, avanzando con su escolta y escuadrón de cazadores, posicionando la batería cristina para contener al enemigo y ganar tiempo hasta la llegada de dos escuadrones de granaderos y lanceros de la Guardia, a quienes ordenó cargar contra el enemigo.
Los carlistas hicieron el último esfuerzo por ganar el campo, pero sin más resultado que tener que huir a los montes de Arroniz, dejando 120 muertos, bastantes heridos que pudieron escaparse con sus caballos y un teniente, un sargento y 19 soldados prisioneros malheridos, todos de lanza y sable; pues no se disparó más tiros que un disparo que alcanzó al comandante de lanceros Francisco Javier Herreros.
Las bajas cristinas fueron de dos muertos y 33 heridos, y 5 caballos muertos y 7 caballos heridos.
La destacada actuación del capitán Arturo Azlor de Aragón en la batalla fue excepcional: a pesar de recibir dos heridas de lanza, lideró un ataque valiente obligando a la retirada del enemigo. Su coraje y determinación fueron reconocidos con la concesión de la prestigiosa Cruz Laureada de San Fernando. Otros valientes combatientes, como el coronel de la brigada auxiliar británica Lasausaiye, el capitán comandante Howgrave y el coronel comandante de lanceros de la Guardia, Herros (quien perdió la vida en la batalla), también fueron clave para la victoria.
El Regimiento de Granaderos a Caballo fue honrado con la corbata de la Orden de San Fernando en su estandarte por su destacado comportamiento en la batalla. Además, a propuesta de Espartero, el general León fue galardonado con la Gran Cruz de Carlos III por su liderazgo excepcional en ese enfrentamiento.
No era este el mejor antecedente para poner en marcha el arriesgado plan de operaciones que Maroto propuso a don Carlos, y que consistía en poner a su disposición las tropas que cubrían la línea de San Sebastián, Vitoria, Bilbao y Navarra, dejando solamente partidas de observación, para el frente de 30 o 40 batallones con los que emprender la ofensiva contra Espartero.
A ello se unió la petición de que se pusieran bajo su mando las fuerzas carlistas de las demás provincias, facultad que hasta entonces no había tenido ninguno de los generales de don Carlos, y que estaba en abierta contraposición con los más elementales principios del arte de la guerra, pues suponía alejar el centro de decisión del campo de batalla. “Cuando esperaba la concesión de tan justas peticiones, me encontré con la negativa de ellas, porque en el consejo de Arias Tejeiro, se persuadió a don Carlos que tales peticiones envolvían ambiciosas miras y siniestra intención”, afirma en su Vindicación el general Maroto, para el que toda negativa a sus designios debía ponerse en relación con la más compleja de las conspiraciones.
El 16 de diciembre, tenía lugar el último encuentro importante del año, la victoria carlista de La Población, cuyo fuerte no pudo ser tomado por los liberales, que perdieron más de cuatrocientos hombres entre muertos y heridos, siendo perseguidos en su retirada por el coronel Ruiz de Eguilaz.
Así pues, y aunque no parece que Maroto tuviera mucho que ver en ello, pues casi todos los triunfos se debieron a iniciativas del partido apostólico, a finales de 1838 los carlistas del Norte no solo no se encontraban en una situación de inferioridad con respecto a sus oponentes, sino que, con excepción de la Rioja Alavesa, habían mantenido o avanzado sus posiciones.
Por tanto, en enero de 1838 los liberales controlaban un total de 119.400 almas, mientras que un año más tarde esta cifra se había reducido a 105.756, extendiéndose las actuaciones carlistas por nuevas zonas de Navarra, aunque a cambio de una pequeña disminución del número de habitantes del “país libre”. Por lo que se refiere al extremo opuesto, la provincia de Santander, 1838 es sin duda el año dorado de los realistas cántabros, que van extendiendo su dominio por la provincia en una campaña que culmina el mes de diciembre con la toma de Guriezo, donde había una fundición apta para la producción de cañones.
La impotencia de las fuerzas cristinas para recuperar el terreno perdido quedó de manifiesto el 2 de enero de 1839, cuando el general Castañeda fue batido por Goñi en Ampuero, perdiendo más de 200 muertos y heridos, y dejando en poder de los realistas 77 prisioneros.
El estado de impotencia y agotamiento en que se encontraban ambos ejércitos hizo que las operaciones militares de comienzos de 1839 apenas revistan importancia, pero la situación cambió diametralmente a mediados de febrero de 1839; cuando en el seno del partido carlista estalla la más atroz de las crisis como consecuencia del fusilamiento de los generales Sanz, Guergué, García, el brigadier Carmona, el intendente Uríz y el oficial de la secretaría de guerra Ibáñez, en el Puy de Estella.
Tras la muerte de Zumalacárregui, habían comenzado las discordias en el seno del ejército carlista, discordias a las que no fue en absoluto ajeno el general Maroto, pues pronto se vio considerado como el jefe del partido moderado. Dentro de este partido, en cuya formación incidieron tanto factores ideológicos como personales, y en el que siempre hubo un marcado tono militarista, se distinguió por los fuertes juicios emitidos no solo contra el general Moreno, sino también contra la organización del cuartel real y el gobierno de don Carlos, hasta el punto que en una reunión mantenida en Zúñiga, a la que asistieron La Torre, Zaratiegui, Bellenjero, Arjona y Arizaga, “indicó la necesidad que había de promover actos parecidos a los que más adelante practicó en Estella”.
Pese a que el Pretendiente no ignoraba esta circunstancia, ni los rumores que hacía correr en el ejército contra Moreno, cuyo último designio parecía ser lograr que hubiese una proclamación a su favor para obtener el mando; Maroto consiguió ganarse la confianza de don Carlos, participando activamente en las murmuraciones del cuartel real.
Su breve y nada brillante estancia en Cataluña tuvo como consecuencia su descrédito en las filas carlistas, pero la persecución desatada contra los militares moderados tras el regreso de la Expedición Real contribuyó a presentarle como una víctima más del partido encabezado por Arias.
Según parece, don Carlos había manifestado en diversas ocasiones su propósito de que Guergué fuera sustituido por Sanz u O’Neill (general que había ofrecido hacía tiempo sus servicios, pero al que nunca se había dado la orden de unirse al ejército, por lo que continuaba en el extranjero). Pero otros eran los propósitos de su camarilla, que consideraba necesario deshacerse de Arias para controlar el poder, y necesitaba para ello colocar al frente del ejército a un general de su entera confianza.
Villavicencio, el barón de los Valles, y el padre Gil consiguieron en primer lugar que su presencia fuera reclamada, pues tras su fracaso en Cataluña se le había denegado el permiso para volver al Norte. La derrota en la batalla de Peñacerrada (20 al 22 de junio de 1838) les sirvió como elemento de presión para conseguir la destitución de Guergué y su sustitución por el recién llegado.
Incapaz de resistirse a los deseos de sus favoritos, no por ello dejaba don Carlos de guardar algunas prevenciones contra su nuevo jefe de Estado Mayor, y el mismo día que el ministro de la guerra efectuaba su nombramiento, mantuvo una reunión con Florencio Sanz, Juan Echeverría, el predicador Francisco Domingo y el cirujano Gelos, ordenando al primero de ellos que escribiese a su hermano y a los generales García y Carmona para darles a conocer la decisión que se había visto obligado a tomar. Encargándoles que observaran si Maroto se inclinaba hacia una transacción, a lo que contestaron que no se consideraban facultados para discutir las órdenes del Rey, y que puesto que él le había nombrado, le obedecerían como si fuera Zumalacárregui.
Desde el mismo momento de su entrada en las Provincias, Maroto se dedicó activamente a ganarse la confianza del ejército. Favorecido por la llegada de cuantiosos fondos, que habían permanecido hasta entonces detenidos en Bayona, pudo hacer que los soldados cobraran puntualmente sus sueldos, e incluso parece que hizo correr la voz de que se trataba de dinero procedente de su fortuna particular, anticipado generosamente para hacer frente a las necesidades de la tropa.
El 29 de agosto, logró que el marqués de Valdespina fuese nombrado nuevo ministro de la guerra, en sustitución de Arias, que no parece que opusiera ninguna resistencia; pues aunque Maroto tratase de hacer ver lo contrario, parece que la amistad que en esta época le mostraba el favorito de don Carlos era completamente sincera.
Todos sus esfuerzos se dirigieron entonces a separar del ejército a cuantos oficiales se habían distinguido por su adhesión al partido apostólico, sustituyéndoles, con la aprobación del nuevo ministro, por 350 oficiales que por diversos motivos habían sido separados de sus empleos y se encontraban en los depósitos, hallándose, por tanto, resentidos contra el ministerio. El cambio afectó también a diversos generales y así separó a Sopelana e Iturriza de las comandancias generales de Álava y Guipúzcoa, e hizo salir del Estado Mayor General a los ayudantes y adictos que no le inspiraban confianza, enviándoles al depósito de Alsasua.
No perdonaba tampoco medio alguno de ganarse la confianza de los pueblos, y así recoge Mitchell que llegó al punto de ordenar al alcalde de Estella que arrestase a los liberales más significados de la ciudad, obligándole a cumplir la orden a pesar de su resistencia, para posteriormente atribuirse el mérito de su liberación.
Según parece, Maroto había tratado de ganarse la confianza de los generales del partido apostólico, llegando a proponer, nada más llegar del país vecino, que se pasase por las armas a Zaratiegui y otros encausados. No pudo, sin embargo, lograr su objetivo, y así comenzaron en septiembre de 1838 sus disputas con el brigadier Balmaseda, que acaba de regresar tras establecer la guerra con notable éxito en los Pinares de Soria, y al que se negó a dejar partir con los efectivos de su división. La disputa, que duró varios meses, y en la que es más que dudoso que Maroto actuase rectamente, concluyó con la prisión de su oponente, decretada por don Carlos a comienzos del año siguiente.
Más escandalosa fue aún su actuación con el general Sanz, jefe de la división navarra del ejército de operaciones, pues habiendo tenido noticia de que había solicitado un permiso para pasar a los baños de Betelu, le ordenó pasase a ello de inmediato, a pesar de que este manifestó su deseo de hacerlo más tarde debido a los últimos movimientos del enemigo.
El 10 de septiembre Sanz dejaba en manos de Valdespina una dura exposición contra el jefe de Estado Mayor, y el día 18 aparecía en el Centinela de Bayona un artículo en el que se afirmaba que el general navarro había tratado de entregar sus tropas al enemigo, y que las disposiciones tomadas por Maroto le habían obligado a fugarse a Francia.
Como anunciaba en su exposición, Sanz marchó de nuevo a ponerse al frente de su división, pues no había sido formalmente separado de ella, pero Maroto, seguro de contar con el apoyo del ministro de la guerra, mandó al comandante general de Navarra que no le permitiese hacerlo. García no dejó de cumplir la orden, indicándole que Maroto deseaba verle en Estella. El 7 de octubre Sanz ponía una nueva representación en manos del rey, donde le daba a conocer cómo había sido separado del mando.
Según cuenta su hermano, quiso don Carlos tomar alguna providencia contra Maroto, tal y como había prometido a Sanz ante el abuso de que había sido víctima. Pero Valdespina y un cortesano le hicieron desistir de su intento, ya que sería vergonzoso procesar a dos generales, aconsejando también que Sanz quedase en el cuartel real a fin de evitar mayores disturbios. Fracasados los intentos de atraerse a García, con quien había mantenido numerosas entrevistas cuando la proyectada campaña de Espartero para tomar Estella. Maroto representó en varias ocasiones en su contra, y cuando aquel obtuvo una brillante victoria sobre Alaix y Ezpeleta en El Perdón, testimonio de su descontento delante de buena parte del Estado Mayor, “sea porque estaba celoso, sea porque pensaba que un suceso tan favorable no ayudaría a sus posteriores propósitos”.
El brigadier Carmona, que servía como subjefe de Estado Mayor, fue reemplazado por el conde de Negrí, y enviado junto a García, librándose así Maroto de un jefe en el que no confiaba.
Poco a poco, y como consecuencia de su larga inactividad, crecían las murmuraciones contra Maroto, y parece ser que el 18 de octubre de 1838 don Carlos se decidió a marchar a Estella y separarle del mando, pero ese mismo día se tuvo noticia de la llegada de la princesa de Beira, quedando por el momento desarticulado el intento, pues la esposa de don Carlos traía fuertes prevenciones contra el ministerio y los generales navarros, lo que sería aprovechado por Maroto para hacer correr la voz de que contaba con su apoyo.
Los ministros, que hasta entonces habían prestado su colaboración al jefe de Estado Mayor, pidieron a don Carlos que aceptase su dimisión o destituyese a Maroto, postura en la que fueron secundados por el general García, el comandante de la guardia de honor de infantería (Ochoa de Olza), el hermano de Sanz, el intendente Uríz, el presidente de la Junta de Navarra (Echeverría) y Domingo de San José. Aunque desde una perspectiva completamente diferente, el auditor Arizaga daba a don Carlos los mismos consejos, pero el monarca no se decidía a adoptar ninguna de estas opciones.
No tardó mucho en correrse la voz de que Maroto se había puesto en contacto con Espartero para llevar a cabo una transacción, y que se mantenía una correspondencia entre ambos generales aprovechando las ocasiones que presentaban los canjes de prisioneros. De nada sirvió que Sanz y García (que al parecer tenía conocimiento de ella por un oficial empleado en las oficinas de Espartero) expusieran sus temores al Pretendiente, pues este siguió negándose a decidirse por ninguno de los dos partidos, a pesar de que entre diciembre y febrero, alarmados con la forma en que Maroto disponía de las cosas, los ministros dimitieran cinco veces de su cargo.
Mientras, Maroto fomentaba los rumores contra el ministerio y la política del monarca, siendo activamente secundado por numerosas personalidades del entorno de don Carlos. A principios de enero se corrió el rumor de que el Pretendiente iba a separar a los ministros, y durante los días que el cuartel general permaneció en Durango se habló libremente contra estos y los demás consejeros de la Corona, “marcándose el deseo y la resolución de fusilarlos”. Comenzó a oírse que pronto iba a acabarse la guerra, “indicación que nadie creyó, pero que excitó el interés general y dio lugar a secretas averiguaciones”.
Prueba de lo exacerbadas que por aquel entonces se hallaban las opiniones, y del claro espíritu de rebeldía existente en las filas del ejército, fueron los comentarios a que dio lugar un imprevisto movimiento del cuartel real hacia Oñate, que hizo pensar que don Carlos “abrigaba el proyecto de trasladarse a Navarra para formalizar con los jefes que allí estaban desafectos a Maroto, un plan de oposición a su mando, antes que llegase este con su columna”.
Los comentarios a que dio lugar la discusión suscitada con este motivo fueron francamente subversivos, y Arizaga llegó a manifestar que, “si han de tomarse medidas violentas, la natural y procedente es la de marchar esta madrugada para llegar a Oñate al mismo tiempo que el cuartel real, y hacer un escarmiento en los que no quepa duda que sean autores de los males que nos afligen”. Aunque se llegó a pensar seriamente en ejecutar este proyecto, se acordó aplazarlo hasta conocer el espíritu de Navarra.
Poco después, ignorante de cuanto se había tratado y de los propósitos que se le habían supuesto, don Carlos se presentaba a pasar revista al ejército. Quedó todo así en una falsa alarma, pero merece la pena destacar lo sorprendente que resultaba el que los jefes militares se hubieran expresado en los términos en que lo hicieron. Don Carlos, en su calidad de rey absoluto, tenía poder para obrar en este tema con plena libertad, conforme a las leyes y conforme también a la visión que de la autoridad real se suponía habían de tener sus defensores.
Pero el mal estaba no solo en las filas del ejército, sino también en el propio cuartel real. En Oñate era pública la antipatía de los hermanos Montenegro hacia el gobierno y las ideas que procuraban difundir entre la población y el cuerpo de artillería. En Estella se producían las mismas murmuraciones en casa del gobernador. Mazarrasa no duda en calificar de “canalla palaciega” a quienes rodeaban a don Carlos, y les culpaba de todos los males de la causa, y las mismas acusaciones podían verse en las obras de Mitchell, Sanz y Casares.
Una propaganda hábilmente orquestada había difundido también en los pueblos el odio al ministerio: “Los ministros del rey eran presentados como agentes de los cristinos y pagados por ellos; habían vendido las provincias y la nación, dilapidaban los fondos, protegían a los ojalateros, eran enemigos del pueblo vasco navarro, ataban las manos al general Maroto, le impedían atacar a los cristinos; en fin, no había crimen del que no fuesen culpables ni maldad que no les fuese atribuida”.
La conversación mantenida entre don Carlos y Maroto con motivo de la revista del ejército celebrada entre Vergara y Mondragón no resolvió ninguno de los puntos pendientes; pues el general volvió a insistir en que se tomasen medidas contra cuantos suponía actuaban en su contra, a los que amenazó con fusilar. Tras una breve estancia en Loyola, donde conversó con el padre Gil y el arzobispo de Cuba, con quienes discurrió “acerca de los medios de obligar al príncipe a que abriese los ojos sobre sus verdaderos intereses”, quedando Gil encargado de comunicar al monarca que Maroto estaba resuelto a tomarse la justicia por su mano, Maroto envió varios oficiales para que prendieran al general Sanz, su hermano, y el oficial de la secretaría de guerra Ibáñez.
Fusilamientos de Estella (18 de enero de 1839)
Al día siguiente, las tropas se pusieron en marcha con dirección a Navarra, en cuyo camino se presentaron varios oficiales procedentes de aquel reino que portaban mensajes para Maroto. El intendente Uriz, que coincidió casualmente con la columna, fue también detenido, y el 17 de febrero de 1839 hacía Maroto su entrada en Estella. El general García, que ajeno a cuanto se fraguaba vio penetrar al jefe de Estado Mayor desde la ventana de su casa, fue al poco advertido de que con él habían entrado en calidad de presos Sanz y Uriz, y que su domicilio estaba siendo rodeado por las tropas.
Inducido por el comandante del BI-XII de Navarra y el cura de San Pedro, García trató de escapar disfrazado con las ropas de este último, pero fue reconocido en las puertas de la ciudad y puesto a disposición de Maroto. Poco después llegaba Guergué, preso en su casa de Legaria. El brigadier Carmona, que en aquellos momentos se encontraba al frente de los batallones navarros, recibió órdenes de Maroto para presentarse en Estella, como hizo a la mañana siguiente.
Aquella misma noche Maroto reunió a los jefes de los cuerpos que le acompañaban y les pidió su parecer. Poco más tarde acudieron a su alojamiento los generales Silvestrí y Negri, que no estaban de acuerdo con esta providencia, pese a lo cual Maroto escribió de su puño y letra la orden para que los prisioneros fuesen pasados por las armas, como se verificó el día 18 de febrero en Estella, sin formación de causa; hizo fusilar a los generales Sanz, Guergué y García, al brigadier Carmona, al intendente Uriz y al oficial de la Secretaría de Guerra Ibáñez.

Tanto Gómez como Zaratiegui, Elio y los demás generales encausados con anterioridad, hubieran sido inexorablemente pasados por las armas. De nada sirvió que los detenidos pidieran “los derechos de defensa y trámites privilegiados que por ordenanza corresponden a sus respectivas graduaciones”, ni que hubiera disposiciones expresas de don Carlos prohibiendo que se ejecutase a nadie sin que la sentencia hubiera sido ratificada por él; pues, como reconoce Arizaga, se pasó por encima de todas las leyes.
Culpables o inocentes, los generales navarros no eran el verdadero objetivo de Maroto, sino las personas de quienes debía deshacerse antes de poner en marcha sus proyectos. Su más que impertinente exposición a don Carlos dándole a conocer los fusilamientos de Estella.
La reacción del gobierno no estuvo ni con mucho a la altura de los acontecimientos. Aunque en la misma tarde del 18 se tuvo noticia de los acontecimientos de Estella, ordenó don Carlos la inmediata liberación de Balmaseda, preso en el castillo de Guevara, librándole así de seguir la misma suerte de los ya ajusticiados. No fue hasta el día 21 de enero, al tener noticia de que Maroto marchaba contra el cuartel real, cuando se tomaron las primeras providencias para hacerle frente.
Tras promulgar un decreto en que se separaba a Maroto de su puesto y se le declaraba traidor, don Carlos reunió un consejo en el que la mayor parte de los asistentes se inclinó porque se pusiera a la cabeza del ejército y pasase a arrestar al general rebelde. Mientras que otros hacían ver la conveniencia de emprender una retirada que permitiese ganar tiempo e hiciese ver a las tropas cuál era la voluntad de su rey, que fue la decisión finalmente adoptada. Tras rechazar don Carlos el ofrecimiento de su hijo primogénito para ponerse al frente de las tropas leales y marchar a detener a Maroto, tuvo lugar un segundo consejo al que asistió Balmaseda, pero también fueron rechazados sus ofrecimientos de dirigirse contra los rebeldes.
Por fin, en una tercera reunión, se acordó que Villarreal y el príncipe de Asturias tomasen el mando. Pero cuando el duque de Granada de Ega, nombrado ministro de la guerra en sustitución del marqués de Valdespina, presentó el decreto a don Carlos, este se negó a firmarlo manifestando que era demasiado joven. No anduvo muy acertado don Carlos (tal vez presionado por su camarilla) a la hora de designar a los generales que debían defenderle de Maroto, pues encargó de ello a los mismos que en su día habían sido perseguidos por el partido apostólico, al que este trataba de derrocar. Mientras que Balmaseda salía a hacerse cargo de las tropas de Navarra, Urbiztondo recibía el encargo de contener a Maroto en Tolosa, y Villarreal el de colocarse en Alsasua.
Difundido con enorme rapidez por todo el país vasconavarro, el decreto de don Carlos, leído por el propio Maroto a sus tropas, no tuvo en ellas el menor efecto, por lo que pudo continuar su marcha sin mayores incidentes. Urbiztondo, que ya antes de salir del cuartel real había manifestado a una persona de influencia la necesidad de llegar a un rápido acuerdo con Maroto antes de que Espartero pudiese tomar ventaja de estos sucesos, llegó a Tolosa en la mañana del 23 y se entrevistó con don Sebastián a fin de que este tratase de moderar la reacción de su tío.
No deseando verse involucrado, el infante le recomendó ponerse en contacto con el obispo de Guarda, que marchó a Villafranca y logró convencer a don Carlos, que accedió a escuchar las peticiones de Maroto siempre que este no pasase de Tolosa. A decir verdad, se limitó a autorizar lo que ya estaba hecho, pues antes de recibir su respuesta Urbiztondo había retirado las tropas colocadas para obstaculizar el paso del ejército. Tras dialogar con el conde de Negrí, que por encargo de Maroto pasaba a la corte, Urbiztondo mantuvo una entrevista con el jefe de Estado Mayor, que se expresó en los siguientes términos: «Diga V. a don Carlos, que marchó sobre el cuartel real, dispuesto a castigar a cuantos hombres criminales le rodean, y que aun cuando se metan debajo de su cama los he de fusilar».
Mandando antes un emisario para que diera cuenta de lo ocurrido, con el propósito de extender el pánico entre los posibles afectados, Urbiztondo penetró en Villafranca, donde las palabras de su mensajero habían dado lugar a que fuesen escuchados el conde de Negri y el barón de los Valles, enviados de nuevo al cuartel general para recoger las pretensiones de Maroto. Encontró a don Carlos en el momento en que se disponía a salir para Segura, donde estaban los ministros, y logró convencerle de que se quedase, aunque se quejó amargamente del menoscabo que sufría su autoridad con la conducta escandalosa de Maroto.
No tardó mucho en llegar la respuesta de este, reducida a pedir el destierro de una larga lista de personas, la mayor parte de las cuales había sido incluida por el barón de los Valles. Convino en ello don Carlos, que, deseoso de calmar la irritación de Maroto por el decreto en que se le declaraba traidor, encargó a Arizaga, en presencia de numerosos individuos de la corte, la redacción de un nuevo decreto donde le daba la razón en cuanto había actuado hasta entonces.
En este mismo día suprimió don Carlos la junta consultiva del ministerio de la guerra, para el que fue nombrado el brigadier de artillería Juan de Monenegro, mientras que la secretaría de Estado era puesta en manos de Paulino Ramírez de la Piscina, “haciendo variar estos actos el aspecto de los negocios carlistas, cual lo exigía la necesidad, pues en otro caso estaba yo resuelto a hacer sentir en las personas, desde el obispo de León hasta sus más ínfimos cómplices, los fatales efectos que ellos mismos habían ocasionado con sus intrigas y pérfidos manejos”. Pero, según Maroto, no fue esto suficiente para aplacar a las tropas, que deseaban pasar al cuartel real y fusilar a cuantos encontraran, y que “observando que el príncipe solo había condescendido a la expatriación de las personas que tantos daños causaron, aumentaron sus resentimientos y disgustos”.
Todo estaba concluido. Arias, que volvió a Segura el 24 de enero, y a pesar de los obstáculos que le pusieron las personas que rodeaban a don Carlos, pudo conseguir una entrevista con este; hubo de escuchar cómo su rey le manifestaba que le era imposible protegerle, recomendándole abandonar el país. Los generales que habían aconsejado al rey hacer frente a las exigencias de Maroto, los que habían empezado a cumplir el decreto que le declaraba traidor, se vieron obligados a marchar al exilio o, como hizo Balmaseda, refugiarse en el Maestrazgo, quedando el ejército completamente en manos de su oponente, que nombró a Elio comandante general de Navarra, a Simón de La Torre de Vizcaya y a Urbiztondo de Castilla. Otros jefes que habían sido perseguidos en épocas anteriores, como Villarreal o Zaratiegui, encontraron colocación en el remodelado cuartel real o en el de Maroto.
Conversaciones entre Maroto y Espartero
Tal y como sospechaban los generales navarros, Maroto había iniciado sus contactos con el enemigo algún tiempo atrás, si bien no era demasiado explícito a la hora de narrar los primeros contactos, pues se limita a afirmar que “poco antes de los sucesos de Estella, Espartero me había hecho indicaciones de conciliación”. Más explícito es Arizaga, que no solo da cuenta de la entrevista mantenida el 15 de enero de 1839 por Maroto y el coronel Paniagua (con quien luego se sostuvieron nuevas entrevistas).Al término de la cual se expresó aquel en los siguientes términos: «Déjeme V. a mi obrar, que son cosas muy delicadas, y tenga V. entendido que todo se arreglará; la guerra se concluirá, y la suerte de los hombres variará honrosa y ventajosamente, salvándose los principios y teniendo lugar el mismo don Carlos y su hijo», sino que también informa de las gestiones hechas por dos jefes carlistas, presos en el depósito de Zaragoza, que bajo pretexto de llevar una solicitud a don Carlos hablaron con Maroto sobre la necesidad de un arreglo tras haber conferenciado con Espartero.
Es también el auditor de don Carlos quien recoge la más grave acusación que se haya formulado contra Maroto. Cuenta cómo, al acceder Espartero, en los últimos días de la guerra, a establecer un par de días de tregua, hizo presente “que sentiría produjese su segunda condescendencia iguales resultados que los que se siguieron a los fusilamientos de Estella, en cuyos días había paralizado sus operaciones, confiado en su palabra empeñada”. Como no es lógico que Espartero desaprovechase ocasión tan favorable sin las más explícitas garantías, todo hace suponer que, de ser cierta esta afirmación, Maroto había fusilado a sus compañeros de armas con previo conocimiento de Espartero, al que debió hacer ver las ventajas que de ellos se derivarían.
Una iniciativa de Joaquín Berrueta, intendente de Logroño, para satisfacer la curiosidad de que en las filas cristinas habían motivado los fusilamientos de Estella, tuvo como consecuencia la apertura de un nuevo canal de comunicaciones, que sin duda debió venir que ni pintado en un momento en que las conversaciones a través de la vía militar hubieran podido despertar grandes sospechas. El comerciante Martín de Echaide, residente en zona carlista, fue el encargado de desempeñar esta comisión, para la que fue elegido por las relaciones que mantenía en el campo de don Carlos, “y hasta con el general Maroto”.
No tuvo excesivos inconvenientes para realizar su primera empresa, pues Maroto le explicó que los fusilamientos se debían a que Tejeiro, el obispo de León, el padre Larraga, el cura Echevarría y los generales Guergué, García y Sanz, así como su hermano Florencio, conspiraban para conseguir que decayese en la gracia de don Carlos y pasarlo por las armas. Siendo su propósito conseguir la libertad de los generales encausados tras la expedición real y continuar la guerra.
Vistos los resultados, Berrueta encomendó a Echaide que averiguase si Maroto estaría dispuesto a entrar en negociaciones con Espartero, con lo que este se mostró conforme, si bien haciendo comprender al mensajero que, en caso de traslucirse el tema que trataban, le haría fusilar por traidor.
Fue pues, necesario poner a Espartero en antecedentes de estas conversaciones, que hasta la fecha ignoraba, indicando Maroto que en adelante todas las comunicaciones se mantuviesen por aquel conducto, pues de otra forma su situación podía resultar comprometida.
No empezaron con buen pie las negociaciones, pues Espartero se mostró dispuesto a conceder a Maroto y su ejército cuantas ventajas deseasen, pero no a discutir sobre don Carlos, aspecto que el general realista creía imprescindible para lograr convencer a sus compañeros. No obstante, Maroto afirmó que había dejado entrever a sus colaboradores el inicio de estas conversaciones, con cuyo mantenimiento estaban de acuerdo siempre que se incluyese al Pretendiente.
Más adelante propuso un matrimonio entre el hijo mayor de don Carlos e Isabel II, a lo cual, como es lógico, contestó Espartero de forma negativa, diciendo que habría de consultar con el gobierno. Terminaron aquí por el momento las gestiones de Echaide, pues al marchar hacia Ramales ambos ejércitos, Maroto se dispuso a utilizar otros contactos.
Batalla de Ramales (17 de abril al 12 de mayo de 1839)
Dispuesto a comenzar una ofensiva que detuviese los avances carlistas en la provincia de Santander, Espartero marchó con el grueso de sus tropas hacia las formidables posiciones de Ramales y Guardamino, adonde también se encaminó Maroto con las suyas. No quiso, sin embargo, el jefe carlista comprometerse en una acción generalizada, cuyo fracaso hubiera puesto en tela de juicio su actuación al frente del ejército, y se limitó a observar cómo algunos de sus subordinados trataban de frenar los avances cristinos.
Si hay que creer el testimonio recogido por Pirala, el brigadier Sacanelí, que había logrado mantener las líneas carlistas, recibió orden de abandonarlas y fue separado del mando; pues se temía que en caso contrario no se pudiera contar con las tropas castellanas, debido al gran prestigio que entre ellas tenía su jefe. Abandonados a su propia suerte, no por ello cejaron en la lucha los defensores de Guardamino, que incluso se negaron a aceptar las órdenes de Maroto para capitular con Espartero en las más honorables condiciones, hasta que les fueron repetidas por un ayudante.
Mal podía Maroto esmerarse en la defensa de estas posiciones, cuando a lo largo del combate había vuelto a entrar en tratos con Espartero, que le propuso concurriera con todas sus tropas en los campos de Sesma, haciendo lo propio, para proceder a una reconciliación general. Contestando a las críticas hechas por Aviraneta a la actuación de Espartero, que había emprendido la ofensiva por uno de los lugares más difíciles, se expresa Arizaga en los siguientes términos: “Las operaciones militares del duque de la victoria no podían servir de entorpecimiento al tratado de paz, porque fueron emprendidas y ejecutadas cuando ya el general Maroto, el ejército y las provincias tenían contraídos empeños tales, que les era difícil retroceder”, por lo que daba igual el punto por donde se atacase, pues “aquellas operaciones se emprendieron por el ejército de la Reina cuando el general Maroto y su ejército estaban comprometidos a la paz, como lo justificó la débil defensa de Ramales y Guardamino;… el ataque a las líneas carlistas por cualquier otro punto, abstracción hecha de tratos e inteligencias, hubiera costado torrentes de sangre”.

Desarrollo de la batalla
Las fuerzas liberales, que inicialmente duplicaban a las de los carlistas, llegaron a cuadruplicarlas al mantener Maroto en reserva, sin llegar a emplearlos, a 8 de sus 17 batallones; esto y el hecho de haber ordenado capitular a los defensores del fuerte de Guardamino, que defendía el comandante carlista Carreras, antes de haber sido atacados y cuando se encontraban física y moralmente dispuestos a defenderse hasta el último extremo, hizo que el general carlista fuera acusado de complicidad con Espartero, pese a que se les hubieran explotado varios cañones mal fabricados en Guriezo.
También se cree que, siendo los mandos cántabros apostólicos, no mantenían una buena relación con el general Rafael Maroto, ni con Cástor de Andéchaga, lo que contribuyó a que los mandos carlistas pusieran en primera línea a los batallones cántabros en la batalla de Guardamino. Su conducta posterior hace que hoy se pueda asegurar que Maroto pudo haber sido más beligerante con Espartero, atestiguando los testimonios que Maroto mantenía contactos con Espartero a través de emisarios extranjeros (británicos) con el objeto de lograr una salida digna para la facción a través de un armisticio.

Los carlistas se asentaban en Ramales y Guardamino y colocaron el cañón el Abuelo, dominando la carretera desde la cueva de la Lobera (entre Lanestosa y Ramales), lo que impedía el paso de la tropa. La cueva estaba defendida por un teniente, un sargento segundo y 25 soldados voluntarios, con municiones para algunos días, víveres y agua. (En la cueva existen dos pozas en épocas pluviosas, como fue la batalla).
Espartero, que entraba a Ramales por la carretera de Lanestosa, ordenó el ataque a la caverna el 27 de abril, el cumpleaños de María Cristina; atacó con fuego de fusilería la tercera división mandada por el general Francisco de Paula Alcalá y se emplazó la artillería, dirigida por el comandante general Joaquín de Ponte. Aquel día se distinguieron en el combate los capitanes de Osma de artillería y de Echagüe de guías.
Hay varias versiones de cómo se logró. Para unos fue el guerrillero liberal Juan Ruiz Gutiérrez, alias Cobanes, oriundo de los valles pasiegos, quien, arrojando paja luego incendiada, les obligó a salir de la cueva (situación que es materialmente imposible, quedando como una fábula). Otra opinión es que fue cañoneada durante siete horas con 4×12 obuses; más tarde se ampliaron a 8×18 obuses, realizando unos 700 disparos. Finalmente, se apunta, y posiblemente se ensayaron los tres procedimientos, que se utilizaron cohetes británicos Congreve, los cuales llevaban en la cabeza un cartucho o proyectil que obligó a los 27 carlistas a salir de la cueva.
Espartero encomendó al general Leopoldo O’Donnell el ataque de las fuerzas guarecidas en las alturas del Mazo y al brigadier Ramón Castañeda (posterior conde de Udalla) el ataque contra los carlistas que dominaban la Peña del Moro.

Ramales fue batido por la artillería cristina, superando las fortificaciones carlistas, preparadas durante largo tiempo en dos casas frontales en la carretera. Al retirarse, el batallón carlista vizcaíno que estaba acantonado en Ramales incendió el pueblo, quedando solo en pie la iglesia de San Pedro, la taberna y tres edificios. Ramales se conquistó, pero quedó destruido por los atacantes y por los propios carlistas en su retirada a Guardamino.
El fuerte, tras una fuerte batalla donde corrió la sangre de las dos partes en los alrededores y donde los batallones carlistas cántabros quedaron diezmados y con la conciencia de haber sido traicionados (por no haber sido asistidos por los soldados que estaban en Carranza), capituló bajo la orden de Maroto sin necesidad de que fuera tomado por las fuerzas de Espartero.
Rendidos los carlistas, el general Espartero arengó a sus fuerzas en la orden del día 13 de mayo.
Secuelas de la batalla
De la dureza de los combates, llevados a cabo por ambas partes con valor y tenacidad, da idea el hecho de que las bajas fueron 988 entre los carlistas y 835 entre los cristinos.
El pueblo quedó en ruinas y hubo que reconstruir después los puentes y las casas incendiadas, pero aquella gesta le valió llamarse, desde entonces, Ramales de la Victoria. El general Espartero recibió de la gobernadora el título de duque de la Victoria por esta victoriosa batalla, aparte de ser nombrado alcalde por la corporación municipal constitucional que había sido repuesta tras la retirada carlista (cargo que no ejerció).
La pérdida de Ramales tuvo para los carlistas graves consecuencias, al verse obligados a evacuar el Valle de Carranza, perder la fundición de cañones de Guriezo y tener que abandonar las posibilidades de operar en tierras de Cantabria y, a través de ellas, poder invadir Asturias y llevar la guerra a Galicia. Aunque siguió habiendo presencia de guerrilleros carlistas en la región, que continuaron creando problemas para los lugareños, sucesos como el ocurrido en Ampuero, con amplias pérdidas cristinas, lo certifican.
La pérdida moral experimentada por los carlistas tras este fracaso, que marca el comienzo del final, en un principio lento, pero sin duda la eficaz ofensiva de Espartero, se traslució de inmediato en un notable aumento de la deserción de los batallones, quedando prácticamente disueltos los cántabros, pero extendiéndose el mal por todas las filas. Y nada tenía de extraño que ello sucediera en una época en que tantas y poderosas fuerzas trabajaban por introducir el desánimo en las fuerzas realistas.

Espartero, al tiempo que enviaba a los prisioneros a esperar el canje dentro de su propia tierra, con el fin convenido de contribuir a la pacificación general, dirigía repetidas alocuciones a las tropas enemigas para tratar de fomentar la deserción. Aviraneta, establecido en Bayona a principios de enero de 1839, se dedicó a imprimir proclamas subversivas, como la carta de un casero a los “ojalateros” de Castilla, o la supuesta proclama del padre Larraga, en las que se acusaba a don Carlos de haber autorizado los fusilamientos de Estella, y se presentaba el conflicto como algo ajeno a la sociedad vasca, logrando difundir 7.000 ejemplares de ambas publicaciones.
No contento con ello, hizo que sus agentes interesasen a numerosas jóvenes que tenían relaciones en el bando carlista, comisionándolas para pasar al mismo y ganar los corazones y voluntades de sus paisanos; propagando el germen de la discordia entre vascos y castellanos y fomentando el odio contra un tirano que, por sostener supuestos derechos a la corona, era frío espectador de tanta matanza y devastación.
Por si fuera poco, los jefes y oficiales fieles a Maroto expandían las mismas voces entre sus subordinados, a los que se hacía creer que pronto se firmaría una paz honorable, esparciendo voces múltiples infundios acerca de don Carlos, del que se llegaba a afirmar que después de cada batalla preguntaba cuántos caballos se habían perdido, pero no cuántos voluntarios habían muerto. Manzanera, Llodio, Orozco, Zornoza y Villarreal de Zumarraga fueron escenario de reuniones en que se fomentó el descrédito del pretendiente entre sus soldados, para lo cual se utilizó también a los capellanes de los cuerpos.