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La conspiración carlista
Repetidas veces hemos hecho referencia a los trabajos de conspiración que se realizaban en España bajo la dirección de la Comisión Regia de París, desde los acontecimientos de julio de 1854, que habían colocado de nuevo al partido carlista en un primer plano. Había sido la ocasión que esperaba la Comisión de París, y no fue desechada cuando había llegado. Para ello, Arjona había designado los comisarios regios en las regiones y provincias españolas que llevaran a cabo los trabajos para adquirir nuevos elementos que se unieran a los antiguos carlistas ansiosos de empuñar las armas.
Pronto favoreció las actividades de los conspiradores la campaña anticlerical a que se había lanzado el partido progresista desde el Gobierno, pues herían los sentimientos del pueblo español y creaban el malestar necesario para que se formara un ambiente de oposición al Gobierno. Los esfuerzos de O’Donnell para mitigar aquel fervor progresista, que carente de ideas no tenía otro programa que perseguir a la Iglesia, no eran suficientes ni trascendían al público, puesto que en la apariencia, tan culpable era O’Donnell como Espartero. Además, los esparteristas se reclutaban en la Milicia Nacional, restablecida, y esta era la que se manifestaba en la calle, puesto que los más moderados de ellos solo servían para lamentarse de lo que ocurría.
El plan para el alzamiento montemolinista de 1855 se había fraguado en Trieste, cuando se reunieron allí los representantes de la realeza de Francia y España, en el destierro, para asistir al entierro de Carlos V.
En aquel momento, los sargentos del ejército nacional estaban descontentos con el Ministerio Espartero-O’Donnell. Los carlistas aprovecharon este descontento, como más tarde lo hizo el revolucionario Ruiz Zorrilla, para hacer su labor a base de sargentos y oficiales subalternos, apoyados, naturalmente, por emigrados o jefes vueltos de la emigración.
Insurrección de Aragón
La insurrección propiamente dicha fue en Zaragoza, donde la inició el capitán Cipriano Corrales. Se había fijado la noche del 22 al 23 de mayo para comenzar el alzamiento. A última hora de la tarde, el capitán Corrales se presentó en el cuartel donde se alojaba un escuadrón del RCL-6 de cazadores de Bailén, al que pertenecía, pretextando tener un caballo enfermo, y una vez en el edificio, después de charlar con varios oficiales que estaban de servicio, se puso a jugar al tresillo con ellos. Mientras tanto, los sargentos comprometidos dejaban entrar a paisanos mandados por el comandante Gregorio Puelles, que quedaron escondidos hasta el momento propicio en el cuartel. De pronto, un grupo de sargentos armados junto con algunos de los paisanos, a las órdenes todos de Puelles, irrumpieron en el cuarto de estandartes, donde estaban los que jugaban a las cartas, intimando a los allí presentes que se dieran prisioneros. Inmediatamente, el capitán Corrales se posesionó del mando de los sublevados y del cuartel, ordenando que se tocara botasillas, formando inmediatamente el escuadrón de Bailén, así como las secciones de los escuadrones de cazadores del RCL-8 de Aragón y del RCL-14 Cataluña, que estaban destacadas en Zaragoza, alojadas en el mismo cuartel.
Las fuerzas sublevadas salieron por la puerta que daba al campo, en dirección a Calatayud. Una vez partida la fuerza sublevada, los oficiales quedaron libres y comunicaron al capitán general, Ignacio de Gurrea, lo que acababa de ocurrir. No podía el general Gurrea alegar absoluto desconocimiento de los preparativos, porque en una conferencia militar reglamentaria tenida el 1 de marzo, había manifestado que sabía exactamente que se trabajaba con empeño para seducir al ejército, y principalmente a la clase de sargentos. Los sargentos de caballería, casi todos aragoneses, y muchos de familias comprometidas por la causa liberal, les ofrecían ciertas garantías. Gurrea dio orden de tocar generala e inmediatamente salió en persecución de los sublevados al frente de una columna de 600 hombres de infantería de la guarnición de Zaragoza y 50 caballos de la milicia nacional, disponiéndose además que el comandante Moriones fuese, con el resto del escuadrón de cazadores de Aragón, que estaba destacado en la Almunia de Doña Godina.
Corrales, con la caballería sublevada y los paisanos que se le habían unido, marchó a La Muela (Zaragoza), destacándose una parte de los carlistas en dirección a La Almunia de Doña Godina, pero allí ya se había conocido la noticia y la milicia nacional había tomado precauciones para impedir la entrada de los sublevados y organizar la defensa. Al llegar junto a La Almunia, y al encontrarse la población prevenida contra ellos, se retiraron para reunirse de nuevo con las fuerzas que mandaba Corrales y proseguir su marcha a Almonacid de la Sierra y de allí a Alfamén (Zaragoza). El mismo 23 de mayo, el capitán general de Aragón, Gurrea, alcanzó a los sublevados en Alfamén, produciéndose un vivo tiroteo, y según manifestó el jefe liberal, los sublevados fueron dispersados. Una cosa era comunicar esto, y lo otro que fuera como decía, puesto que desgraciadamente para su historia militar, la cosa no le salió tan bien. Al parecer, los soldados de Gurrea fueron arrollados por los sublevados, y si consiguió al fin detenerlos, fue gracias a la intervención de los milicianos nacionales de La Almunia, que habían acudido a reunirse con las fuerzas isabelinas, y también a la Guardia Civil.
Después de la acción de Alfamén, las fuerzas mandadas por Corrales fueron a Aguarón, donde llegaron el mismo día 23, prosiguiendo su ruta a Cariñena, donde estuvieron el 24 de mayo, marchando luego a Paniza. Gurrea, que se había detenido en la persecución después del encuentro con los carlistas, recibió el refuerzo del resto del escuadrón de cazadores de Aragón mandados por el brigadier Thomas, y entonces siguió en busca de los sublevados. Estos habían pasado a Aguilón con el propósito de reunirse con las partidas levantadas en armas en el campo de Bello.
En Calatayud, parece ser que por los liberales se llegaron a conocer los proyectos de los carlistas, pues el 22 circulaba con insistencia el rumor de que en la tarde de aquel día o por la noche del 22 al 23 de mayo, se daría el grito en favor de Carlos VI. Las autoridades isabelinas tomaron precauciones, alentando a la milicia nacional, que empezó a actuar en servicio de vigilancia y patrulla. Como el proyecto de los carlistas comprometidos era apoderarse del fuerte en la noche del 22 al 23, las precauciones tomadas se lo impedían, por lo que un grupo de entre 25 a 30 carlistas salió del pueblo aquella noche, desarmando a los guardias que encontró en el campo, que fueron puestos al día siguiente en libertad.
A medianoche llegaron a Calatayud refuerzos compuestos de milicianos de El Frasno, haciendo todavía más difícil actuar dentro de la población, por lo que otro grupo de unos 20 comprometidos, saltando las tapias, salió por los huertos con el fin de unirse a los que habían salido anteriormente. Una vez todos agrupados, marcharon a Terrer, donde entraron. Ocupada esta población, esperaron la llegada de una partida carlista que, mandada por Roger, acababa de levantarse en armas en Castejón de Alarba y de otra que se había formado en Moros y estaba mandada por el sacerdote Benito Marquina.
Ya de día, el 23, por la mañana, salieron todos juntos a Cervera de la Cañada (Zaragoza), donde hicieron preso al recaudador de contribuciones que se dirigía a Ateca, y de aquella población prosiguieron su ruta a Villarroya de la Sierra (Zaragoza), donde entraron, encontrándose con otra partida mandada por el sacerdote Marcelino Millán. Todos juntos fueron a Aranda de Moncayo.
El comandante Manuel Marco había levantado aquella noche una partida en Acered. Al saberlo, dos compañías del RI de Zamora destacadas en observación en Used, ante los rumores que venían circulando de agitación carlista, salieron en seguimiento de Marco; quien, sin embargo, consiguió llegar y entrar en Terrer en la noche del 23 de mayo, con el fin de reunirse con las otras partidas levantadas en armas. Pero como estas habían salido de Terrer en la mañana del mismo día, no pudo lograrlo. La infantería que le seguía fue a pernoctar en Calatayud. Marco, al ver la imposibilidad de reunirse a los otros sublevados, volvió sobre sus pasos y fue a pernoctar a Munébrega, volviendo a Acered, y de allí pasó a Cubel y por último a Cimballa, de donde pasó, aunque por breve tiempo, a la provincia de Guadalajara.
En Caspe, el 26 de mayo, se formó con los carlistas de la localidad una partida de 150 hombres, y al presentarse en la calle, los liberales de la población con las autoridades se dieron a la fuga, dejándola en manos de los sublevados, pero estos salieron por Maella (Zaragoza) a Mazaleón (Teruel), reclutando voluntarios; fueron luego a Alcañiz, donde también se les unieron carlistas comprometidos, y por último, entraron en Valdealgoría (Teruel). Otra partida importante la levantó el brigadier Francisco García en Belchite (Zaragoza), con voluntarios de aquel pueblo y los alrededores, marchando todos a Cerollera (Teruel).
La caballería sublevada mandada por Corrales, había ido a Aguilón (Zaragoza) y trataba de unirse con las fuerzas de Marco y los sublevados de Calatayud, llegando hasta Romanos. Allí supo que se le había interpuesto el general Gurrea cortándole el paso en Mainar. Con el fin de cruzar el río Jiloca, intentaron dirigirse a Burbágena (Teruel). Pero Gurrea se situó en Cucalón, impidiéndoles la maniobra. Corrales decidió entonces dirigirse hacia Caspe, marchando hasta Ejulve (Teruel), como si pretendiera dirigirse al interior de la provincia de Teruel. De Ejulve marchó a Huesa del Común (Teruel), a donde llegó el 27, reuniéndosele la fuerza mandada por el brigadier García, que procedía de Belchite, y todos juntos fueron a Alloza el 28 de mayo.
La persecución de que eran objeto por los isabelinos se intensificaba, pues además de la columna mandada por Gurrea, había otras cuatro que operaban combinadas. Pronto Gurrea se separó de la maniobra, marchando a dominar la insurrección que se había extendido por la comarca de Caspe, Maella y Mazaleón, consiguiendo ocupar los llamados Valles, intrincado territorio formado por cinco valles que, partiendo del Azud de Caspe, van ensanchándose y terminan a lo largo del camino que conduce de Maella a Valdealgorfa.
Los carlistas, que ocupaban el llamado Valle de Valdejerique, lo abandonaron, pasando al de Valcomuna, con intención de reunirse a las fuerzas del brigadier García, que se había separado de Corrales, pero allí también se encontraron con fuerzas dependientes del general Gurrea. Como fracasaran al intentar moverse al de Valmediana, en vista de que los cinco valles estaban ocupados por los enemigos, retrocedieron sobre el Azud de Caspe, donde fueron alcanzados por la columna del coronel Francisco Salcedo, que los derrotó completamente, cayendo prisioneros el jefe de la partida, coronel Joaquín Buisan, y el oficial Masanillos, que fueron fusilados.
Desde Alloza, Corrales se dirigió hacia Samper de Calanda (Teruel), donde se encontró con la columna mandada por el coronel Juan Mateo, librándose combate el 29 de mayo, obligando a los carlistas a replegarse hasta Andorra (Teruel). De allí fueron a Agua Viva, donde tuvieron un ligero combate con la columna del brigadier Thomas, pero la misma noche hicieron una marcha increíble para pasar el río Ebro, como lo consiguieron, y entrar en Cataluña.
Marco se encontraba en la provincia de Guadalajara, pero regresó de ella para volver a la de Zaragoza, y el 28 de mayo, en Abanto (Zaragoza), fue alcanzado por la columna de Serrano Bedoya y sus fuerzas fueron dispersadas, consiguiendo el jefe carlista atravesar toda España para buscar refugio en Portugal. Los esfuerzos de Marco fueron recompensados por Carlos VI con el ascenso a coronel de los Reales Ejércitos. Una parte de la partida batida en el Azud de Caspe marchó a Chiprana, formando un conjunto de unos 100 hombres a pie y 50 a caballo, consiguiendo pasar el río Ebro y entrar en Cataluña.
El brigadier García, después de separarse de Corrales, tuvo un encuentro con los isabelinos del Maestrazgo, pero no pudiendo mantenerse en armas en Aragón, decidió pasar el río Ebro por Gallur, pero habiendo fracasado su intento, se dirigió hacia la ribera del Jalón, donde fue capturada y disuelta una partida. Otra pequeña que se había formado en la provincia de Teruel, mandada por Mora, tuvo el 29 un encuentro con las fuerzas de la Guardia Civil mandadas por el capitán Pedro Bentasela.
El número de columnas que se emplearon por el Gobierno para sofocar la insurrección en la región aragonesa demuestra la importancia que se dio desde el primer momento al levantamiento. Operaron la mandada por el capitán general Gurrea, la que procedía de Madrid a las órdenes de Serrano Bedoya, y las de Antolín Pieltain, Mateo, Salcedo, Thomas y la del ex carlista, hermano del ministro, de la Guerra, Enrique O’Donnell. Se tomaron, además, otras disposiciones que no eran militares y, como es natural, tuvieron ribetes anticlericales.
Los sucesos de Zaragoza provocaron las consiguientes investigaciones policiacas en aquella capital, por lo que fueron aprehendidos Eugenio Lalama y un señor Barber, ambos acusados de reclutar voluntarios para las filas carlistas. Entre los sospechosos detenidos por sus antecedentes, lo fue el oficial carlista Pascual Medina. En una de estas detenciones, fueron recibidos los milicianos y la policía con resistencia por los carlistas, entablándose una lucha al arma blanca, hasta que al fin, los legitimistas pudieron ser dominados. Los isabelinos aplicaron en el primer momento la pena de muerte para los prisioneros que caían en sus manos con armas, pero pronto trataron de granjearse las simpatías, por medio de indultos a los voluntarios que se presentaran.
El sacerdote Marcelino Millán cayó prisionero y fue condenado a la pena de muerte, por lo que se hicieron peticiones y gestiones para que se le concediera el indulto, y Espartero accedió a ello, diciendo que la Reina deseaba que no se vertiera más sangre española. Más tarde, cuando ya Aragón se calmaba, hubo una tentativa en Albarracín para sublevar a los presos carlistas que estaban en aquella cárcel, sin conseguirlo, como también fracasó una atrevida incursión que desde Cataluña hizo el brigadier Borges, con el intento de sorprender el castillo de Benasque (Huesca).
Insurrección en Navarra
En el Norte también se conspiraba, esperándose que obraría en los trabajos que se realizaban, la influencia del nombre del general Elio, aunque directamente no tomara parte en lo que se realizaba en Aragón, aunque indirectamente, por el lugar que ocupaba en la confianza de Carlos VI y por sus antecedentes, no fue extraño al movimiento insurreccional en su conjunto.
Debía iniciarse el alzamiento del Norte con la ocupación por los carlistas de la Ciudadela de Pamplona, haciéndose trabajos entre las tropas que lo guarnecían. El sargento segundo Miguel Lostier debía encargarse de abrir las puertas del fuerte para que entraran los paisanos que estaban en la conjura. Una vez dentro, debían apoderarse de todas las armas, que servirían para armar a los navarros que habían entrado en la conspiración. Dueños de la Ciudadela, harían lo mismo con la ciudad de Pamplona. En esta conspiración no hubo nombres de personas destacadas, pues al ser descubierta, solo se consiguió detener a empleados de la Curia eclesiástica, oficiales de reemplazo y retirados, procedentes de las filas carlistas; sargentos y soldados de la guarnición, así como paisanos.
Desde octubre anterior habían entrado varias partidas de armas por los contrabandistas, que habían sido depositadas en las Amezcoas, donde habían de limpiarse por enmohecidas y componerse algunas que estaban estropeadas. No parece que abundaran las armas, y no llegaron al millar los fusiles introducidos. Al ser descubierta la conspiración, porque no se guardó el sigilo necesario, muchos de los comprometidos huyeron al extranjero; aunque tampoco parece que fueran de gran importancia en el partido, ya que solo se conoce el nombre del oficial carlista Landa, que no había hecho revalidar su empleo ni graduación y servía entonces de cochero del obispo.
Llevados los conspiradores ante un consejo de guerra, fueron condenados a muerte y fusilados el sargento Lostier, el soldado Pedro Gómez y el paisano Miguel Iriarte. Esto entorpeció los trabajos de conspiración, y hasta el mes de julio no se movió Navarra. El 10 de dicho mes, Fermín Iribarren reunió en Huarte a unos 80 hombres procedentes de los pueblos de Huarte, Villaba y Burlada y de la misma ciudad de Pamplona. Esta partida se dirigió por el valle de Erro a Mezquiriz, donde el párroco de esta población, Bernardo Crispín Galán, convocó a los comprometidos de la misma, uniéndose a Iribarren. Marchando después a Miranda de Arga y de allí a Lerín, aumentando el número de los insurreccionados, aunque faltaban armas.
Las autoridades militares tomaron inmediatamente disposiciones y, dándose cuenta de que salían fuerzas con el fin de circunvalarlos, y ante el temor de ser envueltos, se subdividieron en pequeñas partidas, por lo que se hizo más fácil la persecución por los isabelinos, que les dominaban en número. Una columna mandada por el coronel Francisco Gispert logró batir a una de estas pequeñas partidas en el citado pueblo de Mezquiriz, mientras que la columna mandada por el coronel Antonio Laporte obligaba a las otras a buscar refugio, pasando la frontera, en las Alduides francesas. Tampoco fue afortunada una partida levantada en Sangüesa, que no tardó en verse obligada a disolverse ante la persecución de que era objeto.
Puede decirse que, en realidad, no hubo nada de importancia en Navarra hasta el año 1856, en que se levantó una pequeña partida que fue dispersada a los quince días, ante la incesante persecución de que fue objeto por la columna del coronel Miguel Sanz. Esto y la prisión de un agente carlista que actuaba en Pamplona, acabaron por hacer fracasar totalmente la participación navarra en el alzamiento montemolinista.
Insurrección en las Vascongadas
Lo mismo ocurrió en las provincias vascongadas. La agitación era muy grande entre los carlistas. Desde Francia, el cura de Arbulo estaba trabajando para conseguir el levantamiento en la comarca de Vergara. En Plasencia actuaba el sacerdote Ibarra, y en Oñate hacía lo mismo otro antiguo oficial carlista llamado Ángel Jáuregui, y así en toda la región.
Además, existía agitación por la cuestión foral, debido a un hecho independiente de los trabajos de los carlistas: un antiguo voluntario carlista había compuesto la letra y música de un himno al árbol de Guernica, que cantó entre el delirante entusiasmo de sus paisanos en el café de San Luis de Madrid, en 1853. El autor de esta composición, de su guitarra recorría entonces la tierra vascongada. Los campesinos escuchaban aquellas estrofas llenas de emoción y sentimiento, avivándoles su amor a los fueros vascos. Cundía por todas partes la canción, y su autor, José María Iparraguirre, se había hecho popular en toda la región. Fue tal esta popularidad, que el capitán general Mazarredo ordenó el destierro de Iparraguirre, obligándole a salir de Vascongadas, sin que por esto cesara de hacerse popular el famoso himno.
Antes de que se sublevara Corrales en Zaragoza, una partida castellana mandada por Menoyo llegó a Saracho (Álava), donde tuvo un ligero combate con la guardia civil, regresando luego a Castilla. Por otra parte, Villalain se encontraba en Amurrio tratando de levantar fuerzas para proclamar a Carlos VI, sin que pudiera prestar ayuda a Menoyo. Contra este salió una columna mandada por el coronel Toribio Ansuategui, compuesta de fuerzas del ejército, así como de la guardia civil de infantería y de caballería, pero habiendo fracasado Villalaín y retirada la partida de Menoyo, no hubo alteraciones de orden. Mucho se debió ello a las providencias tomadas por el general José María Marchesi, que fue reforzado con tropas que le fueron mandadas por el general Luis Lemery. Sin embargo, tanto en 1855 como en 1856, la columna del coronel Ansuátegui estuvo recorriendo aquellas provincias. Tampoco dieron fruto los trabajos que venía realizando el coronel Leandro Menéndez, para levantar Asturias por Carlos VI en el movimiento de 1855, a pesar de que no le faltaban asistencias de algunos carlistas asturianos.

Insurrección en Castilla la Vieja
Lo mismo que en 1849, Castilla la Vieja participó en el levantamiento de 1855. La conspiración que la precedió tuvo gran importancia en las provincias de Burgos, Santander, Palencia y Logroño. En la misma ciudad de Valladolid se conspiró por la guarnición, siempre actuando en los oficiales subalternos y los sargentos. En Santander llevaba la dirección de todos los trabajos el coronel Pedro Solana, pero temerosos los isabelinos de que estuviera conspirando, lo pusieron preso, temiéndose entonces que la labor realizada pudiera ser conocida por la policía, pues guardaba en su casa papeles y documentos de importancia que comprometían a los que estaban en la conjura. Gracias al valor de la cuñada de Solana, Cirila González Camino, nada consiguió coger la policía. Solana pudo avisar a su mujer Narcisa de la necesidad de que cuanto antes se destruyeran los peligrosos papeles sin despertar sospechas de hacerlo. Narcisa contó lo que sucedía a su hermana Cirila, y esta señora, para proceder más cautamente, se disfrazó de pasiega y, con el cuévano a cuesta, llegó a la casa de Solana en La Concha, penetró con facilidad en ella, pues, a pesar del disfraz, fue reconocida por el criado a quien los señores habían dejado al cuidado del domicilio, halló en el mueble indicado previamente los papeles en cuestión y los quemó sigilosamente, de suerte que poco después, al practicar la policía un registro en la casa, nada halló que pudiera servir de prueba en contra del coronel carlista.
Castilla la Vieja no había esperado la fecha de mayo para comenzar a levantar sus partidas. La primera que salió en campaña fue la famosa de los Hierros, que fue anunciada por los liberales el 1 de marzo. Poco después levantó la suya Menoyo, quien sorprendió a una fuerza que recorría los alrededores de Burgos, en el pueblo de Villalbilla de Burgos, desarmándola, lo que ocurrió el 27 de abril. Fue entonces cuando Menoyo marchó a las vascongadas y tuvo el encuentro en Saracho, regresando a la provincia de Burgos, donde fue perseguido por la columna mandada por el brigadier Joaquín Ravanet, que había salido de Bilbao con este fin. Ravanet alcanzó a Menoyo, que fue batido, cayendo prisionero de los isabelinos el jefe carlista, que en un consejo de guerra fue condenado a cadena perpetua.
Se mantenía solamente en campaña los Hierros, cuando al fin estalla la insurrección de Zaragoza: se levantó una partida carlista en Cihuela (Soria), y pocos días después, las partidas levantadas en Calatayud, Moros y Terrer, reunidas, que habían llegado a Aranda de Moncayo, entraron en la provincia de Soria, llegando hasta Garray (Soria) pero tuvieron que replegarse a Aragón ante la proximidad de una columna isabelina mandada por el brigadier Fernando Santesteban, que acudía contra ellos, pues la presencia de los carlistas aragoneses había causado grandes temores en la ciudad de Soria, dándose el toque de generala, formando los milicianos nacionales, y presentándose a las autoridades los oficiales liberales que estaban de reemplazo o en licencia, para ofrecerse en lo que pudieran servir.
De las varias columnas que salieron de Soria para recorrer los alrededores, una de ellas, la mandada por el gobernador militar Santesteban, consiguió hacer retroceder a la partida aragonesa. Al aparecer en las otras provincias castellanas, había pequeñas partidas carlistas. El capitán general de Castilla la Vieja, con Joaquín Armero, dispuso que salieran en acción de policía algunas columnas, que operaron por las provincias de Santander, Logroño y Burgos, sin que por eso se impidiera la insurrección en las mismas, hasta el extremo de que un autor militar de aquel tiempo, reconoce que los carlistas consiguieron “infestar la provincia de Burgos”. Entre estas partidas se destacaba la que ya había organizado Villalaín, que pronto se dio a conocer y temer por su actividad y bravura.
El capitán general, Armero, tomó entonces las correspondientes disposiciones militares para hacer frente a la insurrección de la provincia de Burgos, que era la más afectada. En consecuencia, se formaron varias columnas, unas de mayor fuerza y otras, mucho más móviles, de poca fuerza. Todas ellas fueron confiadas al mando del coronel Francisco Martín, y las mandaban, además de dicho coronel Martín, el coronel graduado Villanueva de la Guardia Civil, ya ducho en esta clase de combates, por haber operado en 1849; el capitán de infantería Argente, el de caballería Cortés, el teniente de caballería Chinchón, el de la misma arma Rojas y los de infantería Allora, Carmona, Venancio García y Venero.
La partida de los Hierros, que el 27 de abril había tenido un combate en Palacios del Alcor (Palencia) contra la guardia civil. El mes de mayo opera más continuadamente en la provincia de Burgos, mientras que Villalaín libró combate en el lugar conocido por Ventas de Portalín (Burgos), contra la columna mandada por el teniente Carlos Berenguer, quien murió en esta acción. El 29 de mayo, se libró un fuerte combate en San Millán de Lara (Burgos) contra la columna mandada por el capitán Domingo Díaz, compuesta de una compañía de infantería y 30 caballos del regimiento de Sagunto. El encuentro fue al entrar la columna en el pueblo, siendo dispersada la caballería isabelina por la sorpresa que le dieron los carlistas, siguiendo a esto un combate con la infantería, en el que murieron varios soldados, resultando herido el teniente Manuel Cuesta y un sargento, así como varios individuos de tropa. Los isabelinos se retiraron dejando en poder de los carlistas varios prisioneros, algunos de ellos heridos, que más tarde el teniente de la guardia civil, Andrés Parreño, se jactó de haber rescatado; cuando en realidad habían sido puestos en libertad por los carlistas, pues no tenían medios para conservarlos y llevarlos consigo.
El 2 de junio, hubo otro combate en los montes de Villahizán (Burgos), siendo esta vez los que combatían la columna del coronel Martin y la famosa partida de los Hierros. El 16 fueron otra vez los Hierros los que combatían contra la columna del Tcol Villanueva en los bosques próximos a Villasur de los Herreros (Burgos), y todavía el 27, la misma partida se enfrentaba con la citada columna del coronel Martin, en Castrillo del Val (Burgos).
La columna que mandaba el capitán Juan Argente tuvo un encuentro el 10 de julio con los Hierros en la venta de Poza de la Sal. Como la insurrección iba alcanzando gran incremento, y sobre todo, las partidas iban surgiendo cada día más audaces, el Tcol de la guardia civil, Villanueva, se situó en Villadiego y tomó el mando, además, de las pequeñas columnas que mandan el capitán Chinchón, los tenientes Venero y Allora, y el subteniente Juan Rodríguez. Quizá entonces la insurrección empezaba a declinar, pues es innegable que la prisión de Menoyo causó efecto, y la incesante persecución hacía desaparecer las pequeñas partidas, pero no cejar a los Hierros y a Villalain. Pero a su sombra siempre había grupos carlistas que empuñan las armas y causan inquietud a las autoridades.
Un escritor militar, referente a esta campaña, ha dicho que las fuerzas de la guardia civil estuvieron ocupadas “dos terceras partes del año en la difícil y peligrosa tarea de perseguir a las facciones que contaban con la punible y merecedora de ejemplar castigo, protección de los pueblos”. Así, no es de extrañar que los combates, aunque no tuvieran gran importancia, se sucedieran. El 30 de noviembre, la columna que mandaba el teniente Antonio Venero luchó contra una pequeña partida montemolinista en Villasandino (Burgos), ofreciendo los carlistas encarnizada resistencia. Durante el tiroteo cayó muerto el teniente Venero. Habiendo caído prisioneros algunos de los carlistas, al retirarse la partida enemiga, el sargento de caballería de la guardia civil, Pedro Nieto, “los pasó por las armas a la vista del cadáver de su oficial, por cuyos servicios fue recompensado con la Cruz de plata de San Fernando”. Lo que no deja de ser una barbaridad, y sobre todo la recompensa, ya que los prisioneros no habían sido juzgados por ningún tribunal militar. La actividad de la partida de los Hierros llegó a causar tanta alarma que el general García Miguel tuvo que tomar personalmente el mando de las fuerzas que la perseguían.
En 1856 la partida de los Hierros entró en la provincia de Soria, causando gran alarma en las autoridades; pero las hábiles maniobras de las columnas que salieron de Soria bajo la dirección del brigadier Santesteban les obligaron a regresar al territorio de la provincia de Burgos. Pero, si fueron objeto de gran persecución, tampoco los Hierros ni Villalaín permitían que los isabelinos pudieran tomar el más ligero descanso.
El fin de la guerra en Cataluña por orden de Carlos VI y los acontecimientos de Madrid en julio de 1856 dejaron aislados a los Hierros y a Villalaín, que se reunieron en una sola fuerza, y aunque en la provincia de Santander se lanzó al campo una partida montemolinista, esta tuvo poca vida, pues pronto fue dispersada por la columna isabelina del comandante Antonio Armijo.
El hecho de que en Cataluña ya hubiese terminado la campaña y que los carlistas depusieran las armas por orden de Carlos VI no impidió que en Castilla la Vieja las partidas de Villalaín y de los Hierros, después de reunidas; continuaran en su lucha tenaz, corriendo con sus caballos, como en fantástica cabalgata por la provincia de Burgos.
El 13 de diciembre, la partida de los Hierros sorprendió a la silla-correo de Madrid a Burgos, por lo que salió de la capital castellana una columna mandada por el capitán Sixto Jiménez, que alcanzó a los Hierros en Cubillo del César (Burgos); empeñándose un fuerte combate, en el que murió el capitán isabelino Miguel Góngora, sin tener los carlistas otras pérdidas que un herido, un muerto y un prisionero. Esta acción despertó todavía con mayor vigor el deseo del mando isabelino de acabar con aquel puñado de hombres.
Pocos días después del combate de Cubillo del César, Villalaín volvió a luchar en Pedrosa del Río Urbel (Burgos), en la que cayó herido el intrépido jefe montemolinista. No quedaba en España más que aquellos hombres que habían defendido con las armas la causa carlista. Por lo que el capitán general de Burgos, Mata y Alós, les ofreció el indulto si deponían las armas. Para alcanzar sus fines, consiguió que interviniera el antiguo coronel carlista Baldomero Vivanco, que residía en Pampliega (Burgos), y a indicación de Mata y Alós pasó a unirse con los Hierros, a fin de impulsarles a aceptar el indulto que se les ofrecía. Todavía vacilaban los montemolinistas, aunque se encontraban separados de Villalaín, que, acompañado de Nicolás Gil, había buscado un sitio recóndito para curar sus heridas.
Mata y Alós se enteró por Vivanco de que la partida de los Hierros sin su jefe estaba en Estepar (Burgos), por lo que decidió hacer un acto realmente atrevido, como era el de presentarse personalmente a los montemolinistas para convencerles de que se acogieran al indulto. En consecuencia. El 15 de enero de 1857, el general Mata y Alós con el jefe de su Estado Mayor, coronel Joaquín Souza, dos ayudantes y cuatro lanceros de escolta, marchó a Estepar, presentándose a los montemolinistas, conversó con ellos y les convenció de que aceptaran la gracia del indulto, y habiendo tenido una contestación favorable, regresó a Burgos, donde entró el 16 acompañado de cuatro jinetes monteinolinistas uniformados y con armas. Los demás de la partida de los Hierros fueron a unirse con Villalaín y Gil, explicándoles lo que había dicho Mata y Alós, y como todos comprendían que era locura heroica mantenerse en campaña, decidieron presentarse a indulto en Burgos, por lo que lo comunicaron al capitán general. Mata y Alós, al saber el 22 de enero, día convenido, que se acercaban los jinetes montemolinistas, salió a su encuentro, y así Villalaín, a caballo y de uniforme, llevando sus armas, cabalgando a la derecha del capitán general Mata y Alós, se presentó a los ojos de los burgaleses, seguidos ambos por 17 hombres con sus uniformes y boinas, a caballo, flameando al viento las banderolas de sus lanzas.
Hasta el 8 de abril de 1857 no se dio por el Gobierno de Madrid una amplia amnistía para los carlistas complicados o condenados por la insurrección montemolinista de 1855-57.

Insurrección en Castilla la Nueva
A pesar del abolengo carlista de gran parte de Castilla la Nueva, la insurrección no tomó grandes vuelos. Que hubo agitación de los carlistas, no hay duda alguna, y prueba de ello es la aparición de pasquines en algunas ciudades; el ambiente era propicio, pero nada se hizo que tuviese la importancia para recoger ese estado de agitación. Posiblemente, no había un jefe decidido o que los ojos estuvieran fijos en la villa de Madrid, donde actuaba con singular acierto el brigadier Salvador y Palacios. También allí los sargentos habían sido trabajados por los agentes montemolinistas, muy particularmente en el RC-5 de lanceros de Farnesio y el RC-3 de carabineros del Príncipe. Estos sargentos con paisanos comprometidos solían celebrar reuniones en Puerta de Hierro y en Chamberí. La policía llegó a conocer estas actividades y, aunque se efectuaron prisiones de paisanos que se creían comprometidos y arrestos de sargentos a los que se juzgaba estar de acuerdo con los montemolinistas, nada grave se pudo probar, y se tradujo todo en penas, algunas de ellas graves, pero nada más.
Lo que sí se consiguió por los isabelinos fue el fracaso de la conspiración de Madrid. Llama la atención el hecho de que al salir Corrales de Zaragoza tomara la dirección de Calatayud, cuando parecía más lógico que se hubiese dirigido al Maestrazgo o bien a Cataluña. Aunque Calatayud era el centro de un sector importantísimo de la conspiración aragonesa, queda la duda de si Corrales esperaba algún acontecimiento importante por Castilla la Nueva, que debía responder al pronunciamiento de la caballería de Zaragoza.
En Torrelaguna (Madrid), había numerosos obreros trabajando y se notó entre ellos agitación carlista. Lo mismo ocurría entre los mineros y obreros de Hiendelaencina (Guadalajara), lo que llamó la atención y suspicacia de las autoridades isabelinas, que dispusieron que salieran fuerzas de Madrid para situarse en aquellas poblaciones. En Hiendelaencina se situaron tropas de infantería de los regimientos del Príncipe, Constitución y Gerona, con algunos caballos de Farnesio y del Príncipe, como fuerza de observación. Con el mismo objeto, fuerzas de infantería y caballería se dirigieron a Torrelaguna y la presencia de las tropas isabelinas terminó con la agitación de aquellos obreros.
Cuando en mayo los sublevados de Calatayud penetraron en la provincia de Soria, salió para la misma una columna destacada de las tropas que estaban en Hiendelaencina. En las obras del Canal de Isabel II trabajaban numerosos carlistas, que habían sido condenados a la pena de trabajos forzados por tribunales militares isabelinos, y en previsión de cualquier contingencia fue reforzada la fuerza que custodiaba a los presos. También en Ciudad Real se hicieron trabajos de la misma índole y fue preso José Moreno de la Santa, natural de la capital manchega, pero vecino de Madrid, con otros individuos a los que se les acusaba de haber ido desde la villa y corte para preparar un alzamiento.
En Bolaños (Ciudad Real), circuló el rumor de que el 1 de julio habría un pronunciamiento carlista, por lo que se efectuaron numerosas detenciones de caracterizados montemolinistas, tanto de dicha población como de su comarca. Se sabe que también hubo trabajos para sublevar a los carlistas en Tarancón (Cuenca). Quizá tenía el propósito de levantar una partida en Villanueva de San Carlos (Ciudad Real), Fernando Pérez, natural de Guadalaviar (Teruel), que fue hecho preso por la guardia civil en los alrededores de dicha población, hallándosele en su posesión varias armas.
Todo esto se redujo a levantarse unas pequeñas partidas en la provincia de Toledo, por lo que fueron mandados a dicha provincia destacamentos del regimiento de carabineros del Príncipe, mandados por los tenientes Enrique Gorostazu y Manuel de Loresacha, sin que en realidad hubiera encuentros de alguna importancia. Por la parte de Guadalajara, entró la partida aragonesa mandada por Marco, que recorrió los pueblos de Milmarcos y Fuente el Saz, pero pronto regresaron a la provincia de Zaragoza, donde fueron batidos en Abanto.
Si bien la insurrección no alcanzó incremento, no por esto se dejaron de producir alarmas, como por ejemplo ocurrió en las autoridades de Valdepeñas, donde se tomaron precauciones al correr la noticia de que había sido vista una partida de unos 20 hombres a caballo en dirección al olivar del Cerrillo de los Horneros, aunque luego no se pudo probar la certeza de este hecho; por haber dado la noticia fue procesado el vecino Mateo Rojo, aunque afortunadamente para él pudo probar que lo había dicho de buena fe.
Esta agitación carlista continuó en 1856, ya que en la puerta de la iglesia de Almadenejos (Ciudad Real) fue fijado un pasquín dirigido a carlistas y moderados para que actuaran. En Iniesta (Cuenca) hubo un tumulto en las calles, dándose vivas a los carlistas y al general Cabrera, y repartiéndose estacazos entre liberales y montemolinistas, por lo que fue procesado Francisco Lorca, junto con otros vecinos. En Casasimarro (Cuenca) también hubo sedición en las calles, dándose gritos de ¡Viva Cabrera!, de lo que se hizo responsable el vecino Sergio Moya y Talaya. En Tarancón también hubo disturbios al dar el vecino de aquel pueblo, Celedonio Alonso, gritos de «viva los facciosos y mueran los negros».
Las actividades de los conspiradores alcanzaron también a Andalucía, ya que en la guarnición de Sevilla hubo sargentos comprometidos que trataron de secundar el alzamiento de Zaragoza. Sea que al no tomar mayor importancia lo que ocurría en Aragón, sea que se esperase que otras guarniciones iniciaran el pronunciamiento, sea que no hubo en Sevilla un jefe decidido como Corrales, lo cierto es que no se produjo nada y el orden no se alteró.
Insurrección en Valencia
En el reino de Murcia hubo paz y tranquilidad, salvo el hecho de que, al llegar a Albacete un contingente de 130 quintos alicantinos y valencianos, antes de entrar en la población, el capitán que los mandaba dio el grito de «¡Viva Carlos VI!»; siendo preso dicho oficial, produciéndose gran alarma en Albacete.
En Valencia se hicieron grandes trabajos de conspiración y, sin embargo, no llegó a producirse acontecimiento alguno de importancia, debido a diversas causas. El coronel del RI de Asturias, Diez de Mogrovejo, que había hecho la Primera Guerra Carlista en el ejército carlista, firmó el Convenio de Vergara y más tarde estuvo en el Ejército Real del Norte; estaba entonces comprometido y aseguraba que podría pronunciar las fuerzas que tenía destacadas en Alicante, Sagunto y Morella. En esta última población se trabajaba activamente y se esperaba que pudieran entrar 4.000 carlistas valencianos y aragoneses, que se apoderarían del castillo por sorpresa. Estos trabajos que se realizaban en Morella fueron descubiertos por las autoridades de la plaza, que estaba mandada por el brigadier Salvador Damato. En su consecuencia fueron presos el primer ayudante de la plaza, Estévanez, y el secretario del Gobierno militar, jefes ambos de la conspiración de Morella, que tenían facultades para conceder empleos del ejército real hasta el de coronel.
El enlace con Madrid lo hacía Manuel José Riambau, de acuerdo con el conde de Samitier, que no fue extraño tampoco a la conspiración de Zaragoza.
Asimismo se tenían esperanzas de conseguir el pronunciamiento de la plaza de Tortosa, de la que era la primera autoridad militar el brigadier Joaquín Moreno de las Peñas, al que se había llegado por medio de un comandante de la milicia nacional de Valencia, que estaba con los carlistas y tenía gran influencia en Tortosa. El traslado de Moreno de las Peñas al gobierno militar de Huelva fue uno de los hechos decisivos del fracaso en San Carlos de la Rápita de la conspiración de Ortega.
Sorprende en realidad encontrarse con el nombre del duque de Sevilla entre los conspiradores montemolinistas, pues ni sus antecedentes ni su actuación posterior parecían llamarle a las filas del carlismo.
Pero fracasó lo de Valencia, en donde el capitán Huet, del regimiento de carabineros de la Reina, fue encarcelado. Fracasó lo de Morella, y no se llevó a cabo lo de Tortosa. El alzamiento de aquella región, tan carlista, se redujo a unas pocas partidas que vagaron por el Maestrazgo, una que mandaba Mora, otra que entró en Batea (Tarragona), el fracaso de la partida de Albarracín y algunos grupos que fueron vistos en los montes cerca de Castellote y Villarluengo (Teruel). Hubo, sin embargo, muchas precauciones, y el gobernador de Morella, comandante general del Maestrazgo, salió con una columna; y otra fuerza compuesta de ocho compañías de los RIs de Córdoba, San Fernando y Asturias, y un escuadrón del RC de carabineros de la Reina, a las órdenes del general Joaquín Fitor, estuvieron prácticamente en constantes marchas y contramarchas por el Maestrazgo.
Insurrección en Cataluña
También se conspiró en el Principado de Cataluña, y conforme a su tradición carlista, iba a responder al llamamiento con entusiasmo. Tanto fue así, que la campaña de 1855-56 fue generalmente en Cataluña, no solo donde se organizó, ni donde mejor desarrollo tuvo, sino donde la guerra tomó un carácter muy distinto al de la simple insurrección. La conspiración en Cataluña tenía ramificaciones por todo el Principado. La señal para el alzamiento estaba en el pronunciamiento del castillo de San Fernando, en Figueras, cuyo gobernador era entonces el brigadier de infantería Antonio Ros de Olano. No se cree que este estuviera en el complot, que debía ser llevado a cabo por oficiales y, seguramente, dadas las características de la conspiración, por los sargentos comprometidos. Una fuerza de carlistas catalanes debía estar atenta a la ocurrencia para ayudar a los sublevados, y a este fin el general Cabrera ordenó al brigadier Marcelino Gonfaus, alias Marsal, que regresara de la emigración para ponerse al frente de los catalanes y de los que se sublevaran.
Aunque la comandancia general de Cataluña se había confiado a Díaz de Cevallos, como que este debía atender a la Secretaría de la Comisión Regia de París, de tanta actividad en aquel momento, conforme a las instrucciones de Cabrera, cedió su puesto con carácter de interino a Marcelino Gonfaus. Los carlistas de Cataluña se dividían según las provincias, tomando la comandancia de la provincia de Barcelona el coronel Rafael Tristany, la de Lérida el brigadier Borges y la de Gerona el brigadier Estartús. No se indica en quién quedaba confiada la provincia de Tarragona.
Apenas iniciado el alzamiento en Aragón, comenzaron a aparecer pequeñas partidas en Cataluña, que recibieron pronto a los aragoneses que habían visto fracasado su intento en la provincia de Teruel. Una de estas fuerzas estaba mandada por el capitán Corrales, ya diezmada, que el 1 de junio entró en la provincia de Lérida, pero fue alcanzada el 7 del mismo mes en los alrededores de Agramunt (Lérida) por las tropas del ejército mandadas por el mariscal de campo Francisco de Paula Bellido, gobernador militar de la provincia de Lérida, siendo batidos los carlistas y cayendo prisioneros, entre otros, Corrales, Puelles, Hernando, así como varios sargentos de caballería de Zaragoza y otros voluntarios.

Hernando, con otros seis sargentos, fueron llevados inmediatamente a Zaragoza, siendo condenados a muerte y fusilados, y después recibieron el mismo castigo Corrales, Puelles y algunos sargentos más. La derrota de Corrales no ahogó el entusiasmo de los catalanes, y habiéndose recibido órdenes del general Cabrera, entraron en Cataluña los jefes emigrados, reuniéndose para ello en Perpiñán y formando un conjunto de 150 hombres, que divididos en dos grupos salieron de la capital de Rosellón, reuniéndose en el Más del Agulló, dispuestos a entrar juntos en Cataluña. Los rumores de que iban a entrar los emigrados y la frecuencia con que se señalaban pequeñas partidas fue la causa de que el capitán general interino de Cataluña, Zapatero, diese un enérgico bando, anunciando que sería fusilado todo aquel que fuera aprehendido con las armas en la mano.
Gonfaus con su gente no pudo entrar en Cataluña hasta el 2 de julio, haciéndolo por Recasens (Gerona), esperando que Figueras se sublevara, por lo que marchó al Ampurdán. La vigilancia francesa en la frontera le obligó a diferir su entrada, puesto que la circular que trajo de Francia impresa iba fechada en San Gregorio el 27 de junio. El brigadier Borges entró por la provincia de Lérida al frente de unos 50 hombres, dando una proclama fechada el 8 de julio, invitando a los españoles que se unieran en una reconciliación general.
Pronto se le unieron partidarios procedentes de los pequeños grupos en campaña, y habiendo organizado sus servicios de confidencias, esto le permitió dar dos sorpresas al enemigo que le proporcionaron armas y municiones. El brigadier Estartús entró directamente en la provincia de Gerona, y el Manifiesto del día 8, como el de Borges, invitaba a los españoles a unirse bajo Carlos VI.
El 18 de julio, hizo su entrada en España el coronel Rafael Tristany, al que acompañaban sus hermanos Francisco y Antonio, conocidos todavía entonces los tres por “los Nebots”, en recuerdo de su tío el mariscal de campo Benito. Ya en la provincia de Barcelona, el coronel Tristany hizo circular una proclama, que llevaba fecha del 12 de agosto, desde Avinyó (Barcelona). Pero en realidad es entonces cuando comienza la campaña montemolinista en Cataluña.
Mientras tanto, la orden de Zapatero había causado ya numerosas víctimas. Unos cuantos partidarios montemolinistas habían sido hechos prisioneros en la provincia de Barcelona. Conducidos a Sabadell, conforme a las disposiciones del capitán general interino, el 2 de julio fueron pasados por las armas fray Pedro Vila, Jaime Casanovas, Benito Lliví, Lorenzo Corbella y Raimundo Tudó, y al día siguiente, por la misma causa, sufrieron igual pena Francisco Arqué y Juan Serrano.
El brigadier Gonfaus libraba combate el 4 de julio, en Palau Sacosta (Gerona), contra la columna del comandante don Ricardo Pieltain. En la Alta Montaña, la columna llamada de Oliana, mandada por el comandante don Antonio María del Rey, sorprendía en la casa de la Platina al comisario de guerra carlista, Carlos María del Pino, al que hacía prisionero. Poco a poco iban surgiendo partidas de alguna importancia, como la del coronel Puig, más conocido por Boquica, la del guerrillero Juvany, la mandada por Cristóbal Coma, la del coronel Torres, que tuvo una iniciación desgraciada, ya que habiendo pasado la frontera al frente de 34 compañeros, fueron batidos por los isabelinos, con pérdidas de prisioneros y algunos muertos. En los alrededores de Camprodón (Gerona), la partida mandada por el Pastaret y otras de jefes menos conocidos.
Si había algo de fracaso, era el incumplimiento de los ofrecimientos de asistencia que tenían recibidas de las guarniciones, y esto hacía ilusorias las pequeñas ventajas que en sus escaramuzas y pequeños combates conseguían los montemolinistas. Pero eran hombres enérgicos y entusiastas, y no se arredraban al ver tanto ofrecimiento incumplido y luchaban con la esperanza de que las circunstancias se les pusieran más favorables. El brigadier Borges consiguió entrar en algunos pueblos, siendo el más notable, por el papel que siempre había tenido en las guerras carlistas, el de Sanahuja (Lérida), que consiguió el 2 de septiembre. Su intrepidez y su movilidad llamaban la atención del enemigo, que se lanzó decidido en su persecución.
Una columna isabelina, de las varias que procuraban dar alcance a la partida del brigadier Borges, custodiando además un convoy de fusiles para Tremp, ascendió por la ruta de Artesa, pasando por Vall-Llebrera y Montargull, dejando a su derecha la colina cónica de Monmagastre con las ruinas de su castillo, y en lo alto de la sierra de Comiols, la aldea de Comiols a la izquierda. Cuando llegaron cerca del pueblo, próximo al camino que conduce a Benavent y Biscarri para Isona, las fuerzas de Borges cayeron sobre la columna isabelina: que, después de intentar defenderse, fue totalmente deshecha, quedando prisioneros de los montemolinistas 150 hombres, entre ellos el jefe de la columna, coronel Ramón López Clarós, así como los cien fusiles que llevaban para Tremp.
Conformes a las instrucciones recibidas del conde de Montemolín, iguales a las que se habían dado durante la Guerra de los Matiners, los montemolínistas tenían órdenes no solo de respetar la vida de los prisioneros, sino también de ponerles en libertad, dándoles además el auxilio de seis reales a los soldados para que pudieran comprarse de comer hasta el primer puesto fortificado del enemigo. Si eran jefes y oficiales, les dejaban la espada y el caballo al ponerles en libertad. Conforme a este procedimiento, Borges dio la libertad a los presos de la acción de Comiols, prosiguiendo su camino. Al día siguiente libró combate en Tiurana (Lérida) con dos compañías de infantería y dos de carabineros, mandadas por el Tcol Periquet, anunciando este que había conseguido, al batir a Borges, rescatar 30 prisioneros. La realidad era otra, y era simplemente que tales hombres, procedentes de la columna del coronel López Clarós, habían llegado a Orgañá, donde radicaba la columna de este nombre que mandaba el Tcol Periquet, y este, con los informes que le dieron los que habían sido libertados por Borges, había salido a su encuentro y librado la acción de Tiurana.
En esto había llegado a Cataluña, para reemplazar a Zapatero de segundo jefe, el general Bassols; este se propuso terminar la guerra rápidamente con procedimientos que no fuesen tan sanguinarios como los utilizados por Zapatero. Pero los montemolinistas se mantenían firmes en la lucha, y el 9 de octubre el brigadier Borges luchaba en Gossol (Lérida) contra la columna del coronel Rey, cayendo prisionero de los isabelinos el oficial Pedro Ferrer, conocido por Baró, que fue pasado por las armas por sus aprehensores. Contra la columna del brigadier Ríos Rubio, comandante general de la provincia de Lérida, lucharon las fuerzas de Borges en ese mes de octubre en el Más del Puig, cerca de Pons (Lérida). Pero el hecho más importante en ese mismo mes de octubre fue, sin duda, los fusilamientos de 24 carlistas en San Andrés de la Barca (Barcelona).
La partida mandada por Cristóbal Comas recorría la sierra de Ordal y la comarca de Villafranca del Panadés, y llegó a Masquefa (Barcelona) para descansar. Una confidencia recibida por los liberales hizo que salieran varias columnas contra Comas; una salió de San Sadurní de Noya, estaba compuesta de milicianos nacionales mandados por el capitán Jerónimo Roca; otra procedía de Esparraguera, también de milicianos, a las órdenes del segundo comandante y al mismo tiempo alcalde de la población, José Durán; y la tercera a las órdenes del comandante José Casalís, que se titulaba la columna de Igualada, compuesta de infantería del batallón de cazadores de Talavera y de caballos del regimiento de lanceros de Calatrava. Cuando Casalis llegó a Masquefa, la población estaba ya rodeada por los milicianos de las columnas de Roca y Durán, y no solamente la población, sino que también la casa en donde estaba Comas con su pequeña partida. A las invitaciones que se le dirigieron para que se rindiera, rehusó Comas, decidido a intentar una salida y enfrentarse con el enemigo. El primero en asomarse por la puerta fue Comas, quien murió, así que fue apercibido por los liberales. Un relato de la época cuenta que el primero que salió fue el Toful, pero uno de los nacionales que guardaban aquel lado de la casa, llamado José Venas, individuo de la Cía-7/IV del RIL de Barcelona, le salió al frente.
Al verse el cabecilla enfilado por el fusil del miliciano a quemarropa, pretendió dispararle con una escopeta de dos cañones que llevaba, pero le faltaron los tiros, y al mismo tiempo disparó un miliciano y le hirió, pero no de una manera tan grave que el faccioso no pudiese, aunque con trabajo, intentar la fuga. Otro nacional de la Cía-5/IV le alcanzó y le sujetó, mientras otro de la Cía-2/IV le disparó un segundo tiro, a tiempo que otro individuo de la Cía-7/IV, a quien había fallado el tiro, le dio un bayonetazo, introduciéndole hasta el cubo el arma, que se quedó en la herida, acabando de rematarle de un golpe con la culata en la cabeza, a consecuencia del cual rompió el fusil por la garganta.
En el parte que transmitió el capitán general de Cataluña al Gobierno de Madrid, se desprende la verdad acerca de la titánica lucha sostenida por Cristóbal Comas contra sus enemigos, pues se dice que “fue muerto el cabecilla Toful” por los nacionales de San Sadurní y de Esparraguera, Francisco Serdá y José Venas, y el cabo de cazadores, José Buendía. Siguiendo el relato, el comandante Casalís ofreció cuartel a los simples individuos de la partida, pero no a los jefes.
Al irse entregando los prisioneros, los mozos de escuadra los iban atando. Luego se pasó lista de ellos, dándose cuenta de que faltaba un sargento primero y un voluntario. Entraron entonces en la casa, y habiendo sido descubierto el sargento, lo mataron, y en cuanto al voluntario, después de pedir muchas veces gracia, por entonces le conservaron la vida. Quedaron, por lo tanto, en manos de los liberales dos muertos (Comas y el sargento) y 25 prisioneros, pero como uno de ellos, conocido por el Ferné de Masquefa, era reputado por oficial, lo que era público en la población, fue pasado por las armas en el mismo pueblo.
Los prisioneros fueron conducidos bajo la custodia de la columna de Casalis a Martorell, donde, según anunció el comandante liberal, recibió la orden de fusilarlos a todos. Las autoridades del pueblo intervinieron para impedir que no se ensangrentara la población, por lo que Casalis, ante la protesta de las autoridades y vecindario, contraria a la orden que decía haber recibido, prosiguió su marcha hasta llegar a San Andrés de la Barca (Barcelona). Allí fueron encerrados y, por orden del jefe de la columna isabelina, fueron conducidos de cuatro en cuatro a la iglesia, donde confesaban y recibían las exhortaciones de los sacerdotes previamente advertidos para que cumplieran su misión sacerdotal. Así, de cuatro en cuatro, fueron llevados frente a la casa Torrenas y fusilados todos ellos, formando parte de la última tanda un muchacho de trece años, que no habiendo muerto inmediatamente, fue rematado cuando pedía le fuera perdonada la vida. Todos ellos fueron enterrados en el cementerio nuevo de dicho pueblo, que tuvo su inauguración con esos desgraciados de la partida del célebre Toful de Vallirana, capitán Cristóbal Comas.
Hubo en octubre también un encuentro muy empeñado en Coscó (Lérida). Los combates menudeaban en las provincias de Barcelona, Gerona y Lérida, donde se empleaba también en la persecución de los montemolinistas la columna mandada por el capitán de la guardia civil, Nemesio Figueroa. El general Bassols, viendo que la insurrección de Cataluña se prolongaba, con lo que podía alcanzar mayor importancia, reunió en Castellnou de Basella (Lérida) a los jefes de columnas que operaban en la provincia de Lérida, a fin de concertar una operación de conjunto que redujera al brigadier Borges, y una vez acabado con él, hacer lo mismo con el coronel Tristany, y así conducir los restos de los montemolinistas hasta la provincia de Gerona y arrojarlos a Francia.
Iniciada la operación, el brigadier Borges se defendió con tenacidad, pero ante la constante persecución de que era objeto, y habiendo fracasado su tentativa de entrar en Aragón para sorprender el castillo de Benasque, se vio obligado a situarse en la frontera; pero viendo que la mayoría de las pequeñas partidas estaban disueltas y sus jefes habían buscado refugio en Francia, al saber que en Gerona había sido fusilado el brigadier Gonfaus, considerando que era imposible mantenerse en campaña, y obedeciendo las órdenes que recibió, entró en la República de Andorra al frente de las fuerzas que mandaba.
Efectivamente, fue durísima la pérdida que sufrieron los montemolinistas con la muerte del brigadier Gonfaus. Este había operado casi constantemente en la provincia de Gerona, y en uno de sus últimos choques con los isabelinos, librado en Orriols (Gerona), había resultado herido. En los alrededores de ese pueblo fue sorprendido el 7 de noviembre por el comandante de la guardia civil, Carlos Modelly, junto con su ayudante, José Mas, y el sargento Domingo Pons. Conducidos los tres a Gerona, el comandante general de aquella provincia, brigadier Ruiz, el que había sido vencido por Gonfaus en la primera jornada del Pasteral en 1849, ordenó que los tres carlistas fueran pasados por las armas, ejecutándose la sentencia en el Arenal de San Pedro, de la ciudad de Gerona. El brigadier Gonfaus estaba herido desde la acción de Orriols, y estas heridas eran en un brazo y en una pierna, por lo que fue puesto ante el piquete de ejecución, sentado en una silla.
La muerte de Gonfaus, la retirada de Borges y de otros guerrilleros a Francia, el desaliento que esto produjo, la inutilidad de la campaña, pues solo en Castilla la Vieja tenía eco, iba a favorecer los designios de Bassols. Se resucitó entonces algo así como el proyecto que había costado la vida al barón de Abella. El comandante general de la provincia de Lérida, brigadier Ríos Rubio, convocó y reunió el 29 de noviembre, en Cardona, a los propietarios y personas influyentes de los pueblos y caseríos de Riner, Clariana, Navés, Montmajor, Viver, Castelladral, San Mateo de Bages, Fonollosa, Molsosa, Pinós, Llanera, Puigreig, Sant March, San Lorenzo de Morunys, Guixés, Pedra y Coma, Saldes, Caserras, Olius, Castellar, Cint, Lloverola, Suria, Cardona y término de Solsona, y después de exponerles el estado de la situación militar y los proyectos que tenía el general Bassols, les incitó a unirse en la ejecución de los proyectos del mando isabelino.
Al día siguiente, 30 de noviembre, una segunda reunión tuvo lugar, consiguiendo Ríos Rubio que los presentes firmaran un manifiesto dirigido a los catalanes para invitarles a que se retirasen de auxiliar a los jefes de las partidas montemolinistas todavía en armas, que eran Tristany, Cosco y Torres. Si hubo coacción o no, no hay constancia, aunque difícil les hubiera sido a los reunidos rehusar o poner dificultades a la firma del manifiesto, a los proyectos del mando isabelino.
Pero ni así la guerra terminaba, y el 12 de diciembre se libraba un combate en Castellfullit de Riubregós (Barcelona) por las fuerzas mandadas por Tristany. En esta acción fue gravemente herido el capitán Antonio Tristany, que fue llevado a casa Massana de Pinós, donde murió. No fue esta acción muy ventajosa para los liberales, pues no pudieron impedir que los carlistas recogieran y se llevaran los heridos, ni pudieron perseguirles en su retirada después del combate. Días más tarde, ya en primeros de enero de 1856, hubo otro combate en el bosque del Paradís, cerca del Santuario del Miracle, en el término de Riner (Lérida), en que también lucharon las fuerzas mandadas por el coronel Tiristany.
Este jefe estaba decidido a proseguir la campaña, y a cuantas invitaciones le hacían para que pasara la frontera, acogiéndose en el vecino imperio, contestaba diciendo que había entrado por una Real Orden del conde de Montemolín, y no abandonaría Cataluña, ni dejaría las armas, sin recibir órdenes del Rey. Sin embargo, lo inútil de su empeño era tan evidente que Carlos VI dispuso, por Real Orden fechada el 4 de marzo de 1856, dirigida al coronel Tristany, que este abandonara la campaña, y habiéndolo así ejecutado el 14 de abril, se replegó hacia la frontera francesa al frente de sus hombres, entró en Francia defendiéndose hasta el último instante.
Las últimas operaciones contra los montemolinistas habían sido dirigidas por el brigadier Ríos Rubio, en la Alta Montaña, con la cooperación de la columna mandada por el brigadier Felipe Álvarez de Sotomayor y del Tcol Periquet, primer comandante del primer batallón del RI de Astorga. Al saberse la retirada a Francia del coronel Tristany, se dio la orden de un alzamiento general del somatén, después de haber dado un indulto, como se había convenido por Ríos Rubio y Periquet, de acuerdo con el general Bassols, que lo dictó. Pasado el plazo para presentarse a indulto, se dio una batida general en unión del somatén. Cogieron a siete infelices y no hubo perdón para ellos, pues fueron pasados por las armas y con ello terminó la insurrección.