Guerras Carlistas Segunda Guerra Carlista El exilio de los carlistas

Antecedentes

En 1849, supuso un nuevo episodio de emigración política, aunque de proporciones muy distintas al anterior. Además, en un real decreto de principios de junio se concedía una amnistía para todos los actos políticos, haciendo posible el retorno a España de muchos combatientes. Entre junio y diciembre de 1849, casi 1.400 refugiados carlistas regresaron por el paso del Perthus. Un número considerable, sin embargo, de oficiales y altos personajes permanecieron exiliados en alguna ocasión, simplemente fundaron un hogar fuera de la península, en Francia u otros países europeos, o bien en el continente americano.

En 1849, liquidada la guerra, el gobierno del partido moderado concedió una amplia amnistía política a través del Decreto de Aranjuez del 8 de junio; las autoridades consulares españolas en Francia redactaron listas de acogidos que se aviniesen a realizar el preceptivo juramento de fidelidad a la reina Isabel II. En estas listas se especifican los lugares del territorio español donde los amnistiados pretenden establecer su residencia; considerando elevada la probabilidad de que tal lugar de destino coincidiera con aquel en que residían antes de exiliarse, el estudio de estas listas permite saber la ideología y la región a donde se dirigieron. De los 1.496 amnistiados, 1.396 (95 %) eran carlistas, 22 eran republicanos y progresistas y 51 de otras procedencias.

El exilio británico de Cabrera

Tras más de un mes de confinamiento, el jefe carlista recuperó la libertad en junio, gracias a las gestiones del conde de Montemolín y de los legitimistas franceses. Entonces, se reunió con el pretendiente, al que acompañó durante el mes siguiente en un periplo por las cortes europeas. De esta manera pasaron a Viena, donde fueron recibidos por el emperador austriaco, a Varsovia, para reunirse con el zar de Rusia, y a Berlín, donde tuvieron una entrevista con el rey de Prusia. A principios de agosto regresaron a Viena, lugar en el que Cabrera se separó de don Carlos para emprender su regreso a Londres. Por el camino pasó por París, donde se detuvo durante ocho días, a fin de atender a todas las personas que querían conocerle. Allí recibió propuestas del duque de Toscana para que se uniese a su ejército, pero Cabrera no quiso aceptarlas, diciendo que solo servía a su rey y a su patria. Además, por esas fechas se le hicieron proposiciones para que reconociese a Isabel II, a lo que también se negó. Posteriormente, pasó a la capital británica, donde se reunió con don Juan de Borbón (hermano de Montemolín).

Tras dos meses en Londres, Cabrera y don Juan viajaron a la capital austriaca, donde se reunieron con don Carlos, al que acompañaron en un recorrido por las cortes de Módena y Parma. De vuelta en Viena, el 10 de noviembre fueron recibidos por el emperador de Austria, entrevistándose después con el mariscal Radetzky. A continuación, el pretendiente marchó a Trieste, mientras que Cabrera y don Juan regresaron a Londres.

Una vez allí, el caudillo tortosino se convirtió en el centro de atención de la conservadora élite dirigente británica. Era invitado a numerosas fiestas y cacerías, al tiempo que los lores, los ministros y los embajadores extranjeros se disputaban el honor de visitarlo. De esta manera, el 20 de noviembre acudió a una cena organizada por la duquesa de Inverness, quien le presentó a su amiga Marianne Catherine Richards, mujer muy rica y admiradora de sus hazañas. Dicha dama, que tenía catorce años menos que Cabrera, quedó encantada con Cabrera, de quien destacó su franqueza, su alegría y su carácter vivo e inquieto. Después de esta cena empezaron a verse con más frecuencia, conquistándola el tortosino con el relato de sus aventuras, con su encanto personal y con su capacidad para escuchar atentamente lo que se le decía.

En todo esto tuvo especial protagonismo la duquesa de Inverness, que organizó varias cenas a las que invitó a los dos enamorados. Y también la archiduquesa Beatriz, esposa de don Juan, que tuvo muchas conversaciones con Marianne Richards en los días previos al compromiso, probablemente para comunicarle las intenciones de Cabrera y para acabar de convencerla de que aceptase su mano, ya que la fortuna de Marianne podía ser muy útil al bando carlista. De esta manera, cuando el caudillo catalán pidió su mano, ella aceptó inmediatamente, sin que esto le supusiera ninguna sorpresa. Durante los días siguientes tuvo varias reuniones con Cabrera, con don Juan y con doña Beatriz, probablemente para acordar las condiciones del matrimonio, sobre todo en el aspecto económico y religioso, dadas las diferencias de fortuna y de religión entre ambos. Parece que esto último provocó un gran sufrimiento para Marianne Richards, mujer anglicana que no veía con agrado que sus hijos fueran educados en la fe católica, algo que la Iglesia de Roma ponía como requisito para aceptar el matrimonio.

Pese a ello, el amor que sentía hacia Cabrera le hizo dejar de lado estas objeciones y aceptar todas las condiciones que se le ponían para realizar el enlace. De esta manera, los novios acabaron casándose el 29 de mayo de 1850, en dos ceremonias (una católica y otra anglicana) que tuvieron lugar en dos iglesias diferentes de Londres. Don Juan y doña Beatriz asistieron como padrinos a la ceremonia, entregando a Cabrera, como regalo de boda, el nombramiento de capitán general de los Reales Ejércitos, firmado por el conde de Montemolín3. Pero el mejor presente fue la fortuna de su mujer, que le permitió vivir con gran lujo a partir de entonces, en una casa suntuosa y en un ambiente realmente señorial. Por otra parte, Cabrera consiguió una renta de 4.000 libras anuales y el compromiso de su esposa de que los hijos comunes serían educados como católicos.

Ramón Cabrera en su exilio británico.

Durante los meses siguientes, los recién casados hicieron un viaje por Europa, llegando, en primer lugar, a París, donde quedaron con don Juan y con su esposa, que también habían acudido a la capital francesa. Además, recibieron a numerosos españoles distinguidos, así como a destacados legitimistas franceses. Después pasaron a Bruselas, Colonia y Berlín, donde asistieron a la ópera, coincidiendo de nuevo con el hermano de don Carlos. A continuación marcharon a Breslau y a Viena, viajando después a Baden-Baden y visitando allí a Carlos María Isidro de Borbón, el primer pretendiente carlista, que se encontraba tomando los baños para intentar recuperar su maltrecha salud. En dicho lugar conocieron a muchos aristócratas y miembros de la realeza europea, al tiempo que el conde de Morella se reencontraba con el barón Wilhelm von Rahden, antiguo coronel del ejército carlista, que se desplazó hasta Baden para volver a ver a su viejo amigo.

En esa localidad permanecieron durante todo el verano, salvo dos breves escapadas a Frohsdorf (Austria) para visitar al conde de Chambord, pretendiente legitimista al trono de Francia. Allí fueron muy bien recibidos y coincidieron con don Juan y don Fernando de Borbón, los dos hermanos del pretendiente. A finales de septiembre los condes de Morella pasaron a Italia visitando Trieste y Venecia, donde conocieron a la duquesa de Berry, madre del conde de Chambord. Tras recorrer Mantua, Módena, Parma y Pisa, llegaron a Florencia, ciudad en la que permanecieron durante casi un mes, vigilados en todo momento por los cónsules españoles.

Estando allí, solicitaron permiso para pasar a Nápoles, a fin de visitar al conde de Montemolín, que aún no conocía a la esposa de Cabrera. Pero no lo consiguieron, debido a las presiones del Gobierno español sobre el napolitano, que les negó el pasaporte. Prosiguieron entonces su viaje y el 16 de noviembre llegaron a Roma, donde residieron durante más de tres meses, siendo recibidos por el Papa y visitando los principales monumentos. Más tarde pasaron en barco a Génova con la intención de marchar a Turín, pero el cónsul español logró impedir este viaje y tuvieron que continuar hasta Marsella, acompañados por dos criados. Allí permanecieron pocas horas, ya que, tras recibir a unos pocos carlistas españoles y legitimistas franceses, continuaron su trayecto hacia París. Desde la capital francesa regresaron a Londres, adonde llegaron en mayo de 1851, tras casi un año de ausencia. Diez días después emprendieron un nuevo viaje, esta vez por Escocia y el norte de Inglaterra, que les llevó cerca de cuatro meses.

Durante los años siguientes, el movimiento carlista pasó por una etapa de inactividad, en espera de tiempos mejores para sublevarse, lo que alejó a nuestro personaje de la política por un tiempo. Así pues, Cabrera se centró en la administración de las propiedades de su esposa, la vida familiar y la lectura, dedicando menos tiempo a la actividad política. En 1852 nació su hija mayor, llamada María Teresa, a la que dos años después seguiría Ramón, el primer hijo varón del matrimonio. Entre ambos nacimientos realizaron los padres un nuevo viaje por Europa, durante el que recorrieron París, Lyon, Saboya y Ginebra, regresando después a Londres, tras cinco meses de ausencia. Pero no por ello se olvidaba Cabrera de su tierra natal, ya que en agosto de 1853 envió 30.000 reales para socorrer a los que habían perdido sus bienes en las inundaciones de Tortosa.

La vida de la pareja transcurría plácidamente, asistiendo a cacerías, recepciones, carreras de caballos y otras ocupaciones de la alta sociedad. Así continuaron las cosas hasta septiembre de 1854, cuando el legitimismo volvió a movilizarse, debido al reciente alzamiento progresista en España, que había llevado a un cambio de gobierno. Ante esta situación, Cabrera dejó Londres con su esposa para reunirse en París con la cúpula carlista. Allí estuvo durante tres semanas, encargándose de la dirección militar del movimiento y contactando con agentes realistas en España y con militares dispuestos a sublevarse. De regreso a Londres, se reunió con Elío y con don Juan para continuar organizando el alzamiento, al que contribuyó con 16.000 francos.

Al año siguiente enfermó gravemente Carlos María Isidro, por lo que Cabrera y su esposa marcharon a Trieste, acompañados por don Juan, para hacerle una visita. Pero cuando llegaron, solo pudieron asistir a sus funerales, en los que se encontraron con el conde de Montemolín y con el infante don Sebastián, así como con el conde de Chambord. Tras las honras fúnebres se celebró una reunión para ultimar la rebelión y, aunque Cabrera se negó a tomar las armas, ofreció su dinero y sus consejos. De hecho, nuestro personaje acabó convirtiéndose en el organizador de la sublevación, enviando agentes a las principales ciudades españolas y dando instrucciones a los jefes carlistas para que pasaran la frontera. Además, se escribió con el coronel Mogrovejo, que le había ofrecido la entrega de varias fortalezas valencianas, aunque al final no llegó a realizarlo.

Pero el alzamiento de 1855 fue un fracaso, ya que la rebelión se inició de forma espontánea, antes de que se hubieran conseguido los apoyos necesarios. Por ello, solo se levantaron algunos grupos en Aragón, Castilla la Vieja y Navarra, que fueron fácilmente aplastados. Poco después aparecieron varias partidas rebeldes en Cataluña, pero estas acabaron sucumbiendo al cabo de unos meses. Posteriormente, Cabrera y Elío se reunieron en Londres para organizar una nueva revuelta, pero no se hizo nada por la oposición del conde de Montemolín, que no quería hacer nuevos intentos mientras no dispusiera del dinero necesario. Por otra parte, los dos generales carlistas seguían sin llevarse bien, ya que el pretendiente había dado al primero los poderes que había retirado al segundo.

A todo eso se añadió el reconocimiento de Isabel II por parte del Gobierno ruso, algo que acabó de desmoralizar a numerosos montemolinistas, que ya veían como imposible el triunfo de su causa. Muchos de ellos se acogieron al indulto de 1857 y, durante unos años, la falta de recursos impidió nuevas tentativas. Por ello Cabrera dedicó esos años a la vida familiar, esta vez en una finca llamada Wentworth, situada en Virginia Water (Surrey), que había comprado recientemente. Allí empezó a pasar cada vez más tiempo entre la caza y la equitación, además del cuidado de sus hijos, que ya eran tres, al haberle nacido otro varón. Además, leía la prensa británica y seguía la política de ese país, donde empezaba a tener algunos amigos.

En 1859 nuestro personaje acudió a París para reunirse con el conde de Montemolín, quien le puso al corriente de los preparativos para un nuevo alzamiento. El tortosino se mostró escéptico dada la falta de hombres de que se disponía, pero se comprometió a apoyar el pronunciamiento si, además de las tropas de Baleares, se podía disponer de tres plazas fuertes. Don Carlos continuó entonces con su plan y, cuando al año siguiente le pidió que fuera a Marsella para sumarse a la sublevación, Cabrera le repitió las condiciones que le había puesto anteriormente, ya que de lo contrario no daba al alzamiento ninguna posibilidad de éxito. Como no se disponía de dichas fortalezas, el conde de Morella no se unió a las fuerzas rebeldes, pese a lo cual entregó 60.000 francos a fin de pagar los dos barcos que se necesitaban para llevar a los líderes carlistas a España.

Esta aventura acabó en un desastre, al negarse las tropas de Baleares a apoyar el alzamiento, que dirigía el general Ortega. Dicho militar fue fusilado y poco después fue capturado el pretendiente legitimista al trono, que tuvo que reconocer a Isabel II para ser liberado, aunque al final se retractó. Estos hechos influyeron mucho en Cabrera, que con la edad se había hecho más prudente y moderado, y que empezó a desconfiar, a partir de entonces, de la dirección del partido carlista.

Consideraba sus planes ridículos y absurdos, desaprobando además su proyecto de Estado, que consideraba opuesto a las ideas del siglo. La larga estancia en Inglaterra había ido moderando el radicalismo juvenil del caudillo tortosino, quien ya había dejado de defender la monarquía absoluta. Además, su elevado tren de vida y la creación de una familia le hacían más contrario a volver a una vida militar dura y llena de peligros, como había hecho en su juventud.

A medida que iba pasando el tiempo, se mostraba cada vez más reacio a tomar las armas y, si no rompía abiertamente con el carlismo, se debía a que todavía se sentía obligado a guardar lealtad a dicho movimiento. Durante los años siguientes, su deseo de apartarse de la política se vio complicado por su temor a aparecer como un traidor a los ojos de los carlistas. Todo ello le ocasionó numerosas preocupaciones, le obligó a asumir compromisos que no deseaba y, al mismo tiempo, no hizo ningún bien a la causa tradicionalista, como veremos más tarde.

Exilio del conde de Montemolín

El conde de Montemolín tuvo la impresión de que su causa había sucumbido definitivamente en España, pero no queriendo arriar la bandera de sus ideales ni renunciar a los derechos de su familia, buscaba la oscuridad. La prensa inglesa empezó a ocuparse de sus relaciones con mis L. Horsley, diciendo que una boda era próxima entre ambos, cotilleo muy corriente en la prensa de Londres y que han repetido y siguen repitiendo en nuestros días con todo personaje que goce de popularidad, sin que se libren de ello las princesas de la Casa Real.

Llamó la atención de los consejeros de Carlos VI tales informaciones, por lo que se reunieron y dirigieron al conde de Montemolín una carta en la que los firmantes de la misma hacían hincapié en las lealtades de la España carlista, en los principios que sustenta la Comunión, en el dolor que causaría a su padre. Pero al mismo tiempo, severamente, le pedían que “condenase un momento de debilidad y cortase con energía el hilo de una intriga que tanto le degrada”. Le aconsejaban que se marchara de Inglaterra y que abandonase todo propósito de casarse con una señorita particular de religión protestante.

Este documento fue entregado el 30 de mayo por la mañana, en una entrevista colectiva con Carlos VI, insistiendo de palabra. El Rey les contestó que tomaría una resolución y se la haría conocer. Realmente se ha de decir que entre el enamoramiento para la damisela inglesa, la oposición de sus consejeros y el fracaso de su aventura en España y consiguiente término de la guerra, el estado de ánimo del conde de Montemolín reaccionó lógicamente, aunque no fuera del gusto de sus consejeros: Carlos VI decidió renunciar a sus derechos en favor de su hermano don Juan y reintegrarse a la vida de un simple particular. Y en aquel mismo día, 30 de mayo, escribió a su hermano, acompañándole de su abdicación. Todo lo mandó por correo a Mon el 31 de mayo con una carta para este.

Los consejeros quedaron sorprendidos ante tal resolución y fueron a visitar con los documentos al infante don Juan. El conde de Montemolín no esperó contestación alguna, puesto que el mismo día partió para la residencia a orillas del lago Windermere, donde estaba miss L. Horsley con su familia. Explicando que había renunciado en su hermano don Juan. La dama inglesa, al enterarse de que no iba a ser rey de España, lo rechazó.

Siguiendo los consejos de sus fieles servidores, y además no habiendo razón para permanecer en Inglaterra, el conde de Montemolín marchó a Austria para estar al lado de sus padres en Trieste y después emprender un viaje por las cortes amigas de la Europa Central.

Carlos VI, conde de Montemolín con su esposa.

Efectivamente, pasó una temporada junto a los condes de Molina, emprendió su viaje a Viena, donde tuvo una conferencia con el emperador Francisco José. De allí fue a Varsovia, donde se entrevistó con el zar Nicolás I, y por último a Berlín, donde también estuvo en conferencia con el rey Federico Guillermo IV. Como es natural, su política en España y su posición ante los últimos acontecimientos fue objeto de estas conversaciones. De Berlín regresó Carlos VI a Viena, donde fijó su residencia, pues mantenía cordiales relaciones con el joven Francisco José. Coincidió su llegada con la estancia muy corta en la capital austriaca de sus padres, que después de haber tomado los baños en Baden habían ido a la corte del emperador.

El conde de Montemolín no hizo un viaje ostentoso que pudiera perjudicar a las Cortes amigas, y estas procuraron conjugar su amistad y cariño con la política que habían debido adoptar después de las revoluciones del año anterior. Durante su estancia en Alemania recibió Carlos VI nuevas ofertas por parte del gobierno de Madrid para que reconociera a Isabel II, prometiéndole, en cambio, revocar la ley que privaba a los hijos de don Carlos de sus derechos de infantes de España. Por supuesto, las ofertas fueron rechazadas.

El 1 de septiembre, con sus padres y su hermano el infante don Fernando, emprendieron el retorno a Trieste. A su llegada había comenzado una epidemia de cólera. El conde de Montemolín fue atacado por la terrible enfermedad, y durante horas estuvo a las puertas de la muerte. Sin embargo, superó la crisis, y el 14 de septiembre el médico de cámara, doctor Francisco Cardona, daba un parte favorable sobre el desarrollo de la temible dolencia. Todavía convaleciente, se acordó que marcharían todos a Venecia. Así lo hicieron y allí volvieron a encontrar al general Cabrera, que, habiendo acompañado a Carlos VI por las Cortes europeas, se había separado de él en Viena para ir de nuevo a Inglaterra.

Residía en Venecia el famoso mariscal José Wenceslao Redetzki, que acogió con sumo afecto al ilustre desterrado, expresándole su cariño; ya que había sido gran partidario de la causa carlista, cariño y afecto que mostró también para Carlos V y la princesa de Beira y por los leales que le acompañaban, entre ellos el conde de Morella. Se cuenta que al serle presentado Cabrera, el glorioso mariscal, emocionado, le pidió permiso para abrazarle, a lo que accedió complacido el conde de Morella.

Una vez instalada la real familia en Venecia, lejos de la epidemia reinante todavía en Trieste, el general Cabrera pidió permiso a los reyes para retirarse a Inglaterra; ya que, habiéndose prendado de miss Catalina Riehards, la amiga de miss L. Horsley, estaba decidido a contraer matrimonio con ella, lo que hizo el año siguiente.

Los acontecimientos de la guerra entre Austria y Cerdeña y de las turbulencias de los años anteriores en Venecia tenían un sello especial de tristeza que no se avenía a su tradición de los carnavales. Parma ofrecía mayor tranquilidad y reunía por unos días las dos dinastías legítimas, la de Francia y la de España, ambas en el destierro. Pasó una corta estancia en Parma en febrero de 1850, regresando luego a Venecia y después, la familia real carlista se dirigió a Trieste.

En mayo estuvo en Trieste el emperador Francisco José, y aprovechó su estancia para tener una conferencia muy detenida con Carlos VI, ofreciéndose para prestarle el apoyo moral y material que fuese necesario, aunque las circunstancias de Europa no permitían una mayor y más eficaz intervención. El consejo del Emperador a Carlos VI fue que se asegurase por medio del matrimonio el apoyo de una potencia de primer orden. Ya entonces se habían dado los pasos necesarios para el casamiento con una princesa de Borbón-Dos Sicilias. No era el matrimonio que hubiera aconsejado el emperador de Austria, pues justamente Nápoles no pesaba nada entre las potencias de Europa y mucho menos en España, donde siempre habría la influencia contraria de la madre de Isabel II.

Con el fin de resolver la cuestión de la boda, la duquesa de Berry llamó la atención de la princesa de Beira y esta a su vez del conde de Montemolín, en una princesa de Nápoles, doña María Carolina de Borbón, hermana del rey Fernando II y, por lo tanto, de María Cristina, madre de Isabel II; de la infanta ya difunta doña Luisa Carlota, madre del rey consorte, y de la infanta doña Amelia, esposa de don Sebastián.

La duquesa de Berry, muy sagaz en las cosas políticas, aconsejó que antes de realizar nada en Nápoles, se consultara a los monarcas que siempre habían estado afectos a la causa carlista. El conde de Montemolín conversó sobre el particular con el emperador Francisco José, que aprobó la boda, y así se lo hacía saber a la princesa de Beira. Por otra parte, el zar Nicolás I escribió una carta autógrafa a Fernando II de Nápoles, aconsejándole que se aceptara este matrimonio, por ser conveniente a la Casa de Borbón.

Fernando II, cuya falta de simpatías por la casa reinante en España había quedado patentizada en 1847, cuando se alejó de Nápoles con tal de no recibir la visita de su hermana la exreina gobernadora María Cristina, no opuso dificultades, sino que les animó. Su hermana era ya mayor, contaba los 30 años acabados de cumplir, y no siendo, como lo eran sus hermanas, de gran belleza, tenía muchas probabilidades de quedar soltera.

La princesa doña María Carolina Fernanda de Borbón y Borbón había nacido el 29 de febrero de 1820 y era hija del rey Francisco I de Dos Sicilias y del segundo matrimonio de este con María Isabel, hija de Carlos IV, rey de España. Contaba dos años menos que el conde de Montemolín.

Carlos VI, conde de Montemolín.

La boda se efectuó el 10 de julio de 1850 en la Capilla Real de Caserta y, para evitar que se le diera carácter político alguno y se mantuviera en los límites estrictamente familiares, no asistió representación del cuerpo diplomático acreditado en Nápoles, ni siquiera los de las potencias afectas al carlismo. Dio la bendición nupcial el arzobispo de Nápoles, cardenal Riario Sforza.

Después de la boda, los recién casados fijaron su residencia en el reino de Nápoles, corrientemente en Capo di Monte, que era una finca de la familia real en los alrededores de Nápoles, pero de vez en cuando se desplazaban para pasar una corta temporada en la capital o bien en Caserta.

Carlos VI, conde de Montemolín en la corte Dos Sicilias. Foto realizada en 1859 en Nápoles por el fotógrafo Alphonse Bernoud.

El conde de Molina, la princesa de Beira, los infantes don Juan y don Fernando y doña María Beatriz, en viaje de incógnito, regresaron a sus residencias habituales en Trieste y en Londres. Al regreso de este acontecimiento fue cuando Carlos V tuvo un ataque de hemiplejía, en Trieste, quedando a consecuencia de ello con el lado izquierdo imperfectamente paralizado, a excepción de la cabeza. Acudió a los baños de Baden cerca de Viena para aliviar su dolencia, sin conseguirlo.

A mediados de febrero de 1855, sintió el ilustre enfermo una inapetencia que fue aumentando diariamente, hasta el punto de que su estómago no admitía ningún alimento. El 10 de 1855 murió Carlos V, conde de Molina, y el entierro el 16 de marzo por la mañana.

Entrada creada originalmente por Arre caballo! el 2025-12-11. Última modificacion 2025-12-11.
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