Guerras Carlistas Primera Guerra Carlista en el Norte Orígenes de la guerra

Antecedentes

Durante la Guerra Realista o Guerra Civil (1822-23), se había alzado contra el nuevo gobierno constitucionalista el llamado Ejército de la Fe, que, en nombre de Fernando VII, constituyó una regencia en Urgel (Cataluña). Algunos meses después, en abril de 1823, llegaba en ayuda de los realistas españoles el Ejército francés de los Cien Mil Hijos de San Luis, que logró liberar al rey Fernando VII y que, a diferencia de la invasión francesa de 1808, no solo no encontró resistencia en la población, sino que fue recibido con entusiasmo.

Pero el Trienio Liberal, con sus medidas secularizadoras, había sentado las bases del enfrentamiento social en España, que se agudizaría con la segunda restauración de Fernando VII. Aquel periodo conocido como la “Década Ominosa”, por la represión que se llevó a cabo contra los conspiradores e insurrectos liberales. Los carlistas, herederos del realismo fernandino, recordarían en años posteriores que los primeros facciosos que se habían rebelado contra el gobierno legítimo habían sido los liberales, y que el golpe de Estado de Riego, que en 1820 dirigió contra Fernando VII un poderoso ejército destinado a sofocar la rebelión independentista en América, había hecho perder a España la mayor parte de sus colonias. Los liberales, en cambio, presentarían a personajes como Rafael del Riego o José María de Torrijos como héroes nacionales víctimas del “fanatismo absolutista”.

En 1823, tras un primer gobierno absolutista presidido por Víctor Damián Sáez que organizó la represión de los liberales, ya en 1824 el rey encarga formar gobierno a Cea Bermúdez, marcando un giro total en su política. Formó un grupo al que se conocerá como “moderados”, que aceptan las reformas económicas de los liberales, pero también la autoridad del rey con las mínimas limitaciones. Frente a ellos se erigirán los liberales radicales llamados “exaltados”, aunque prefieren hacerse llamar “progresistas”, que no aceptan ninguna autoridad real y son obsesivamente anticlericales, y sus contrarios, los absolutistas radicales llamados “apostólicos” de su hermano el infante Carlos María Isidro.

En 1826 llegó a aparecer un manifiesto firmado por «una Federación de Realistas Puros», que pretendía elevar al trono al infante don Carlos María Isidro, hermano del rey, y derrocar a Fernando VII, si bien varios historiadores contemporáneos consideran probado que se trataba de una falsificación liberal para perjudicar al infante y enemistarlo con su hermano. En cualquier caso, en 1827 se produjo un levantamiento de los llamados apostólicos (ultrarrealistas), la Guerra de los Malcontents (agraviados), localizada otra vez en Cataluña. Los insurrectos, que creían nuevamente cautivo a Fernando VII, reclamaban, entre otras medidas, el restablecimiento de la Inquisición, y protestaban contra la impunidad con que las partidas de liberales asesinaban a clérigos y realizaban todo tipo de saqueos, violaciones y crímenes contra aquellos que tachaban de “serviles”.

Fernando VII no dudó en reprimir brutalmente a ambos grupos radicales: así, por ejemplo, en 1828 hizo ejecutar tanto a los miembros de la junta organizada por los absolutistas apostólicos en Manresa como a los mucho más conocidos liberales exaltados Mariana Pineda y Torrijos. Las ejecuciones de opositores políticos, incluso su secuestro y asesinato, eran comunes en la Europa de la época.

Problema sucesorio

Fernando VII en 1802 se casó con su prima María Antonia de Nápoles (1784-1806), hija de Fernando IV de Nápoles y María Carolina de Austria. La boda, celebrada en Barcelona el 4 de octubre de 1802, fue un doble enlace entre las dos ramas de los Borbones de España y de Nápoles, pues, al mismo tiempo, la infanta María Isabel de Borbón se casó con el príncipe heredero Francisco de Nápoles. Prevaleció la razón dinástica y los monarcas españoles aceptaron la imposición de María Carolina de Nápoles porque aspiraban a formar un sólido bloque con los dos reinos italianos de la familia (el de Nápoles y el de Etruria, cuyo soberano estaba casado con María Luisa de Borbón, hija de Carlos IV). Este bloque podría contar con la ayuda de Inglaterra y de este modo España estaría en disposición de contrarrestar las cada vez más onerosas exigencias de Bonaparte». María Antonia sufrió dos abortos y no hubo descendencia. Falleció de tuberculosis el 21 de mayo de 1806.

En 1816, Fernando se casó en segundas nupcias con su sobrina María Isabel de Braganza, infanta de Portugal (1797-1818), hija de su hermana mayor Carlota Joaquina y de Juan VI de Portugal.​ Fue desatendida por Fernando VII, que mantuvo durante el matrimonio con ella abundantes aventuras amorosas.​ Dio a luz a una hija, María Luisa Isabel, que vivió poco más de cuatro meses.​ Poco después, estando de nuevo embarazada, falleció a causa de una cesárea mal hecha, que tampoco salvó a la hija.​

En 1819 se casó por tercera vez con María Josefa Amalia de Sajonia (1803-29),​ hija de Maximiliano de Sajonia y Carolina de Borbón-Parma.​ No tuvieron descendencia.

En medio de este clima social, el rey Fernando VII, que preveía un gran problema sucesorio al no disponer de descendencia masculina directa. El 11 de diciembre de 1829, Fernando VII se casó por cuarta vez con otra de sus sobrinas, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. Para asegurar que la sucesión no iría a su hermano Carlos y sus “apostólicos”.

Fernando VII y Maria de Cristina de Borbón-Dos Sicilias en Aranjuez antes de su boda.
Boda de Fernando VII y Maria de Cristina de Borbón-Dos Sicilias en Aranjuez el 11 de diciembre de 1829.

El 29 de marzo de 1830, se promulgó la “Pragmática Sanción”, por la que pretendía derogar el Reglamento de sucesión de 1713 aprobado por Felipe V, comúnmente denominado como “Ley Sálica”, que impedía que las mujeres accedieran al trono.​ A los pocos meses, su cuarta esposa dio a luz a una niña, Isabel, que fue proclamada princesa de Asturias.​

Cuando, en otoño de 1832, Fernando VII cayó gravemente enfermo, los seguidores de su hermano, Carlos María Isidro de Borbón, consiguieron que el rey firmara la derogación de la Pragmática Sanción (los llamados Sucesos de La Granja), lo que supondría que este heredaría el trono.

Ante la situación terminal del rey en octubre de 1832, la reina María Cristina tuvo que formar un gobierno interino, designando de nuevo al “moderado” Cea Bermúdez para que lo presida, y para calmar los ánimos decreta una amnistía tanto para los liberales exaltados como para los apostólicos. Mientras tanto, la infanta Luisa Carlota se apoderó del documento de anulación: se presentó en el despacho del ministro Tadeo Calomarde reclamando el documento, él se lo presentó y ella se lo arrancó de las manos; él fue a decir algo y ella le propinó un bofetón antes de marcharse del despacho con el documento.

El ministro, ante la cara de pasmo de su secretario, que lo había visto todo, dijo la famosa frase “manos blancas no ofenden”, dejando correr la cosa. Todo un carácter el de la infanta, que poco después aprovechó una breve mejoría del rey para que firme de nuevo la anulación de la pragmática, y finalmente se promulga el 31 de diciembre de 1832 para que no haya marcha atrás: la niña Isabel será reina de España. Después de eso, el infante Carlos María Isidro no pudo hacer más que negarse a jurar el reconocimiento de Isabel como Princesa de Asturias, y por ello en junio de 1833 fue desterrado a Portugal.

El 29 de septiembre de 1833, muere el rey Fernando VII, subiendo al trono su hija de tres años como Isabel II de España. La reina viuda María Cristina establece una regencia como “reina gobernadora”, hasta que la niña Isabel alcance la mayoría de edad y pudiera asumir sus poderes como reina, contando con el respaldo de los “moderados” monárquicos y liberales a los que llamarán “cristinos” o “isabelinos”. Frente a ellos, el infante Carlos María Isidro no aceptó la sucesión y en Portugal se proclama rey como Carlos V con el apoyo de los “apostólicos”, que desde entonces serán llamados “carlistas”.

Muerte de Fernando VII el 29 de septiembre de 1833.

Regencia de María Cristina

A la muerte de Fernando VII, el rey la había nombrado en su testamento gobernadora del Reino, cargo en el que sería confirmada por las Cortes constituyentes en 1836. Tras quedar viuda, se enamoró de un sargento de su guardia de corps, Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, declarándose al mismo el 18 de diciembre de 1833 en la real quinta de Quitapesares y contrayendo matrimonio morganático secreto en el Palacio Real de Madrid. El sacerdote recién ordenado Marcos Aniano González, amigo del novio, celebró el enlace y siguió íntimamente ligado a la familia durante casi tres lustros en tanto que capellán de Palacio y único confesor de María Cristina.​ Este nuevo matrimonio de la reina gobernadora no fue bien visto por la sociedad de la época.

​Su hija y heredera al trono tenía solo tres años, por lo que María Cristina actuó como reina regente durante los siguientes siete años, hasta 1840.

Epidemia de cólera en España

Durante su reinado, tuvo que hacer frente a grandes desafíos; el primero fue hacer frente a la epidemia de cólera que se extendió por España. Se había originado en la India hacia 1817 y se extendió por toda Europa. A España llegó en enero de 1833, siendo la primera población afectada Vigo, a donde probablemente la habían llevado barcos ingleses. A finales de 1833 se había extendido por Andalucía y desde este foco o desde Portugal había pasado a Castilla, traída por las tropas del general José Ramón Rodil y Gayoso que habían ido a combatir a los miguelistas portugueses y a los carlistas.

Al mismo tiempo se extendía por los puertos del Mediterráneo, diseminada por un navío militar procedente de Francia. Durante los dos años que duró la epidemia, causó más de 10.000 muertos en toda España y medio millón de personas enfermaron. El ejército de Rodil, procedente de la frontera de Portugal, fue siguiendo el trayecto de la epidemia de cólera que tenía a Andalucía aislada y que había obligado a establecer cercos sanitarios en La Mancha; pero no por ello se le impidió la entrada en Madrid, desde donde iba a dirigirse al norte para relevar a las tropas del general Vicente Genaro de Quesada que no lograban controlar a los sublevados carlistas.

En Madrid, los primeros casos de cólera se dieron a finales de junio de 1834 y, aunque el gobierno de Francisco Martínez de la Rosa negó su existencia, abandonó rápidamente Madrid el 28 de junio, junto con la regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias y la familia real. Se refugiaron en el palacio de La Granja en Segovia, lo que causó una gran indignación entre los habitantes de la capital.​

A esta sensación de desamparo se sumó el calor del verano, el aumento de los precios de los alimentos y los rumores de inminentes ataques carlistas, lo que aumentó el descontento popular.​ El día 15 de julio, llegaba la noticia a Madrid de que el ejército de Rodil tampoco había logrado contener a los carlistas y que el pretendiente Carlos María Isidro de Borbón había entrado en España proclamándolo en un manifiesto desde Elizondo.

Justo el día en que llegaron a Madrid las malas noticias sobre la marcha de la Primera Guerra Carlista, la epidemia se recrudeció, «muriendo los enfermos a centenares, con las circunstancias horrorosas compañeras de tal cruel plaga», según relata Alcalá Galiano.​ Los principales afectados eran los habitantes de los barrios más empobrecidos, donde habían fallecido más de 500 personas diarias desde el 15 de julio. A lo largo de ese mes de julio las víctimas por esta epidemia fueron 3.564 personas y descendieron a 834 en el mes de agosto.

Los datos oficiales en España hablan de 829.189 contagiados y de 236.744 muertos, lo que supone una mortalidad de casi el 30 % de los infectados y el fallecimiento de un 1,5 % de toda la población española.

Asalto a los conventos

Comenzó a circular el rumor por Madrid de que la causa de la epidemia era el envenenamiento de las fuentes públicas, ya que “a muchas personas el cólera se manifestaba después de beber agua”. El rumor de que “el agua de las fuentes públicas había sido envenenada por los frailes”, sobre todo por los jesuitas; se vio reforzado por el hecho de que algunos de ellos en los días anteriores habían explicado la epidemia de cólera como «el castigo divino contra los descreídos habitantes de la ciudad, mientras que la gente del campo quedaba libre por ser fiel y devota».

Todo transcurrió en la zona más céntrica de Madrid, entre la Puerta del Sol, la plaza de la Cebada, el convento de San Francisco el Grande y las calles de Atocha y Toledo. El primer hecho violento se produjo a las 12 del mediodía en la Puerta del Sol con el asesinato de un muchacho que por juego había arrojado tierra a la cuba de un aguador. Se tomó como excusa para culpar a los frailes cuando por los corrillos se extendió la noticia, pregonada por oradores espontáneos, de que «de los dos chicos a quienes se había sorprendido echando unas tierras amarillas en las cubas de los aguadores, el uno fue muerto al instante; el otro logró escaparse y se refugió.

Tras los sucesos de la Puerta del Sol, el segundo hecho violento ocurre una hora después en la plaza de la Cebada, donde un conocido realista es increpado y asesinado. A las cuatro de la tarde un religioso franciscano fue atacado en la calle de Toledo.

A esas primeras horas de la tarde ya se habían formado diversos grupos integrados también por abundantes milicianos urbanos y algunos miembros de la guardia real que se habían congregado en la Plaza Mayor, en la Puerta del Sol y en la Plaza de la Cebada; profiriendo gritos contra los frailes.​ Desde allí estos grupos se dirigieron al Colegio Imperial de San Isidro, regentado por los jesuitas, que fue asaltado a las cinco de la tarde. El pretexto fue corroborar la versión que desde el día anterior había corrido sobre dos cigarreras de la cercana fábrica de tabacos; decían que habían sido sorprendidas con polvos de veneno para echar en las fuentes y que pagadas por los jesuitas. Dentro del convento mataron a sablazos a unos, apresan a otros y los linchan en las calles laterales, desnudando y acribillando con escarnio los cuerpos moribundos. La tropa llega a la media hora nada menos que con el capitán general y superintendente de policía, Martínez de San Martín, experto en reprimir motines de los liberales exaltados durante el trienio constitucional en Madrid. Les recrimina a los jesuitas el envenenamiento y busca pruebas del mismo, mientras siguen matando frailes a un palmo de su presencia”.​ En total, 14 jesuitas fueron asesinados.

Matanza de los jesuitas en la iglesia de San Isidro de Madrid en 1834. Litografía de Carlos Múgica.

El siguiente objetivo de los amotinados fue el convento de Santo Tomás de los dominicos en la calle de Atocha, donde ya habían tenido tiempo de huir parte de los frailes. Allí, además de matar a siete frailes en presencia de la tropa, que no hizo nada por impedirlo, los amotinados realizaron actos burlescos vistiéndose con ropas litúrgicas y formando una danza sacrílega que continuaron por las calles de Atocha y Carretas. Hacia las nueve de la noche fue asaltado el convento de San Francisco el Grande, donde fueron asesinados 43 frailes franciscanos en medio de escenas macabras, sin que los oficiales del regimiento de la Princesa, que estaba acantonado en sus dependencias, dieran la orden de intervenir a los más de 1.000 soldados que disponían.

Degollación de los frailes en San Francisco el Grande (Madrid) el 17 de julio de 1834. Reproducción de una obra de Ramón Pulido.

A las once de la noche fue atacado el convento de San José de los mercedarios en la actual plaza de Tirso de Molina, con el resultado de nueve o diez asesinatos más. Pasada la medianoche hubo conatos dispersos de asaltos a otros conventos, pero no hubo más víctimas. “Quedaron, sin embargo, el resto de los frailes sumidos en el terror: algunos optaron por disfrazarse y refugiarse en casas de amigos, los capuchinos del Prado optaron por la heroicidad de abrir las puertas y esperar orando”.

En la madrugada del día siguiente, 18 de julio, se declaró el estado de sitio y se hizo público un bando: «Madrileños: las autoridades velan por vosotros, y el que conspire contra vuestras personas, contra la salud o el sosiego público, será entregado a los tribunales y le castigarán las leyes». En la tarde de ese mismo día se produjeron nuevos intentos de asaltos a conventos que fueron evitados por la presencia de las tropas, aunque fueron saqueadas varias dependencias de los jesuitas y el convento de los trinitarios.

El día 19 de julio, el gobierno de Francisco Martínez de la Rosa, ante la ambigüedad y la notoria pasividad e incluso connivencia con el motín de las autoridades militares y municipales, se detiene y encarcela al capitán general Martínez de San Martín, que contaba con una tropa de 9.000 hombres para haber evitado los asaltos y los asesinatos. Obligó a dimitir al corregidor, el marqués de Falces, y al gobernador civil, el duque de Gor, como máximos responsables de la milicia urbana, buena parte de cuyos miembros habían tenido una participación muy activa en los hechos.​

El nuevo gobernador civil, el conde Vallehermoso, suspendió el alistamiento de nuevos batallones y meses después fueron expulsados 40 milicianos como resultado de su actitud en los hechos de julio. “Los comandantes de la milicia se vieron obligados ante el desprestigio de dicha institución a dirigir una exposición a la reina con el fin de salvar su buen nombre, en la que pedían su reforma para evitar la entrada en el cuerpo de personas indeseables”.

Fueron sometidas a juicio 79 personas (54 civiles, 14 milicianos urbanos y 11 soldados). Resultaron condenadas a muerte dos personas (un ebanista y un músico militar), pero por el delito de robo, no por el de asesinato, siendo ejecutadas el 5 y el 18 de agosto. El resto fueron condenados a penas diversas de presidio, incluyendo a mujeres, y algunos fueron absueltos.​

Por los datos recogidos en los juicios se sabe que la mayoría de los que participaron en el motín pertenecían a los barrios más populares de Madrid y entre ellos se encontraban menestrales, empleados y mujeres, junto a milicianos urbanos y soldados.

La noticia de la matanza de frailes se propagó por toda España, provocando espanto entre los religiosos, la clase media acomodada y la burguesía, provocando que abrazasen la causa carlista.

Disputa del trono con don Carlos

Al morir Fernando VII el 29 de septiembre de 1833, Carlos María Isidro, hermano del recién fallecido rey, emitió el Manifiesto de Abrantes el 1 de octubre, en el que declaraba su ascensión al trono con el nombre de Carlos V, sin reconocer a su sobrina Isabel como la nueva reina ni a su madre María Cristina de Borbón como reina regente o reina gobernadora, tal como lo había determinado el testamento del rey difunto. Al día siguiente se produce el primer levantamiento civil en favor de la causa carlista: Manuel María González, administrador de correos de Talavera de la Reina, siendo secundado por varios individuos pertenecientes al cuerpo de los Voluntarios Realistas, proclamó rey al infante don Carlos. ​El 6 de octubre, el general Santos Ladrón de Cegama proclamaba a don Carlos como rey de España en la localidad de Tricio (La Rioja), fecha en la que se da como comenzada la Primera Guerra Carlista.

En octubre de 1834, un decreto lo privó de sus derechos como infante de España, hecho que fue confirmado por las Cortes en 1847.

María Cristina de Borbón-Dos Sicilias y Carlos María Isidro de Borbón. Protagonistas de la Primera Guerra Carlista. Autor Vicente López Portaña.

Tras la derrota del miguelismo en la Guerra Civil Portuguesa y acosado por las tropas de Isabel II de Portugal que, al mando del comandante general de Extremadura José Ramón Rodil, habían penetrado en Portugal, Carlos fue evacuado por mar en el buque de guerra británico Donegal (74), ante las protestas españolas, llegando a Gran Bretaña el 18 de junio de 1834. En julio huyó de la isla, atravesó Francia de incógnito, sin que se conozcan las presuntas complicidades de los gobiernos británicos y franceses en la fuga, entrando en España por la frontera de Navarra el 9 de julio de 1934.

Entrada creada originalmente por Arre caballo! el 2025-11-24. Última modificacion 2025-11-24.
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