Guerras Carlistas Situación en España entre la Segunda y Tercera Guerras Carlistas Conspiración carlista de San Carlos de la Rápita en 1860

Comisión Regia Suprema

Se pueden establecer tres etapas muy marcadas de la conspiración. La primera va desde los orígenes inciertos a la constitución de la Comisión Regia Suprema, de fecha también incierta. La segunda es de la actuación de la Comisión Regia Suprema, desde que se nombra para presidente al conde de Clonard hasta que se adopta el plan Salamanca-Ortega en 1859. Y por último, la tercera es en la que se desarrolla el plan del general ya adoptado por Carlos VI, no sin mucha resistencia del rey y de los carlistas.

Salamanca visitó a Carlos VI, y le expuso su decidido empeño en derribar el régimen constitucional de Isabel II y al Gobierno de la Unión Liberal. Fue entonces cuando se habló francamente de un plan de Ortega, y se ofreció el banquero para facilitar subsidios para la Comisión Regia suprema, entregando personalmente 250.000 francos al conde de Montemolín.

El proyecto expuesto a Carlos VI estaba basado en el desembarco de Ortega en la región de Tortosa al frente de las fuerzas de la Capitanía General de Baleares. Una vez en la Península, se dirigirían a Zaragoza, en donde se contaba con inteligencias en la guarnición. Se sabía que también las había en Lérida. En Zaragoza estaría el general Garrigó para secundar el pronunciamiento y dirigir las fuerzas que a su vez se sublevaran. Se tenían también inteligencias en Mequinenza y en Jaca, cuyas guarniciones estaban dispuestas a pronunciarse por Carlos VI. Se esperaba que el gobernador de Jaca, el brigadier Miguel Boiguez, y sargento mayor de la plaza, el Tcol graduado Timoteo Torres y Pablo, y gobernador de Mequinenza, el Tcol graduado Pedro del Río Marín, se unieran a la causa. También se esperaba mucho en lo que harían en Pamplona, donde se actuaba para la sublevación, en lo que intervenía un pariente del general Ortega, Joaquín Romeo y Cantos de Aragón, que estaba de coronel de los carabineros y se había decidido por Carlos VI. Además, decían los comisionados que se contaba con elementos en las plazas de Vitoria, Logroño y algunas más. Como se verá, en Logroño las autoridades estaban sobre aviso.

Ortega solo ponía tres condiciones para iniciar el movimiento. La primera era que el conde de Montemolín estuviera presente en el momento del desembarco. La segunda, que se obtuviera la colaboración de Cabrera. Y la tercera era de que no faltara la colaboración de Salamanca.

El conde de Montemolín, reconociendo que el plan del general Ortega podría ser llevado a cabo con éxito, temía que la Guerra de Marruecos lo hiciera irrealizable. A esta opinión se inclinaba el general Elío, después de que el 24 de octubre España había comenzado su campaña en el Norte de África. Cabrera, que desde Londres marchó a París para entrevistarse con el conde de Montemolín, era de la misma opinión, que fue reiterada el 17 de noviembre por carta de su secretario, González de la Llana.

La declaración de la guerra y el transporte de las tropas a África habían trastornado los proyectos de la Comisión Regia Suprema. Para esta, la guerra era no solo la paralización del movimiento proyectado, sino también la esterilidad de muchos de los pasos dados. Para Ortega la cuestión era distinta, y sostenía que la guerra era un auxiliar que evitaría el derramamiento de mucha sangre. La ausencia de las tropas facilitaría su marcha, tendría más libertad en los movimientos, impediría la conjunción de tropas para impedirle su marcha; en fin, el alzamiento se haría más desahogadamente.

En diciembre ocurrió también un incidente bastante desagradable. Después de mucho hacerse rogar, Cabrera había entregado unas contraseñas para que fueran presentadas a los carlistas de la comarca de Tortosa por los agentes de Ortega. Estos, al ponerse en contacto con dichos carlistas, vieron que no les hacían caso, ya que afirmaban que aquellos garabatos no sabían lo que significaban, fuese que no tuvieran confianza en los agentes. Fuese que no tuviera valor realmente la contraseña, bien porque Cabrera no hubiese advertido a tiempo a sus amigos, bien que hubiese sobrevalorado su influencia en la comarca después de tantos años de ausencia.

Este incidente obligó a Cabrera a escribir que en el momento decisivo se hallaría al lado del Rey en España. Cabrera estaba jugando un papel sumamente extraño. No se atrevía a enfrentarse con Carlos VI, ni tampoco desprenderse de su relación con el general Joaquín Elío, nombrado general en jefe del Ejército Carlista del Norte, pero su ayuda era muy poca y en casos como el citado solo aparente. La influencia de su mujer se iba haciendo más evidente, y el despegue de Cabrera del carlismo todos los días iba aumentando.

El mes de enero de 1860 fue de trascendentales resoluciones, cuando se tomó en firme la decisión de llevar a cabo el proyecto Ortega-Salamanca.

El sorteo de quintos en Vascongadas había dado origen a serios disturbios en aquellas provincias, rompiéndose urnas y huyendo al monte para no ir al servicio militar. Pero bien que mal se fueron organizando los tercios vascongados, y los agentes carlistas esperaban encontrar en los mismos los elementos para el pronunciamiento carlista. Según cuenta Los Arcos, un agente carlista, Juan Ormaechea, desde Bilbao dijo que había grandes posibilidades de utilizar el Tercio Vizcaíno. Al recibir el general Elío esta comunicación de Bilbao, y esperando encontrar facilidades en los tercios guipuzcoanos y alaveses, escribió al marqués de Valdeespina para que este se pusiera en contacto con Ormaechea, José Antonio Orue y Robustiano Ugarte. Pero ocurrió que estas tropas fueron cambiadas de acuartelamiento, y en su última estancia fueron a Santander, desde donde embarcaron para Marruecos.

Es muy probable que se hubiera podido sacar partido de esta fuerza, pues iban bastantes oficiales que, siendo de procedencia carlista, tomarían luego parte en la Tercera Guerra Carlista. Pero no es de creer que se hubiera intentado el alzamiento en enero, a base de solo los tercios vascongados, ya que ni siquiera entonces estaba adoptado definitivamente el plan de Ortega, y por su parte la Comisión Regia Suprema pretendía aplazar la fecha de iniciación del alzamiento. Elío, sin embargo, no desaprovechaba ocasión alguna para reclutar elementos que sirvieran en la conspiración, aunque no veía el fin inmediato.

Por otra parte, la cuestión económica acuciaba al general Joaquín Elío, por lo que escribió al marqués de Serdañola, diciéndole que la Comisión Regia Suprema se pusiera en contacto con Salamanca. Este se ofreció a adelantar cuatro millones de reales mediante la garantía de unos pagarés firmados por personas solventes. La Comisión Regia Suprema resolvió cubrir este empréstito, repartiéndolo entre las personas destacadas que lo componían. Al duque de Pastrana, así como al marqués de Valdespina, les fijaron a cada uno 45.000 duros; al marqués de Vera, 35.000; al marqués de Serdañola y al conde de la Patilla, 25.000; al conde de Orgaz, 15.000, y al conde de Fuentes, 10.000. Si bien todos quedaron conformes con las cantidades con que debían contribuir, no ocurrió lo mismo cuando se trató de la oportunidad del movimiento.

En cuanto al alzamiento en sí, tampoco hallaba la unanimidad de los miembros de la Comisión Regia Suprema, ya que tanto el duque de Pastrana como el padre Maldonado consideraban que la ocasión no era propicia a causa de la Guerra de Marruecos. Hubo otros, en cambio, que acogieron con simpatía el plan de Ortega que acababa de adoptar Carlos VI, y tal fue el caso del marqués de Vallehermoso, que, no habiendo entrado en el reparto de la cantidad solicitada, ofreció una importante suma para el movimiento.

De pronto llegó el marqués de la Romana a París, y comunicó al Rey que Ortega le había dicho que había modificado el plan antiguo por otro mucho mejor, pero que era indispensable no perder un solo momento por ser la ocasión favorable. Se trataba del traslado del gobernador de Tortosa, brigadier Moreno de las Peñas, sustituido por el de la misma graduación, Alcaide, y quizás también de que en Valencia había fuerzas del ejército que estaban más o menos comprometidas y que se habían concentrado para formar el nuevo cuerpo de ejército dispuesto a marchar a África.

Toda la labor se concentra ahora en Valencia. Morales había consiguido colocar en los trabajos de asentamiento del ferrocarril a unos 400 obreros manchegos, todos carlistas y dispuestos a empuñar las armas, pues habían sido seleccionados entre los hombres de acción.

También se esperaba que la guarnición de Madrid secundaría el movimiento cuando este se iniciara, sin que sepamos quién debía ponerse al frente de las tropas; pero no debían faltar generales comprometidos. El plan en Madrid era apoderarse de todos los cuarteles donde los regimientos se sublevarían, comenzando los sucesos por la ocupación por los conjurados del cuartel de la Guardia Civil que se hallaba en la calle del Duque de Alba. De estos trabajos parece que algo llegó a oídos de Posada Herrera, quien dispuso que se tomaran precauciones especiales de vigilancia.

Según el plan que se había adoptado, una vez llegado Carlos VI al puerto del Grao, se trasladaría inmediatamente al buque de guerra Liniers, un vapor a ruedas con dos cañones, cuyo comandante y tripulación estaban comprometidos con Ortega. Mandaba el buque el teniente de navío Calixto de Heras. Si fracasaba lo de Valencia, el conde de Montemolín debía reintegrarse en el vapor mercante que le habría conducido desde Francia, y este seguir su rumbo a Orán.

Desde que fue aceptado el segundo proyecto de Ortega, se trabajó activamente en Valencia. En esta población podían armarse los numerosos carlistas en los depósitos de armas del ejército. Vivían en la misma y en las provincias limítrofes buen número de oficiales y clases del antiguo ejército carlista, que con los oficiales y clases del ejército nacional comprometido, permitiría encuadrar a los voluntarios. El ambiente del país era propicio, y todavía podía aumentarse el número de reclutas con el paisanaje armado procedente de las provincias de Cuenca, Guadalajara y La Mancha. El núcleo de este paisanaje eran los 400 hombres que Morales había trasladado de las provincias de Albacete y Ciudad Real.

En Madrid se habían suscitado discrepancias sobre la conveniencia del plan de Ortega; uno de los que discreparon fue el duque de Pastrana, quien decidió retirarse de la Comisión Regia Suprema. Fue cuando ofreció mandar el dinero directamente a París, por lo que Elío le escribió que lo hiciera a casa del antiguo secretario de Carlos V, Tamariz. Al parecer, el dinero no llegó a tiempo.

Otro hecho que causó perturbación fue el que Salamanca pretendiera que en vez de pagarés se le hicieran hipotecas, pero al fin se le pudo convencer de que aceptara dichos documentos y no exigiera la garantía hipotecaria. Esto producía disgustos en el duque de Pastrana, que, poco convencido de la oportunidad del alzamiento, veía aquellas imposiciones del banquero con desagrado; además, el dinero no se recaudaba.

Finalmente, Cabrera no se decidía a intervenir personalmente, y contestaba con evasivas.

Los preparativos

Lo adelantado de la Guerra de África iba a poner en peligro el plan de Ortega, si este no hubiese lanzado algo así como un ultimátum, que fijaba el 12 de marzo como término para iniciar el levantamiento. Ante todo, se necesitaban buques para llevar las tropas de las Islas Baleares a la Península, y se había de facilitar este medio a Ortega.

El general Elío dispuso que fuese Quintanilla el que marchara a Inglaterra para buscar los buques, con la garantía que ofrecía el banquero Serres, de París. Quintanilla fue a Londres, entrando en tratos con la casa naviera “Pilkington y Compañía”, pues esta tenía buques para ser fletados. Quintanilla llevaba las instrucciones de ponerse de acuerdo con Cabrera, para que este le aconsejara en el desarrollo del asunto de Londres. La garantía del banquero de París, Serres, no la consideró la casa naviera como suficiente, y, por lo tanto, el agente Gibert, que debía firmar el contrato, no podía realizarlo. Cabrera fue informado por Quintanilla, y este le informó de lo que ocurría. Cabrera se excusó ante Quintanilla, diciendo que no disponía de dinero y que no podía tratar del asunto con su esposa, pues esta estaba todavía en estado delicado por su reciente alumbramiento. Cabrera lo comunicó también directamente a Elío y este respondió diciendo que convendría que Cabrera adelantara los 60.000 francos, y le aseguraba que le serían reintegrados totalmente.

Elio reunió el dinero suficiente y lo depositó en la Banca de Serre para que Quintanilla dispusiera de ella. Pero el 16 de marzo, Cabrera entregó los 60.000 francos. En el lenguaje convenido, “los encargos” eran los vapores; “los jefes” son los capitanes; “el pequeño” se refiere al menor de los dos vapores, y “el grande”, indudablemente, se trata del City of Norwich, que podía contener los 1.500 “fardos”, y se refiere a los soldados, y la impedimenta llamada aquí “lo de atrás”. “La salida del sol” se refería a la salida de los buques.

Además de los dos barcos que había fletado Quintanilla en Londres, debía serlo un tercero en Marsella. Mientras que los dos primeros servirían para el transporte de la tropa, el que se fletara en Marsella debía ser el conductor del rey y de sus acompañantes, primero a las Islas Baleares y luego a la Península Ibérica. De los dos buques que fueron contratados en Londres, el City of Norwich intervino en la expedición de Ortega, pero en cuanto al segundo, que es el que llamaba Quintanilla “El Pequeño”, no se ha podido hallar dato alguno y no se sabe lo que le ocurrió. En cuanto al fletado en Marsella, este sí que realizó su misión.

El conde de Montemolín embarca para España

El 20 de marzo estaban en Marsella el conde de Montemolín y su hermano el infante don Fernando, así como el general Elío, Quintanilla como “joven ayudante de campo” y el fiel Echarri, siempre tan unido a las cosas del conde de Montemolín y cuya participación en la fuga de Bourges es bien conocida.

Sea Monfort, sea Colliver u otra persona, se había conseguido fletar el vapor francés L’Huveaune, perteneciente a la compañía Freissinet, de Marsella, interviniendo como agente fletador M. Fellen. Se convino en la carta de fletamiento que el barco iría a Orán sin hacer otra escala en puerto español que la de Palma de Mallorca.

El conde de Montemolín escribió a Cabrera su carta del 24 de marzo, en que le decía que no podía esperar más y que «si puedo os enviaré un vapor a Marsella, y si no, tratar de entrar cuando podáis con seguridad, sea por Cataluña, sea por Navarra».

Antes de su partida de París, el general Elío visitó a la emperatriz Eugenia, a la que dio cuenta de todos los preparativos que se habían realizado. El contacto de los dirigentes carlistas no se perdió por la ausencia del general Elío, ya que le suplía eficazmente el conde de Fuentes, muy bien visto por la Corte de Las Tullerías.

El buque zarpó el 24 de marzo, por la noche, de Marsella, conduciendo a los príncipes y compañeros. Pero apenas en alta mar, el tiempo, ya dispuesto a temporal, se puso temible, desencadenándose una verdadera tempestad, tan propia del golfo de León. El capitán del L’Huveaune dispuso, en vista del tiempo, que el buque buscara refugio en arribada forzosa al puerto de Cette, aunque Verne, de acuerdo con don Carlos, le instaba para que siguiera el viaje a Baleares afrontando el temporal. Pero la cuestión se agravaba ante la disposición del capitán del buque a costear la Península, para entrar en algún puerto español si era necesario, lo que, como se comprenderá fácilmente, rechazaron los tres viajeros, consiguiendo que el 27 por la madrugada saliera L’Huveaune para Palma de Mallorca.

El L’Huveaune estuvo navegando hacia las Baleares, pero por error de ruta del capitán el 28 de marzo, por la tarde, se encontró frente a la isla de Ibiza, habiendo pasado el puerto de Palma de Mallorca. Afortunadamente, se cruzó con un buque danés, que les dio su verdadera situación, y comprobado el error, varió su rumbo L’Huveaune, llegando el 29 de marzo por la mañana a la vista de Palma de Mallorca, fondeando en aquel puerto a las once y media. Parece ser que durante la estancia del L’Huveaune en Cette, la Policía francesa supo la presencia de los Príncipes a bordo de dicho vapor y se dice que fue advertido al Gobierno de Madrid. Posiblemente el que enteró o bien sospechó fue el cónsul Ramón Sotorres, quien debió comunicarlo a la embajada o a la capitanía general de Cataluña, aunque no debió producir gran efecto, pues no se acusan actos de precaución en Mallorca ni en el Principado catalán.

Pero había varios inconvenientes para realizar el viaje a Mahón. El primero era que la presencia de los Príncipes no debía continuar, pero por falta del visado de la patente por el consulado de Marsella no podían desembarcar en Palma de Mallorca. Otro inconveniente era que L’Huveaune no llevaba lastre, sirviendo a tal fin el carbón, lo que hacía que estuviera en peligro de zozobrar al irse terminando el combustible en las carboneras. Pero no había otro remedio que el de arriesgarse, y como ya habían salido para Mahón el City of Norwich y el Jaime II para el embarque de las tropas, siguió el vapor francés para la isla de Menorca. El ayudante de Ortega, alférez de caballería Cavero, llevaba las órdenes para el embarque de las tropas de Mahón, que se hacía con el pretexto de la anunciada visita a las Baleares del príncipe Adalberto de Baviera, y que Ortega llamaba a fin de que asistieran las tropas a una revista que se celebraría en Palma. Ortega había entregado a Cavero una orden oficial, dirigida al general Bassols, para el embarque de las tropas y una carta para el mismo general. Los dos batallones destacados en Mahón debían ser relevados, por lo que se justificaba el traslado de dichas fuerzas, que eran los batallones provinciales de Tarragona y de Lérida, y cuando hubiera terminado la revista, pasarían a la isla de Menorca el segundo batallón del RI de Asturias y el BI Provincial de Mallorca.

Cuando llegó L’Huveaune a Mahón, ya habían embarcado tropas en el City of Norwich y en el Jaime II, pero quedaban todavía en el muelle 400 soldados que no habían podido hacerlo. L’Huveaune comenzó el embarque el 31 de marzo, pero cuando estaban a bordo 350 hombres, el capitán dijo que no podía embarcar más sin peligro para la seguridad del buque. Intervino el capitán de fragata Francisco Merry, quien tuvo sobre la cuestión un altercado con el capitán, y este dijo que si le obligaban a embarcar unos 50 hombres que faltaban, desembarcaría a los que tenía a bordo y se acogería a la protección del cónsul francés. Era este Luis Potier, vicecónsul de carrera, antiguo capitán de zuavos, que, queriendo quedar bien con las autoridades españolas, dio la razón a Merry.

Potier había ido a bordo y se había relacionado con Aillaud de Cazeneuve, y aunque las relaciones eran cordiales, el legitimista francés le tenía cierto recelo porque lo fisgoneaba todo. Con la ayuda de Potier y la intervención del general Bassols, se convenció al capitán de que embarcara los 68 hombres que faltaban. Esta intervención de Bassols y el interés que tuvo para el embarque de todas las tropas hicieron creer a Vera que Bassols participaba en los planes de los conspiradores.

Una vez embarcadas todas las tropas, salió L’Huveaune para Palma de Mallorca, a donde le precedieron el City of Norwich y el Jaime II. En la travesía de Mahón a Palma, Aillaud de Cazeneuve observó el mal espíritu de la oficialidad en relación con la causa carlista. Se llegó a Palma de Mallorca a las once y media de la noche, e inmediatamente subió a bordo el general Ortega, preguntando por el estado de instrucción de la tropa. Ortega aprovechó su presencia para hablar con Aillaud de Cazeneuve delante del capitán para que el buque zarpara para Cataluña, con el fin de desembarcar las fuerzas del ejército. En esta conversación señaló como lugar de desembarque la Ampolla, en la bahía de San Jorge, cerca del puerto del Fangar. Entonces el conde de Montemolín y sus compañeros hicieron observar que tenían prisa para llegar a Orán, donde les reclamaban sus negocios, y pidieron desembarcar. Este pretexto fue suficiente para que el cónsul Cabarrús, a recomendación de Ortega, que aparentó querer auxiliar a los viajeros, interviniera borrando los nombres de los viajeros de la patente del L’Huveaune. Desde ese momento, la aventura del L’Huveaune se separa de la que corrieron los príncipes y el general Ortega.

Este pudo embarcar sobre 4.000 hombres, 4 cañones y 15 caballos de cazadores de Mallorca. Uno de los batallones embarcados en Palma fue el provincial de Tortosa. Para el traslado de las tropas se contaba, pues, con L’Huveaune y el City of Norwich, junto con el Jaime II, correo de Mallorca, y luego el Jaime I, correo de Valencia, requisado como el anterior. Parece ser que todavía hubo otro vapor, o bien dos vaporcillos, si atendemos a un relato contemporáneo. No se conoce en qué barco subió el conde de Montemolín y a sus compañeros; se supone que fue el Jaime I, en donde viajó además el general Ortega. La pequeña flotilla salió a las cuatro de la mañana del Domingo de Ramos, día 1 de abril, pero L’Huveaune se retrasó, separándose de los demás. Estos, desgraciadamente, no pudieron llegar a la bahía del Fangar y se vieron obligados a fondear en los Alfaques, frente a San Carlos de la Rápita.

Desembarco en San Carlos de la Rápita

Había sido este el primer fallo de la expedición, pero Ortega era hombre expeditivo y dispuso que los carabineros, que habían acudido a ponerse a sus órdenes, cortaran las comunicaciones telegráficas con Valencia y Madrid, no sin antes haber mandado el despacho convenido a los comisarios regios de Madrid, Barcelona, Zaragoza, Valencia y otros más. El texto del despacho decía: «Dolores va de parto». Inmediatamente que hubo desembarcado, llamó al alcalde de San Carlos de la Rápita, pero estando este ausente, acudió el teniente de alcalde que le reemplazaba. Ortega pidió al alcalde accidental que le señalara dos casas de buena prestancia en San Carlos de la Rápita. La primera autoridad de San Carlos de la Rápita ofreció su propia casa e indicó la fonda. En su virtud, el conde de Montemolín y sus acompañantes ocuparon la primera, pero sin darse a conocer, y el general Ortega con sus ayudantes y otros jefes fueron a la fonda.

Ortega dispuso que no se permitiera salir a nadie de la población, aunque sí autorizaba que se entrara en la misma. En Tortosa, el jefe carlista que actuaba era Francisco Prades. A su tiempo fue advertido por Morales de que el desembarco se haría en aquella costa. Después de su conversación con Morales, Prades llamó al comandante Domingo Sanz el 27 de marzo, diciéndole que con varios de sus hombres de confianza debían estar vigilando la costa por si llegaba un buque que conducía al conde de Montemolín. Los hombres designados por Sanz se apostaron en los lugares convenientes, pero no habiendo llegado buque alguno, regresaron a sus casas, y Sanz fue a Tortosa el día 30.

Prades le dijo que esperaba un despacho telegráfico que no había llegado. En esto se supo que los buques habían sido vistos desde tierra, y Sanz estuvo conversando con el brigadier Alcaide, gobernador de Tortosa, y en su conversación introdujo hablar del conde de Montemolín, cuya persona ponderó, pero como que Alcaide no parecía entrar en ese tema, disimuladamente dejó la conversación. Pero la misma noche del 2 de abril, salió con Jaime Mur, consiguiendo estar presente en el desembarco del material, que lo componían 100.000 cartuchos y 1.000 fusiles de repuesto. Sanz se presentó al general Ortega con la contraseña que había recibido de Prades, y en su vista el general dispuso que Sanz con Mur y Joaquín Ferrer se adelantaran a Amposta para ponerse al habla con los jefes carlistas. Por su parte, el conde de Montemolín escribía a Cabrera, dándole cuenta de su llegada y diciéndole que se le uniera.

El general Ortega ordenó que una fuerza destacada fuese a Vinaroz a recoger suministros para las tropas. Una vez que esta había regresado a San Carlos de la Rápita, Ortega hizo avanzar sus tropas a Amposta, donde pernoctaron el 2 de abril. Mientras esto ocurría, nada se sabía en Tortosa. Las primeras noticias las trajeron a la ciudad unos paisanos el día 2, por la noche. El brigadier Alcaide no les dio gran importancia, y solo al mediodía del 3 de abril llegó a conocer la verdad de lo que estaba ocurriendo, así como del desembarco de tropas en Ampolla. Estas procedían del L’Huveaune. Por parte de Alcaide, estaba en dudas y vacilaciones, pero luego pretendió corregir esta debilidad inicial con desplantes y fanfarronerías, tal como si Tortosa se convirtiera en una nueva Numancia. Fue, pues, al reaccionar el 3 de abril, cuando ordenó la puesta en defensa de la plaza, que entonces estaba guarnecida por el batallón provincial de Segovia.

Ruta de L’Huveaune

El buque L’Huveaune, después de desembarcar las tropas en el puerto del Fangar, llegó el día 3 de abril al Grao de Valencia, desembarcando Aillaud de Cazeneuve, que se trasladó a Valencia para enterarse de cómo habían ido los acontecimientos en San Carlos de la Rápita, sabiendo con sorpresa el fracaso general de la conspiración. El capitán del vapor francés fue conducido a la capital valenciana por orden del general marqués del Duero y sometido a un interrogatorio, pero afortunadamente sabía tan poca cosa sobre lo ocurrido, que sus declaraciones no sirvieron para otra cosa que para demostrar que no estuvo enterado del objeto del transporte de las tropas, y fue puesto en libertad. Pero se recelaba todavía del buque, por lo que se recibió la orden de que se mantuviera en el puerto.

Aillaud de Cazeneuve reclamó, diciendo que iba a pedir la intervención del cónsul de Francia, que era Edmond Flory, y esta noticia debió llegar a conocimiento del marqués del Duero, ya que este a medianoche les comunicó que el vapor debía zarpar. Así lo hicieron, y el 6 de abril llegaron y anclaron en la rada de Mers-el-Kebir (Argelia). Allí permaneció hasta el 12, que reemprendió el viaje de regreso, costeando el litoral español por si era posible prestar auxilio al conde de Montemolín y a su hermano, que todavía no habían sido descubiertos.

En su crucero avistó a un buque de guerra español, que era el vapor Colón, por lo que L’Huveaune decidió definitivamente regresar a Francia, no sin antes entrar en la bahía de Rosas (Gerona), donde había una corbeta de guerra española. Habiéndole parecido al comandante de la misma que el buque francés era sospechoso, se dispuso a reconocerlo; por lo que Cazeneuve dispuso que L’Huveaune partiera inmediatamente, llegando por fin en la noche del 16 al 17 de abril a Marsella, sin haber conseguido el propósito de prestar socorro al conde de Montemolín y sus acompañantes o de entrar en contacto con los carlistas levantinos y catalanes.

Fracasa el pronunciamieuto

Los hechos hasta el momento definitivo se sucedieron de la manera siguiente. Las tropas emprendieron la marcha el 3 de abril por la mañana, saliendo de Amposta con dirección a Ulldecona. El conde de Montemolín y sus acompañantes tomaron asiento en dos tartanas que seguían a la columna, pero Ortega dispuso que los carruajes pasaran a la cabeza de la misma para evitar la molestia del polvo que levantaba el paso de la fuerza. Al llegar al mediodía al Coll de la Creu, entre Freginals y Ulldecona, las tropas hicieron alto para acampar y comer el rancho. El general Ortega se separó con algunos jefes y sus ayudantes para almorzar en una casa de campo de los alrededores.

Parece que entonces hubo quien sembró la desconfianza a la tropa, ya extrañada de haber visto cortadas las comunicaciones. Un grupo de oficiales se presentó ante Ortega, exigiendo que se les dijera a dónde se les conducía. Un Tcol de artillería, que estaba en la mesa con Ortega, les increpó por su conducta poco disciplinada; pero el general creyó llegado el momento de obrar, y pidiendo su caballo, que curiosamente se llamaba Maleficio, se dispuso a marchar hacia sus tropas.

El relato de la época nos dice que se tocó formación, y que el Tcol del RI provincial de Tarragona, Mariano Rodríguez Vera, se encaró con el general, preguntándole si podían saber a dónde iban. La respuesta fue: «A usted nada le importa, y le advierto que lo mismo fusilo a un coronel que a un soldado». Y luego añadió, dirigiéndose a las tropas: «¡Soldados! ¡Viva Narváez!». Pero la tropa permaneció muda. Enseguida volvió a gritar: «¡Viva Carlos VI!» Pero el mismo elocuente silencio recibió este segundo grito, que fue a perderse en los ecos de las vecinas montañas.

Entonces el mismo Rodríguez Vera, arrancando de la vaina la espada y tomando la bandera del RI provincial de Tarragona, que enarboló poseído del más ferviente entusiasmo, exclamó: «¡Hijos, vamos vendidos! ¡Viva la Reina! ¡Viva el Gobierno constituido!» Un grito unánime, general, ardoroso, repitió la palabra ¡viva!, pero un viva a la vez siniestro, amenazador para el desleal. Al conocer este poco entusiasmo de las fuerzas que trataba de seducir, y viendo con un golpe de vista el peligro que le amenazaba, corrió hacia su caballo y, montando en él, salió al escape, saltando por encima de los cañones y dando al mismo tiempo la voz a la escolta para que le siguiese. El relato, que ya decimos es de la época, viene novelado y es falso a todas luces, y si lo damos es para estudiar lo ocurrido en aquella tarde aciaga para Ortega. Basta señalar que la artillería con los bagajes estaban adelantados, y, por lo tanto, no junto a los infantes.

El desembarco en San Carlos de la Rápita debía coincidir con la sublevación de las guarniciones implicadas. En estas condiciones, la presencia del conde de Montemolín no solo era conveniente, sino que era necesaria. Pero insubordinadas las tropas que mandaba, el Conde de Montemolín se convertía en verdadera rémora y en motivo de preocupación para Ortega, que se sentía responsable de la seguridad de la persona del Rey. Entre las tropas nada quedaba para hacer. Lo que era urgente era advertir a don Carlos de lo que ocurría, para que buscara refugio y se librara de caer prisionero, sobre todo de aquellos soldados que tenían jefes como Rodríguez Vera. Así se explica la rápida huida de Ortega del lugar donde se desarrollaban los acontecimientos.

Ortega, al cruzar a los viajeros, lanzó el grito tan famoso: «Fuera del camino, todo está perdido», que según el relato del brigadier Alcaide fue: «¡A las tartanas! ¡A las tartanas! ¡Todo está perdido!», versión que sigue Oyarzun. La exactitud de las palabras pronunciadas allí depende de si el conde de Montemolín y sus compañeros andaban junto a los carruajes o permanecían en ellos, pues si se acepta que no estaban subidos en las tartanas, entonces el relato del gobernador de Tortosa es razonable.

Fuera del camino, todo está perdido. El general Ortega dirigiéndose a Carlos VII. Autor Felipe Gonzalez Rojas de la Historia Contemporánea de Pirala.

Inmediatamente, se decidió la formación de pequeños grupos. Ortega, con sus ayudantes, sus criados y algunas otras personas, se separó del Rey, tomando la dirección de Zaragoza. Por Galera retrocedió a Santa Bárbara y de allí fue a Mas de Barberans, y subiendo el puerto de Baceite, por la Fresneda, llegó por la noche a Calanda. Allí preguntaron por un pariente de Cavero, Enrique Sánchez, barón de La Linde, y habiendo suscitado las sospechas del alcalde, este dispuso que la guardia civil pidiera los documentos a los viajeros, quedando allí detenidos. Hay que tener en cuenta que en aquellos momentos solo podían ser presos como sospechosos. Trasladados a Alcañíz, escribió Ortega a la condesa de Montijo para pedirle que se dirigiera a Prim a fin de que interviniera cerca de O’Donnell.

La sorpresa del brigadier Alcaide debió ser grande. Es indudable que no estuvo enterado hasta el último momento del desembarco de Ortega, de que el Conde de Montemolín y su hermano pudieran estar presentes hasta que en Amposta les fueron cogidos los equipajes, y en ellos se halló la ropa blanca con las iniciales bordadas C. B. y F. B., equipajes en los que se encontraban uniformes y otros efectos. Todo esto demuestra que no hubo información de la presencia del conde de Montemolín en L’Huveaune, y que si algo se dijo fueron meras sospechas del cónsul Satorres.

Cuando en Madrid se enteraron del desembarque en San Carlos de la Rápita, se ordenó al brigadier Alcaide que pusiera en defensa la plaza de Tortosa, y se anunciaba el envío de numerosas fuerzas, que en verdad no llegaron a ponerse en marcha.

Prisión del conde de Montemolín

Después de separarse Ortega, descendieron de las tartanas el conde de Montemolín y su hermano el infante don Fernando, el general Elio, el comandante Sanz, que iba como práctico del terreno. Sanz se había adelantado a Ulldecona, dejando a sus compañeros en el molino de Abdon Altabella, a donde regresó después de haber preparado en casa del empleado en las obras del canal del Ebro, veterano carlista, Cristóbal Raga, el alojamiento para el Rey y su hermano. Raga habitaba con su mujer e hijas una casa en la calle de San Cristóbal, y vivía estrechamente con su corto jornal. A lo que le dijo el comandante Sanz, y creyendo que serían unos jefes carlistas, aceptó tenerlos en su casa para liberarlos de la persecución.

Regresó Sanz al molino de Abdon Altabella, que podría tratarse del actual Mas de Piñol, donde había dejado a sus compañeros, y en la misma noche del 3 de abril, el conde de Montemolin, el Infante, su criado Echarri pasaron a casa de Raga, donde hallaban seguro refugio. Sanz se quedó en el molino de Altabella con Elío y Barraute, donde fueron presos el día 4 por hombres armados procedentes de Vinaroz. El 5 fue preso Ortega en Calanda y conducido a Alcañiz, y de allí, por Morena, San Mateo y Vinaroz, a Tortosa. Elio, Barraute y Sanz fueron llevados primeramente al castillo de Peñíscola, y luego trasladados al castillo de San Juan de Tortosa.

Nada se sabía del conde de Montemolín. La prensa extranjera publicaba noticias sensacionales de que Carlos VI y su hermano el infante don Fernando estaban presos en territorio español; pero en realidad, en España la búsqueda e investigación para detener al conde de Montemolín no daban resultado alguno. A Tortosa había llegado el brigadier José Mackenna, y poco después el capitán general de Cataluña Domingo Dulce, acompañado del auditor de la capitanía general Dionisio Muro y Gómez. Una vez en esta ciudad, Dulce ofreció una recompensa de 10.000 duros al que entregara al conde de Montemolín y su hermano, acompañando esta recompensa con otra de igual cantidad que daba de su propio bolsillo. Pero nada tentaba a Raga ni a ninguno de los que sabían más o menos dónde estaba el Rey y su hermano. Pero, al fin, llegó la denuncia.

Esta fue dada por Salvador Vidal, quien asumió el poco noble papel de denunciador. Por lo que Dulce le extendió un certificado en que se hacía constar que a las noticias que desinteresadamente dio el señor Salvador Vidal, se debió principalmente la captura de los ex-infantes, porque ellos sirvieron de dato preciso para verificar las pesquisas con tan feliz resultado. Los carlistas no lo olvidaron, y cuando llegó la Tercera Guerra Carlista, al tratar de huir, Vidal fue cogido y fusilado.

Con tales noticias confidenciales salió de Tortosa el Tcol Francisco Rodríguez Termens, acompañado de su secretario García, del capitán de la guardia civil Loeches, junto con 10 guardias, y posteriormente se unieron otros 8 de Ulldecona. Llegaron a la una y cuarto de la madrugada a Ulldecona y rodearon la casa de Raga, por lo que subieron a los tejados de las casas vecinas seis guardias. El capitán llamó a la puerta, y como no le abrían rápidamente, dos guardias subieron al balcón y violentaron las ventanas, entrando en una habitación oscura, donde se les presentó Raga. Serían entonces las cuatro de la madrugada.

El relato de Raga dice: «Intimaron al amo de la casa que le entregase aquellos que tenía ocultos. El mencionado dueño contestó y mantuvo que no había nadie escondido en su casa, a lo que replicó la guardia civil que escondía unos personajes, y que estos eran don Carlos con su hermano. La emoción del pobre hombre al oír que su huésped era don Carlos, le hizo quedar blanco como cera y tuvo que apoyarse en la pared, no sabiendo ya qué hacer. La guardia civil se puso entonces a registrar la casa, y encontraron a Carlos VI y a nuestro tío Fernando allí ocultos en un escondrijo bastante bueno, pero los que les buscaban tenían gran empeño en encontrarlos».

Por lo que parece, fue la denuncia de Vidal y la sorpresa de Raga lo que facilitó la prisión de los príncipes. Ya en el cuartel de la guardia civil, los príncipes mostraron serenidad, empezaron a conversar muy familiarmente con el capitán de la guardia, diciéndole que era una institución de la que habían oído hablar en el extranjero. Siendo transportados al día siguiente desde Ulldecona a Tortosa.
El general Ortega desde Alcañiz fue trasladado a Tortosa, a donde llegó el 12 de abril con las personas que le acompañaban. El 17 de abril, se celebró un consejo de guerra, que presidió el brigadier Alcaide, gobernador militar de Tortosa, y se componía de seis capitanes de aquella guarnición, siendo condenado a muerte y puesto en capilla el mismo día a las once de la noche.

A las tres menos cuarto de la tarde del 18 fue anunciada a Ortega la orden de disponerse a marchar para la ejecución, siendo ejecutado a las cuatro debajo de la muralla de San Juan. El general Ortega fue condenado a muerte por quienes antes habían sido sus amigos, «temiendo que las revelaciones que podía hacer marcarían en sus rostros el estigma de la traición y felonía».

Repercusiones del desembarco

No fue Ortega el único que pagó con su vida su lealtad carlista. En la provincia de Palencia se lanzó al campo el coronel Epifanio Carrión al frente de una partida. Tuvo un encuentro con las fuerzas de la guardia civil en Villasarracino (Palencia), en el que murió su hijo, el teniente de caballería Eleuterio, cayendo prisionero el propio Carrión. Conducido a Palencia, pasó un consejo de guerra presidido por el brigadier Francisco Campuzano, gobernador militar, y fue fusilado el 13 de abril, evitándose así las revelaciones que había comenzado a hacer de los personajes que intervenían en la conspiración.

En Vizcaya se levantó una partida compuesta de jóvenes mineros de Baracaldo; se formó seguidamente una fuerza compuesta por 20 carabineros a la que se unieron 15 guardias civiles que se “encaminaron al punto de reunión de los amotinados”. No se encontró rastro alguno de los revoltosos mozos en Baracaldo y, tras registrar algunas casas y la iglesia “sin ningún resultado, se dispuso la detención de algunas personas que parecían sospechosas”.

Finalizadas las pesquisas y tomadas las declaraciones que se consideraron oportunas, se procedió a dejar el grueso de la fuerza en el lugar, mientras el comandante de carabineros, acompañado de 4 de sus hombres, regresaba a Bilbao conduciendo a los reos a la cárcel de la villa.

Un pequeño piquete, formado por unos cinco hombres, trató de evitar que los tomados presos llegasen a Bilbao. Tras “una ligera lucha”, donde los carabineros salieron mejor parados, “consiguieron dispersar a los agresores y traerse a Bilbao tres de estos, uno de ellos herido”, huyendo el quinto “merced a la oscuridad de la noche y a su ligereza”.

Los rumores de un cruce de fuego con una partida carlista tan cerca de la villa, generaron una notable alarma en Bilbao y, ante el cariz que habían tomado los acontecimientos, se remitieron disposiciones para proceder a la inmediata detención de sospechosos colaboracionistas con el alzamiento. Paralelamente, el gobernador militar interino, el castreño Ramón Salazar Mazarredo, se apresuró a ordenar que una patrulla de guardia civil de unos 30 hombres, auxiliados por otros tantos carabineros y una compañía de tropa del ejército, batiera la zona donde se había producido este nuevo altercado.

La fuerza se desplazó “tomando el camino viejo que va desde Basurto y al llegar al inmediato punto llamado Entrambasaguas”, siendo tiroteados por la partida carlista, muriendo un guardia civil y siendo dispersada la partida carlista, dejando 31 fusiles y 9 pistolas. Fueron hechos dos prisioneros, que también fueron pasados por las armas.

En la provincia de Burgos se levantó otra partida mandada por Villalaín, que estuvo en Sotillo de la Ribera y en Villalba del Duero, y aunque fue bien acogida por el vecindario de ambos pueblos, al ver cómo se desarrollaban los acontecimientos, se dispersó. En Molina de Aragón se levantó otra partida mandada por Lucio Dueñas, que fue dispersada por la guardia civil en Cercadillo (Guadalajara), quedando en poder de las fuerzas isabelinas varios prisioneros. En Almodóvar del Campo (Ciudad Real) hubo agitación entre los carlistas, dándose vivas a Carlos VI en la localidad, siendo preso y procesado por estos hechos el vecino Valeriano Pérez Serrano.

La rapidez con la que se sucedieron los acontecimientos no permitió que se hiciera algo serio en las comarcas levantinas. Así se sabe que el capitán José Galindo, jefe de los carlistas de Valdealgorfa y Gandesa, no tuvo tiempo de alertar a sus hombres para que cooperaran a la fuga de Ortega. Tampoco el comandante general de Cataluña, brigadier Rafael Tristany, que había acudido desde Trieste a la frontera española, pudo comenzar su intervención, y los despachos y órdenes al brigadier Borges le llegaron con retraso.

Entre las detenciones efectuadas en Amposta, hubo la del labrador Juan Costa, las de los jornaleros José Salvador y José Ventura Subirats, el confitero Domingo Sanz y el jornalero Cayetano López. En la Galera fue preso el propietario Joaquín Ferrer, y en Ulldecona, además de Cristóbal Raga, lo fue el molinero Abdón Altabella, que había dado asilo al general Elio. También fue preso el sacerdote Mariano Boixaderas.

En toda España hubo prisiones, y en Madrid ingresaron en la cárcel del Saladero Victoria Menéndez, hermana del coronel Leandro, comisario regio de Asturias; el que fue jefe de la partida castellana, Lucio Dueñas; el auditor de guerra, Francisco Garda Ramírez; el antiguo oficial carlista, José Grajal, y el capitán retirado Mariano Rodríguez. En Cuenca fue apresado el coronel Manuel Monet. Las detenciones se practicaron en toda España, aunque a veces con cierto desorden; en Valencia fue preso el republicano Orense, con gran asombro del interesado al verse complicado en una conspiración carlista.

En Zaragoza, el comisario regio Alberto de Urries fue denunciado por un criado de que tenía armas en una paridera. Urries huyó a caballo, llegando a Jaca, donde intentó pasar por el Pirineo guiado por un pastor, y cuando estaba cerca de la raya frontera, un fuerte ataque de gota le imposibilitó dar un paso, y aunque el guía intentó llevarlo a hombros, fue imposible seguir la marcha. Habiendo circulado el rumor de que estaba cerca de aquella población, salieron de Jaca carabineros con gente armada del pueblo, dando una batida. Observada esta por el pastor, avisó a Urries, que dispuso que lo abandonara. Descubierto Urríes, fue conducido a pie, a pesar de su incapacidad a Jaca, donde debía pasar un consejo de guerra. Pero en Jaca se recibió· la órden de trasladarlo a Zaragoza, a donde fue conducido y en cuyas calles fue insultado por las turbas. Condenado luego a prisión, fue indultado y desterrado al extranjero.

Quintanilla, junto con Mur, pudieron salvarse en Amposta, y con la ayuda de un marinero fueron a Valencia, donde estuvieron ocultos hasta que pudieron huir a Portugal.

Renuncia del conde de Montemolín

Una vez presos el conde de Montemolín, el infante don Fernando y Echarri, fueron conducidos a Tortosa. Apenas llegados a la ciudad, Carlos VI telegrafió a la princesa de Beira para que comunicara a la reina doña Carolina que estaba bien de salud. Enseguida el general Domingo Dulce, capitán general de Cataluña, pasó a conversar con el conde de Montemolín; y no se sabe si en esta entrevista Dulce se excusó de no haber contribuido al alzamiento en que estaba comprometido.

El problema que se planteaba al Gobierno, con la prisión del conde de Montemolín, era tan molesto y desagradable, que seguramente hubiera preferido que hubiese tenido tiempo de alcanzar la frontera francesa. No se podía pensar en aplicar la pena de muerte a los dos primos de Isabel II: primeramente, porque si bien habían entrado en España clandestinamente, no habían tomado parte en el traslado de las tropas de Baleares; y segundo, porque tampoco habían participado activamente en la tentativa de sublevarlas en la Península. No tenían, pues, otra acusación que, siendo exilados, haber vuelto a España y haber conspirado.

En Tortosa, Carlos VI y su hermano Fernando escribieron las famosas “renuncias de Tortosa”, por las que ambos renunciaban al trono; no se hacía declaración de derechos de Isabel II, ni siquiera el de la sumisión a la Reina.

El 1 de mayo, se publicaba un indulto por el que se concedía amnistía general, y sin excepción, a todas las personas procesadas, sentenciadas o sujetas a responsabilidad por cualquier clase de delitos políticos cometidos desde la fecha del Real Decreto de 19 de octubre de 1856. En virtud de la amnistía, fueron puestos en libertad los presos, y Carlos VI con su hermano el infante don Fernando y el general Elío fueron trasladados al barco de vapor de ruedas Colón a fin de que fueran conducidos a Francia. El general Dulce embarcó el día 9 en el mismo vapor, que zarpó del puerto de los Alfaques, haciendo escala en Barcelona, donde desembarcó Dulce, y prosiguiendo su ruta hasta Port-Vendres (Francia), donde desembarcaron los príncipes, quedando libres en el territorio francés.

Apenas desembarcados del vapor Colón en Port-Vendres, el conde de Montemolín y su hermano el infante don Fernando partieron para Trieste, donde residía la viuda de Carlos V, princesa de Beira, y con ella la reina Carolina. Habiendo pasado juntas las zozobras producidas por el fracaso de San Carlos de la Rápita.

El 15 de junio, declaraban nulas las abdicaciones realizadas mientras estaban detenidos, pero su otro hermano, Juan, las consideró válidas y asumió los derechos al trono. Durante unos meses hubo dos pretendientes carlistas, hasta que la muerte de Carlos Luis en enero dejó a Juan, con el nombre de Juan III, como el único pretendiente.

No obstante, no recibió apoyo entre los carlistas por su ideología liberal (llegó a afirmar que tenía en nada sus derechos legítimos si no los veía sancionados por la soberanía nacional). Finalmente reconoció a Isabel II el 26 de julio de 1862. La viuda de Carlos María Isidro, María Teresa de Braganza, princesa de Beira, ejerció como la verdadera cabeza del movimiento carlista y en 1864 proclamó en la Carta a los españoles como rey legítimo al hijo de Juan, Carlos, con el nombre de Carlos VII. Sin embargo, algunos destacados carlistas, como Ramón Cabrera o el conde de Chambord, pretendiente legitimista francés; siguieron reconociendo a Juan como el rey legítimo hasta que, tras la revolución de 1868, Juan abdicó sus derechos en su primogénito el 3 de octubre de ese año y se retiró a Hove, cerca de Brighton (Inglaterra).

Entrada creada originalmente por Arre caballo! el 2025-12-12. Última modificacion 2025-12-12.
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