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Llegada de un nuevo virrey
Rendida esa plaza y terminadas las festividades de la jura, el primer jefe dirigió las tropas que habían formado el sitio a reforzar las divisiones que de Querétaro avanzaban contra la capital. Bravo y Herrera, seguidos de sus fuerzas, salieron de Puebla en los primeros días de agosto, y se disponía el mismo Iturbide a marchar en esa dirección; cuando tuvo noticia de que el 30 de julio pasado había desembarcado en Veracruz el jefe político superior de Nueva España, Juan de O’Donojú y O’Ryan, pues el título de virrey había sido derogado.
En efecto, este personaje había nacido en Sevilla en 1762, y era de ascendencia irlandesa; había salido de Cádiz el 30 de mayo a bordo del navío Asia, y seguido de un convoy de tropas destinadas a Puerto Cabello, que estaban al mando del general Cruz Murgeón. Después de dejarlas allí, O’Donojú prosiguió su viaje y tocó tierra en Veracruz el 30 de julio. Era teniente general del ejército español, y había sido ministro de la Guerra bajo el gobierno de la Regencia, durante la Guerra de Independencia española. En la primera época del absolutismo de Fernando VII, se había comprometido en una conspiración contra ese monarca, sufrió el tormento, cuyas señales aún conservaba en los dedos de las manos. A principios del año 1821 era jefe de las armas en Sevilla, y elegido por los conspiradores para que acaudillase el movimiento de restauración constitucional, rehusó admitir el mando que se le ofrecía, aunque prometiendo callar y, llegado el caso, no oponerse a la revolución. Restablecida la Constitución, fue nombrado jefe político de Sevilla; afiliado de antiguo en la francmasonería, ocupaba un alto puesto en esa asociación, y tanto por esto como por sus opiniones liberales, fue escogido por los hombres que entonces gobernaban en la metrópoli para que sostuviese con energía los principios constitucionales en el más importante virreinato.
Inmediatamente después de haber anclado el navío Asia, se trasladó O’Donojú al castillo de San Juan de Hiña, y el 3 de agosto pasó a la ciudad, en la que fue recibido con la solemnidad acostumbrada en casos semejantes. Supo que el camino de México estaba interceptado, y resolvió hacer el juramento de estilo ante el general Dávila; así se efectuó aquel mismo día, y desde luego tomó posesión de los altos empleos de capitán general y jefe superior político de Nueva España, pues la Constitución no reconocía el antiguo título de virrey.
No podía ser más pavorosa la situación que hallaba el nuevo gobernante, pues, exceptuándose México, Veracruz, Durango, defendido a la sazón por Cruz, Chihuahua, Acapulco y la fortaleza de San Carlos de Perote, toda la Nueva España estaba libre del dominio español. Las noticias de los recientes y continuados desastres sufridos por las armas realistas le hicieron comprender que la dominación estaba a punto de sucumbir.
Sin embargo, el mismo día en que tomó posesión de sus cargos, publicó una proclama dirigida a los habitantes de Nueva España, en la cual, con un estilo embarazado, oscuro y descosido, manifestaba la rectitud de sus intenciones, increpaba la precipitación con que aquellos habían procedido, antes que las Cortes concediesen al país la representación soberana que se pretendía, y terminaba diciendo que se le pusiese a prueba. En el caso de que su gobierno no llenase los justos deseos de los mexicanos, él mismo abandonaría el mando a la primera señal de disgusto, y dejaría libre al país para que eligiese al jefe que más le conviniera.
Frescos aún en Veracruz los recuerdos del infructuoso ataque dirigido por Santa Anna el 7 de julio, O’Donojú juzgó que este era un motivo oportuno para hablar a las tropas de la guarnición. El 4 de agosto publicó otra proclama en que les manifestaba su reconocimiento en nombre del Rey y de la nación por la bizarría con que habían defendido la ciudad. Repetía algunos de los conceptos comprendidos en su proclama del día anterior, y al concluir expresaba «que tenía esperanzas de que reducidos y desengañados dentro de poco los que hacían armas contra el gobierno, volverían a ser todos amigos, sin que quedase ni aun memoria de los fatales anteriores acontecimientos».
Estas proclamas de O’Donojú no detuvieron ni por un momento el curso de la revolución. El gran candor demostraba ese personaje al ofrecer a los mexicanos, a trueque de su independencia casi del todo conquistada, el régimen constitucional y las más amplias concesiones que pudieran decretar las Cortes de la monarquía; que en cuanto a su propuesta de que se le pusiese a prueba, tan solo revelaba una puerilidad indigna de un hombre de Estado y del alto carácter que revestía. Se perdieron sus voces en el aire, y los españoles, mal avenidos con la moderación casi humillante del nuevo gobernante, se vengaron propagando el rumor de que venía vendido a los americanos.
La verdad es que la posición excepcional en que se encontraba O’Donojú era en extremo delicada, y nadie en su lugar habría salido airoso de entre tan tremendas dificultades. En la época de su partida de España, apenas se sabían allí las primeras noticias del levantamiento de Iturbide en Iguala, quizás atenuadas por el optimismo a que Apodaca se inclinaba por carácter; y al pisar tierra mexicana, en vez de encontrarla quieta y a la revolución dominada, la vio alzada en armas y al movimiento insurreccional a punto de alcanzar la más completa victoria. Hasta las mismas murallas de Veracruz llegaban las tropas independientes mandadas por Santa Anna, quien había vuelto a acercarse a la plaza después de recobrarse un tanto de la derrota que sufrió el 7 de julio anterio. Una de las primeras providencias de O’Donojú fue ponerse en comunicación con aquel, disponiendo que sus oficiales pudiesen entrar libremente en la ciudad, y que no se hostigase a las patrullas de los independentistas que se aproximasen y que al «quién vive» se contestase: «amistad», con lo que se abrió el mercado y se restableció en el puerto la abundancia de víveres.
El 5 de agosto salieron de Veracruz el Tcol de artillería Gual y el capitán Pedro Pablo Vélez, comisionados por O’Donojú para entregar a Iturbide dos cartas que le escribió, una oficial y otra particular. Señalaba que en la villa de Córdoba se efectuase una entrevista, y ordenó a sus oficiales Villaurrutia, el conde de San Pedro del Álamo y Juan Ceballos que se dirigiesen desde luego a ese punto con una lucida escolta para recibir a O’Donojú con toda clase de consideraciones.
La misma noche del 11 de agosto, salió Iturbide para las inmediaciones de México y situó su cuartel general en la hacienda de Zoquiapa, inmediata a Texcoco y distante siete leguas de la capital. Envió desde allí a Novella las proclamas publicadas por O’Donojú al llegar a Veracruz y una carta de este mismo personaje en que anunciaba su llegada al jefe de las armas realistas en México.
Este, sin embargo, ordenó que en la Gaceta apareciese la noticia de la llegada del nuevo virrey en términos vagos y dudosos, pero en un suplemento del número de aquel periódico, correspondiente al 18 de agosto, se insertó la proclama que O’Donojú había dirigido a los habitantes de Nueva España, precedida de una aclaración en que Novella manifestaba haberse asegurado de la llegada al puerto del nuevo capitán general y jefe superior político. Que este suceso no influiría en que desviase sus ideas de todo aquello que considerase ligado con el bienestar del país; y que obraría siempre conforme con lo que había prometido, enviando una comisión al nuevo gobernante, formada por el coronel Castro, el Tcol Castillo y Luna y el capitán Carballo.
Para el libre paso de estos enviados solicitó permiso de Iturbide, y aunque este estuvo anuente al principio, cuando llegaron aquellos a Texcoco fueron detenidos y obligados a regresar a la capital, so pretexto de no haber admitido Novella que se ajustase un armisticio, propuesto por el primer jefe del Ejército Trigarante.
Urgía a Iturbide dirigirse a Córdoba para avistarse con O’Donojú, y no bien hubo dictado las providencias que creyó convenientes para que se formalizase el asedio de la capital, marchó rápidamente para aquella villa. Durante su corta permanencia en Zoquiapa, se le presentó José Morán, marqués de Vivanco, manifestándole que se adhería al partido de la independencia, e Iturbide aceptó gozoso los servicios de este antiguo y activo sostenedor de la dominación española, poniendo a sus órdenes la División de Vanguardia, formada por las tropas que habían salido de Puebla al mando de Bravo y Herrera. El primer jefe del ejército llegó a Córdoba al anochecer del 23 de agosto; el pueblo salió en masa a recibirlo, desenganchó las mulas de su carruaje y, sustituyéndolas con la fuerza de sus brazos, lo llevó así hasta el alojamiento que se había preparado, iluminando los vecinos sus casas y aclamando entusiasmados a su huésped.
Tratado de Córdoba
O’Donojú había entrado en Córdoba en la mañana del mismo 23 de agosto. Durante su corta permanencia en Veracruz, murieron del vómito, que en ese año era terrible, 2 sobrinos suyos, 7 oficiales de su comitiva y 100 hombres de la tropa y marinería del navío Asia, que lo trajo desde España. A su salida del puerto lo recibió Santa Anna con una fuerte escolta que lo acompañó hasta Jalapa, y de allí se trasladó a Córdoba. En presencia de un nutrido grupo, Iturbide y O’Donojú se abrazaron y dieron muestras de cordialidad, y el primero pasó enseguida a saludar a la señora O’Donojú. Al día siguiente, 24 de agosto, después de oír misa ambos jefes, Iturbide, acompañado de su secretario Domínguez Manzo, se dirigió al alojamiento de O’Donojú, y antes de tratar del grave asunto que allí los reunía, dijo a este: «Supuestas la buena fe y armonía con que nos conducimos en este negocio, creo que será muy fácil cosa que desatemos el nudo sin romperlo.» Fueron prontamente convenidos los principales puntos a tratar, y el secretario de Iturbide, José Domínguez Manzo, escribió la minuta, en la que O’Donojú solo suprimió dos expresiones en que se le elogiaba.

El Tratado de Córdoba estaba compuesto por 17 artículos, en cuyos puntos principales se reconocía la soberanía e independencia del Imperio mexicano, el cual sería monárquico constitucional moderado. Sería llamado a gobernar Fernando VII o algún otro miembro de la casa real y, en caso de que ninguno de ellos aceptase, las Cortes del Imperio designarían al soberano, sin especificar si debía pertenecer a alguna casa reinante europea o si podía nombrarse a cualquier mexicano. Mientras tanto, de acuerdo a lo estipulado en el Plan de Iguala, se formaría una Junta Provisional Gubernativa.
No pudo ocultarse al sagaz Iturbide que el tratado era esencialmente nulo, por falta de poder para ajustarle por una de las partes, pues el carácter de capitán general y jefe superior político que tenía O’Donojú era insuficiente para celebrar un contrato de tanta entidad; pero el tratado le allanaba la posesión de la capital y dividía cada vez más a los últimos defensores de la causa española.
En efecto, las inculpaciones que se habían hecho a O’Donojú, al conocerse sus proclamas publicadas en Veracruz, se acrecentaron enconosas después de haber firmado el Tratado de Córdoba. Ligado, por otra parte, al partido constitucional y debiendo su nombramiento a los diputados americanos, que, afiliados también a esa agrupación política, trabajaban más o menos encubiertos por la independencia de México. Se puede creer sin esfuerzo que O’Donojú traía el propósito de implantar en el virreinato el régimen constitucional; con lo cual satisfacía sus particulares aspiraciones y compromisos políticos y realizaba indirectamente el deseo de aquellos representantes que estaban persuadidos de que bastaba esa organización para hacer la independencia.
Situación de la capital
En la capital se encontraba el mariscal Novella; se desplegaban activos esfuerzos para afrontar la tormenta que le amenazaba. Durante el resto del mes de julio, varios eclesiásticos, entre ellos el padre filipense Villaseñor, el franciscano Guisper y el presbítero Casanova, fueron reducidos a prisión, así como otros individuos del estado seglar, los cuales estuvieron incomunicados por espacio de algunos días en el convento de Santo Domingo. El 25 de julio, entraron en la capital Armijo y Húber al frente de 1.000 hombres de caballería, que se habían retirado de Cuernavaca cuando Iturbide se acercó a ese punto. En esos días hubo un gran movimiento de concentración de todos los destacamentos que cubrían las poblaciones cercanas a la ciudad. El brigadier Melchor Álvarez y el coronel Concha se retiraron también de los puntos avanzados que ocupaban, y con todas sus fuerzas ascendió la guarnición de México a 5.000 hombres, sin contar con los cuerpos formados por los vecinos, en cumplimiento de los severos bandos promulgados por Novella.
Este asistía a las rogativas y novenarios que se hacían en la catedral a la Virgen de los Remedios por el triunfo de las armas realistas; pero al mismo tiempo ordenaba al ayuntamiento que proveyese a la ciudad de víveres y demás efectos de consumo, para lo cual se declaró que durante cierto tiempo no se cobraría por ellos el derecho de entrada. Y como los recursos escaseaban, exigió Novella un suplemento de 100.000 pesos mensuales a los vecinos de la capital, con el rédito de 5 por 100 e hipoteca de las rentas públicas, formando para la designación de las cuotas una junta compuesta del arzobispo, dos canónigos, dos miembros del Consulado y dos regidores. Sin embargo, el ayuntamiento se opuso enérgicamente, y lo mandado por el jefe de las armas realistas no se llevó a efecto, y luego quedó en olvido por los nuevos e importantes acontecimientos que se sucedieron.
La capitulación de Puebla dio motivo a Novella para dirigir una nueva proclama a sus soldados el 3 de agosto, en la que acusó a Llano y a las tropas que a este obedecieron de intriga, traición y cobardía. Intentó persuadirles de que Iturbide no cumpliría las ofertas que hacía a los soldados expedicionarios, ni serían conducidos a España los que se habían rendido con aquella condición, porque aquel jefe carecía de buques y dinero para costearles el viaje. Les excitaba otra vez a morir antes que atraer sobre sí el desprecio y la indignación de sus compatriotas. Las disposiciones se dictaban para defenderse hasta el último trance; la orden que se publicó por bando para que, en caso de ataque, se encerrasen en sus casas todas las personas que no debiesen tomar las armas. Y se presentasen en los cuarteles los que estuvieran alistados, llenaron de consternación a los habitantes de la capital, que comenzaron a salir de ella para buscar abrigo en los pueblos inmediatos. Los conventos de monjas se llenaron de señoras, y siendo muy frecuentes las alarmas, todos esperaban por momentos al capitán Acosta, una acción de guerra a las puertas y en las mismas calles de la ciudad.
La aproximación de las tropas independentistas alentó a desertar de sus banderas a muchos soldados de la guarnición, y todas las noches destacamentos enteros abandonaban sus puestos y corrían a presentarse a las divisiones del ejército libertador.
Quintanar, Bustamante y los demás jefes independentistas habían avanzado, en efecto, ocupando Chalco, Ixtapaluca, Tepozotlán, Huehuetoca y Cuaubtitlán. Hacia mediados de agosto, reforzados con las tropas del Sur y las que acababan de someter a Puebla, puestas por Iturbide a las órdenes del marqués de Vivanco, se aproximaron por distintas direcciones con el propósito de sitiar la capital, situándose en los pueblos y haciendas de la circunferencia del Valle en que aquella se asienta. Novella, por su parte, distribuyó sus tropas en varias divisiones, y dio a Concha el mando de una de ellas, destinada a operar contra los sitiadores.
Este coronel realista fatigaba a sus soldados con marchas y contramarchas incesantes y estériles; por lo que Novella, con el propósito de ser mejor secundado y a propuesta de la junta consultiva de guerra, nombró jefe del Estado Mayor al mariscal Liñán el 14 de agosto, haciéndose de él grandes elogios en la Gaceta. Quizás para satisfacerlo del desvío que el nuevo gobierno le había demostrado desde la deposición de Apodaca, y que aquel jefe correspondió apartándose de los hombres entronizados por un motín militar. La línea que cubrían los realistas, a partir de Guadalupe, corría por Tacuba, Tacubaya, Mixcoac, Coyoacán y remataba en el primer punto, pasando por el Peñón.
Batalla de Azcapotzalco (19 de agosto de 1821)
En esa fecha, Iturbide marchaba rápidamente hacia Córdoba para avistarse con O’Donojú. El coronel Anastasio Bustamante, que había ocupado con la vanguardia el molino de Santa Mónica y las haciendas de Cristo y de Careaga, envió esa mañana del 19 de agosto al capitán Velázquez con 80 soldados para que hiciese un reconocimiento rumbo a Tacuba. Este oficial, después de sostener un vivo tiroteo con una avanzada realista, se replegó al punto de su partida. Algunas horas más tarde una fuerte columna de independentistas, guiada oficiosamente por el capitán Acosta, cargó reciamente contra una parte de la guarnición realista de Tacuba, que defendía un puente situado entre este pueblo y Atzcapotzalco (orilla oeste del lago de Texcoco), y la obligó a abandonarlo con algunas pérdidas de muertos y heridos.
Apenas supo el coronel Bustamante que la columna de Acosta había empeñado la acción contra sus órdenes expresas y las de Iturbide, quien previno no comprometerse en ningún choque durante su ausencia. Marchó con el resto de la vanguardia a Atzcapotzalco, donde se le unió con su columna el capitán Acosta y juntos marcharon hacia la hacienda de Santa Mónica.
Entretanto, toda la tropa realista de Tacubaya al mando del Tcol Francisco Buceli y las divisiones Segunda y Tercera que a las órdenes de Manuel Concha salieron de Tacubaya a darle auxilio, dirigiéndose a Atzcapotzalco y siguiendo a la división independiente, atacaron con denuedo su retaguardia cerca de la hacienda de Careaga. Bustamante les hizo frente, y poniéndose a la cabeza de las guerrillas de la Sierra de Guanajuato, de los granaderos de la Corona y del batallón primero americano, cargó con bravura a la bayoneta y empujó al enemigo hasta Atzcapotzalco, donde este se hizo fuerte en el cementerio de la parroquia y en las principales casas del pueblo.
Los siguieron allí los independentistas, y con un cañón dispararon sobre las posiciones realistas, que fue contestado inmediatamente, y que dejó muertos a todos los artilleros sirvientes. El combate se prolongó algún tiempo, a pesar de haber cerrado la noche y de la continua lluvia que había inundado los campos y caminos e impedía obrar a la numerosa caballería de Bustamante. Este ordenó al fin la retirada y dispuso que el cañón fuese retirado a lazo por la caballería, en cuya operación quedó muerto el antiguo y bravo insurgente Encarnación Ortiz, que con tan indómita constancia había luchado por la independencia en las montañas y llanos de Guanajuato.

La pérdida de este esforzado guerrillero irritó de tal manera a los independientes que, al llegar a la hacienda de Careaga, pasaron por las armas al teniente realista Vicente Gil, que fue hecho prisionero durante el combate. La división de Bustamante perdió en esta sangrienta refriega, más de 200 hombres, y un número igual de bajas sufrieron los realistas. Ambos partidos pretendieron haber alcanzado la victoria, y Novella mandó que la Gaceta celebrase como señalado triunfo este encuentro que no fue favorable a ninguno de los beligerantes; concedió empleos, grados y escudos a los que en él tomaron parte; elogió públicamente a los principales jefes que en esa ocasión se distinguieron; pero descontento de la temeridad con que Concha había empeñado el combate, le quitó el mando de la división de operaciones y se lo dio al brigadier Melchor Álvarez, quien renunció pocos días después, el 28 de agosto, y en su lugar fue nombrado el coronel José Gabriel de Armijo.
Después de la acción de Atzcapotzalco, los realistas abandonaron Tacuba y los demás puntos avanzados, concentrándose en la capital y en los lugares más inmediatos; las divisiones del Ejército Trigarante se aproximaron a su vez, y el 28 de agosto, pudieron los habitantes de México oír las salvas de artillería con que se celebraba en el ejército sitiador el día del santo de Iturbide.
O’Donojú, después de firmar el Tratado de Córdoba, envió una copia al mariscal Novella, de la que fueron portadores el teniente de Guardias Españolas, Antonio Ruiz del Arco, y José Ramón Malo, sobrino de Iturbide. Estos enviados llegaron a México el 30 de agosto, y el comandante en jefe de las tropas realistas convocó una junta general de guerra que se reunió aquella misma tarde, concurriendo los notables de la ciudad. Se leyó la copia de los Tratados y, tras una discusión entre los participantes, en el acta se encarecía desvanecer la duda que se había suscitado acerca de las órdenes e instrucciones, en virtud de las cuales se había ajustado al Tratado de Córdoba. Novella nombró al coronel Lorenzo García Noriega y al teniente de fragata Joaquín Vial para que pusiesen en manos de O’Donojú los documentos, y les dio instrucciones para que hablasen con el jefe político acerca de la grave cuestión que en aquellos momentos se ventilaba.
Batalla de Durango
El capitán Juan Nepomuceno Fernández, que había sido enviado por Santa Anna para levantar las poblaciones de la costa, a sotavento de Veracruz, había ocupado sucesivamente Acayucan y Coatzacoalco al frente de 400 hombres, y avanzando hasta Villa Hermosa, de Tabasco. Alí hizo que se jurase la independencia el 31 de agosto, así como en Huimanguillo, San Antonio y Cundoacán. Al mismo tiempo, y en el extremo septentrional de la vasta provincia de Veracruz, el antiguo y odioso realista Llórente proclamaba el Plan de Iguala en unión del ayuntamiento de Tuxpam. Igual proclamación hizo el 26 de agosto en Chihuahua el mariscal de campo Alejo García Conde, comandante general de las Provincias internas de Occidente.
En Aguascalientes, el brigadier Negrete había marchado hacia Durango con el propósito de atacar a José de la Cruz, que había llegado allí el 4 de julio. El que fue gobernador de Nueva Galicia tuvo un cordial recibimiento por el obispo de aquella diócesis, Juan Francisco Castaniza, enemigo enconado de la independencia. Uniendo la poca tropa que llevaba consigo a los 1.000 hombres de que se componía la guarnición de la ciudad, mandada por el brigadier Diego García Conde, resolvió ofrecer a Negrete vigorosa resistencia. Este jefe, al frente de la división que se llamó de Reserva, siguió su avance, y después de haber pasado por Zacatecas llegó a la vista de Durango el 4 de agosto, y situó su cuartel general en el santuario de Guadalupe.
Desde ese lugar escribió al ayuntamiento invitándole a proclamar la independencia. La corporación, después de un largo debate en que el doctor Mariano Herrera sostuvo la necesidad y conveniencia de acceder a las intimaciones de Negrete, acordó contestar a este general que aún no creía que había llegado el caso de votar por la independencia; mientras no se supiese de un modo inequívoco que la hubiese proclamado ya la capital de Nueva España. El coronel Ruiz, jefe del antiguo batallón de Navarra, recibió también una carta de Negrete escrita en igual sentido que la dirigida al ayuntamiento, y contestó con altivez que perseveraría hasta su último aliento en el cumplimiento de los deberes que le imponía el honor militar. Esta frase hirió vivamente a Negrete, quien envió una carta a Ruiz que terminaba con la siguiente frase, enérgica y concisa: «Ahora jurará Durango su independencia o será mi sepultura.»
Negrete había aumentado sus tropas con varias partidas que, al mando de Sañudo, Franco Coronel y Francisco Fernández (hermano de Guadalupe Victoria), se habían levantado a principios de julio en las inmediaciones de Durango; también recibió refuerzos procedentes de Guadalajara, y aunque ya desde el día 6 de agosto había circunvalado completamente la ciudad, esperaba que la capitulación de los realistas evitase mayor derramamiento de sangre, pues alguna se había vertido ya desde el principio del asedio.
Cruz dejó el mando militar de la plaza sitiada en manos de Diego García Conde, y este jefe superior y los coroneles Ruiz y Urbano dirigieron a Negrete una comunicación, el 17 de agosto. En la que, después de encarecer la obligación que tenían de conservar la plaza cuya defensa se les había confiado, terminaban manifestándose conformes con la opinión de celebrar un armisticio, pero no para tratar de capitulación, sino para dejar las cosas en el estado que se hallaban mientras se sabía el sesgo que tomasen los asuntos en la capital. Restableciéndose entretanto las comunicaciones y pudiendo regresar a la ciudad los miembros del ayuntamiento y de la diputación provincial que de ella habían salido para refugiarse en el campo del ejército sitiador, temerosos de ser perseguidos por haberse manifestado adeptos a la independencia.
Negrete aceptó la propuesta, y desde luego nombró representantes suyos a Manuel Tovar, Anastasio Brizuela y Cirilo Gómez Anaya, quienes se reunieron con los comisionados realistas en una casa equidistante de ambos campamentos. La entrevista del 18 de agosto fue estéril y también lo fueron otras que sucesivamente se celebraron, por lo que Negrete escribió al día siguiente a Diego García Conde, diciéndole que no volvería a oír proposición alguna que no tuviese por base la libertad e independencia de Durango.
Rechazada una vez más la capitulación, decidió atacar vigorosamente y el 22 de agosto dirigió una proclama a sus soldados anunciándoles su resolución y ofreciendo ascensos y un premio de 100 pesos a cada uno de los diez primeros que tomasen trinchera o azotea de casa. Los puntos fuertes que ocupaban los realistas eran la catedral, San Agustín, la casa de la Caja y algunos edificios; las calles que desembocaban a la plaza estaban protegidas por parapetos y profundos fosos, y todas las obras constantemente reforzadas bajo la dirección del propio gobernador militar, Diego García Conde, que era un ingeniero reputado. Los independentistas dueños del Calvario, Santa Ana y el Rebote asentaron en esas posiciones baterías que lograron rechazar las diversas salidas que habían intentado los sitiados.
Negrete dispuso un asalto; para ello realizaría el 29 de agosto un ataque de distracción en un punto lejano, mientras que el ataque principal se dirigiese contra la fuerte posición de San Agustín, para lo cual utilizarían una puerta excusada que le abriría el prior del convento, por la que entraría un pelotón de infantería. El 30 de agosto a primeras horas se inició el ataque principal; se produjo un fuerte combate entre los defensores de San Agustín y los sitiadores. Los defensores hicieron fuego desde las calles y edificios adyacentes, y en el interior del templo que se transformó en el centro de la lucha. Negrete estaba dirigiendo los disparos de una batería contra las tapias de la huerta del convento, cuando una bala de fusil le hirió en el rostro, destrozándole la mandíbula superior. A pesar de la gravedad y crudeza de su herida, el valiente Negrete se cubrió con un pañuelo y, sostenido por su ayudante Gómez Anaya, permaneció algún tiempo en su puesto, dando sus órdenes por señas. Solo consintió en retirarse al asegurarle el cirujano de su división que la pérdida de sangre lo inutilizaría en breve por completo.
La herida del general en jefe, lejos de hacer flaquear a los independentistas, los llenó de ira. La batería que dejó Negrete fue confiada a Gómez Anaya, quien redobló sus descargas sobre la tapia; una compañía de Toluca se abalanzó sobre la brecha, siguiéndola otros cuerpos, y apoyados por la infantería que desde la noche anterior había entrado en la iglesia, quedaron dueños de esta y de todo el convento. Caía ya la tarde cuando los realistas mandados por el coronel Ruiz huyeron de San Agustín y se concentraron en las baterías de la plaza, dominadas, sin embargo, por la fuerte posición que acababan de perder. El fuego por ambas partes fue disminuyendo en las primeras horas de la noche, pero no la furia de los independentistas, que rechazaron a balazos a un parlamentario enviado por los sitiados; si bien los que realizaron tal acción se disculparon diciendo que la oscuridad les impidió ver la bandera que llevaba para su protección.
Los realistas ya estaban perdidos, y desde las primeras horas del 31 de agosto se vio ondear en la torre de la catedral una gran bandera blanca, a la que correspondieron los sitiadores con la misma señal. Se ajustó un armisticio para tratar de la capitulación, y Negrete, a pesar de sus dolores por la herida que había recibido el día anterior, escribió de su propio puño una proclama a sus soldados congratulándose por la victoria que acababan de alcanzar. La capitulación fue acordada por los Tcols Gómez Anaya y Brizuela, comisionados de los sitiadores, y en representación de los sitiados los coroneles Revuelta y Urbano. El día 3 de setiembre fue ratificada por Negrete y por Cruz, que había tomado el mando por la enfermedad de García Conde. Y el 6 de septiembre, Negrete ocupó con sus soldados la ciudad de Durango, y Cruz se puso en marcha con los capitulados para efectuar su embarque en Veracruz. El jefe acabó su carrera apoderándose en provecho propio de los fondos públicos que halló en las poblaciones en tránsito, durante su retirada de Guadalajara a Durango.