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Proclamación de la República Federal
La aplastante mayoría de que gozaban los republicanos federales en las Cortes Constituyentes era, sin embargo, engañosa porque en realidad sus diputados estaban divididos en tres o cuatro grupos.
El 1 de junio de 1873 se abrió la primera sesión de las Cortes Constituyentes, bajo la presidencia del veterano republicano José María Orense, y comenzó la presentación de propuestas.
El 8 de junio se aprobó la propuesta con el voto favorable de 218 diputados y solamente 2 en contra, proclamándose ese día la República Federal.
Presidiendo un Consejo de Ministros, harto de debates estériles, llegó Estanislao Figueras a gritar en catalán: «Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!».
En cuanto se reunieron las Cortes Constituyentes, Estanislao Figueras devolvió sus poderes a la Cámara y propuso que se nombrara nuevo presidente del Poder Ejecutivo a su ministro de Gobernación, Francisco Pi y Margall; pero los “intransigentes” se opusieron y lograron que Pi desistiera de su intento de formar gobierno.
El 10 de junio, Figueras, que sufría una fuerte depresión por la muerte de su mujer, huyó a Francia: se fue a dar un paseo por el parque del Retiro y, sin decir una palabra a nadie, tomó el primer tren que salió de la estación de Atocha; no se bajó hasta llegar a París.
El intento de golpe de Estado se produjo al día siguiente cuando una masa de republicanos federales instigados por los “intransigentes” rodeó el edificio del Congreso de los Diputados en Madrid; mientras el general Contreras, al mando de la milicia de los Voluntarios de la República, tomaba el Ministerio de la Guerra. Entonces, los “moderados” Castelar y Salmerón propusieron que Pi y Margall ocupara la presidencia vacante del Poder Ejecutivo, pues era el dirigente con más prestigio dentro del partido republicano. Finalmente, los “intransigentes” aceptaron la propuesta, aunque bajo la condición de que fueran las Cortes las que eligieran a los miembros del Gobierno que iba a presidir Pi y Margall.
Gobierno de Francisco Pi y Margall (11 de julio a 18 de julio de 1783)
El 11 de junio Pi y Margall fue elegido por las Cortes presidente del Poder Ejecutivo de la República, asumiendo al mismo tiempo el Ministerio de la Gobernación.
El programa de gobierno que presentó Pi y Margall ante las Cortes, con el lema “Orden y Reformas”, intentaba conciliar a todos los grupos republicanos federales de las Cortes. Se basaba en la necesidad de acabar con la guerra carlista, la separación Iglesia-Estado, el fin de la esclavitud y las reformas en favor de las mujeres y los niños trabajadores.
Las Cortes aprobaron el 24 de julio de 1873 una ley que regulaba el trabajo de los talleres y la instrucción en las escuelas de los niños obreros de ambos sexos. El 20 de agosto se dictan reglas “para redimir rentas y pensiones conocidas con los nombres de foros, subforos y otros de igual naturaleza”.
Se constituía en las Cortes la Comisión que debía elaborar el proyecto de Constitución federal el 20 de junio y el gobierno anuncia la convocatoria de elecciones municipales que se celebrarían entre el doce y el quince de julio, lo que provocó el rechazo de los intransigentes.
El gobierno pronto se mostró inoperante tanto en la elaboración del proyecto de Constitución como en la promulgación de las reformas sociales a causa de la heterogeneidad de su composición y su dependencia de la derecha, o de la labor de bloqueo que realizaban los ministros intransigentes.
Para solucionar ese problema se presentó en las Cortes una proposición encabezada por Emilio Castelar para que se concediera al presidente del Poder Ejecutivo la facultad de nombrar y destituir libremente a sus ministros. Su aprobación le permitiría a Pi sustituir a los ministros intransigentes por otros del sector moderado, naciendo así un Gobierno de coalición entre los centristas y los moderados de Castelar y Salmerón.
La respuesta de los “intransigentes” fue reclamar que las Cortes, mientras se redactaba y aprobaba la nueva Constitución republicana federal, se constituyeran en Convención, de la que emanaría una Junta de Salud Pública que detentaría el poder ejecutivo.
La propuesta fue rechazada por la mayoría de los diputados que apoyaba al Gobierno y, a continuación, el 27 de junio, los intransigentes presentaron un voto de censura contra el Gobierno, que incluía la paradójica petición de que su presidente Pi y Margall se pasara a sus filas. La crisis se resolvió al día siguiente, como temían los “intransigentes”, con un giro a la derecha.
El 30 de junio, Pi y Margall pidió a las Cortes facultades extraordinarias para acabar con la guerra carlista, aunque limitadas al País vasco-navarro y a Cataluña. Los intransigentes se opusieron radicalmente a la propuesta porque la entendían como la imposición de la “tiranía” y la pérdida de la democracia.
Aprobada la propuesta por las Cortes, el Gobierno publicó un manifiesto en el que, después de justificar los poderes extraordinarios que había recibido, anunció la llamada al Ejército de las quintas y de la reserva; pues “la patria exige el sacrificio de todos sus hijos, y no será liberal ni español el que no lo haga en la medida de sus fuerzas”.
La respuesta de los intransigentes a la asunción de poderes excepcionales por parte del Gobierno de Pi y Margall y al bando del gobernador civil de Madrid que limitaba las garantías de los derechos individuales fue abandonar las Cortes el uno de julio.
Tras el abandono de las Cortes por los “intransigentes”, el Comité de Salud Pública, hizo un llamamiento a la inmediata y directa formación de cantones. Se publicó un manifiesto que decía: «Si la República realista se amotinase contra este Comité, este Comité se amotinaría contra aquella República amotinada, porque hemos resuelto amotinarnos contra el amotinador». Inmediatamente, varios diputados y agentes “intransigentes” partieron de Madrid para alentar la sublevación en diferentes provincias.
Pi y Margall condenó la vía insurreccional que propugnaban los intransigentes para poner en práctica el federalismo pactista de abajo arriba, que él mismo había defendido; porque estaba pensada para una ocupación del poder «por medio de una revolución a mano armada», no para una “República que ha venido por el acuerdo de una Asamblea, de una manera legal y pacífica”.
El gobierno de Pi y Margall hacía ya frente a la Guerra de Cuba y la Tercera Guerra Carlista, pero a esto tuvo que enfrentarse a la llamada revolución del petróleo que se había iniciado en Alcoy el 7 de julio con una huelga en la industria papelera.
La Revolución del petróleo en Alcoy
En 1873, Alcoy era una de las pocas ciudades españolas que se habían industrializado. Un tercio de sus 30.000 habitantes, incluyendo mujeres y niños, trabajaba en la industria, 5.500 en 175 empresas textiles y 2.500 en 74 industrias papeleras. Sus condiciones de vida eran muy duras, como lo demostraba el hecho de que el 42 % de los niños morían en Alcoy antes de haber cumplido los 5 años. Esto explica en gran medida el extraordinario crecimiento que tuvo allí la Federación Regional Española de la Asociación Internacional de Trabajadores (FRE-AIT), que a finales de 1872 ya contaba con más de 2.000 afiliados, casi la cuarta parte de los obreros de la ciudad.
El 9 de marzo, una manifestación en la que participaron cerca de 10.000 personas, recorrió las calles de Alcoy y culminó en un mitin celebrado en la plaza de toros, en el que se aprobó por unanimidad pedir un aumento del salario y la disminución de las horas de trabajo.
El 7 de julio la Comisión convocó una asamblea de los obreros de la ciudad en la plaza de toros. Allí se acordó iniciar una huelga general al día siguiente para conseguir el aumento de los salarios en un 20 % y la reducción de la jornada laboral de 12 a 8 horas.
La huelga comenzó el día 8 de julio y al día siguiente, los fabricantes, reunidos en el Ayuntamiento, rechazaron las reivindicaciones obreras por considerarlas exageradas, encontrando el apoyo del alcalde, el republicano federal Agustín Albors. Entonces los obreros exigieron la dimisión del alcalde y su sustitución por una junta revolucionaria, integrada por el Comité Federal de la Internacional. Cuando estaban reunidos en la plaza de la República o plaza de San Agustín delante del Ayuntamiento esperando el resultado de la entrevista que estaban manteniendo Albors y los miembros de la Comisión, Albarracín y Fombuena, la guardia municipal, por orden de Albors disparó contra ellos para que se disolvieran, causando un muerto y varios heridos.
La respuesta no se hizo esperar, porque los obreros tomaron armas y se hicieron con el control de las calles de Alcoy. Estas milicias populares organizadas ante tales acontecimientos detuvieron a un centenar de propietarios y señoritos de la localidad tomados como rehenes, y puestos en libertad posteriormente previo pago de un rescate monetario para sufragar la propia huelga alcoyana.
Algunas fábricas incluso fueron incendiadas como consecuencia de la represión recibida por la guardia municipal en los combates callejeros. El propio alcalde, y un total de 32 guardias, se atrincheraron en el edificio del Ayuntamiento esperando los refuerzos solicitados al Gobierno que no llegaron. Tras veinte horas de asedio, el propio edificio consistorial y los colindantes fueron incendiados con trapos impregnados de petróleo, y por ello la denominación de esta revuelta.

Los asediados tuvieron que capitular, muriendo en el enfrentamiento el propio alcalde Albors, siete guardias municipales, y un guardia civil; y también tres obreros internacionalistas.
La Comisión Federal se hizo cargo de la corporación municipal; esta junta duró hasta el día 13 de julio, estableciéndose una especie de Junta llamada Comité de Salud Pública, presidida por los dirigentes internacionalistas de la comisión, entre ellos, Severino Albarracín. Esta corporación fue declarada revolucionaria y socialista internacionalista, independiente del gobierno.
Los trabajadores volvieron a hacerse dueños de la ciudad, lo que obligó a los fabricantes a ceder y subir los salarios, pero en cuanto las tropas volvieron, se echaron atrás. La burguesía de Alcoy, asustada por lo que había sucedido, descargó toda la responsabilidad en la actuación del alcalde Albors.

El 12 de julio por la noche llegaron las tropas militares enviadas por el Gobierno, que entraron en la localidad sin encontrar resistencia. Sin embargo, estas tropas al día siguiente se dirigieron al Cantón de Cartagena, que había iniciado el movimiento cantonalista. Los trabajadores, por lo tanto, recuperaron temporalmente de nuevo la situación política en Alcoi, obligando a los fabricantes textiles a ceder a las demandas obreras. Sin embargo, el regreso de las tropas para reprimir esa situación logró que los miembros más destacados del Comité municipal revolucionario que pertenecían a la FRE-AIT huyeran para refugiarse en Madrid. La burguesía alcoyana, que había temido por sus privilegios y su vida, recuperaba el poder debido a la actuación militar.
Tras los sucesos se desató una fuerte represión. Fueron detenidos entre 500 y 700 obreros y de ellos 282 acabaron siendo procesados. A principios de septiembre se presentó en Alcoy un juez instructor acompañado de 200 guardias civiles, que detuvieron a cientos de obreros, muchos de los cuales fueron conducidos a Alicante. En 1876 una amnistía sacó de la cárcel a bastantes de los procesados, y en 1881 hubo una segunda amnistía. En 1887 fueron absueltos los últimos veinte procesados, seis de los cuales todavía estaban en prisión, catorce años después de los hechos. «La justicia pudo esclarecer los hechos, pero no pudo identificar de manera fehaciente a los culpables».
Final del gobierno
A raíz de los acontecimientos de Alcoy y, sobre todo, de Cartagena, el centro-derecha de Salmerón y sobre todo la derecha de Castelar iniciaron una campaña de acoso y derribo al gobierno de Pi y Margall alertando sobre la amenaza socialista.
Pi y Margall, apoyado por la mayoría de sus ministros, se negó a aplicar las medidas de excepción, que incluían la suspensión de las sesiones de las Cortes, porque confiaba en que la rápida aprobación de la Constitución federal y la vía del diálogo harían entrar en razón a los sublevados.
Pi y Margall no dudó en reprimir a los sublevados, como lo prueba el telegrama que envió como ministro de la Gobernación a todos los gobernadores civiles el trece de julio, tres la proclamación en Cartagena del Cantón Murciano el día anterior.
La política de Pi y Margall de combinar la persuasión y la represión para acabar con la rebelión cantonal, se aprecia también en las instrucciones que dio al general republicano Ripoll en su cometido de acabar con la rebelión cantonal en Andalucía al frente de un ejército de operaciones con base en Córdoba. Pidió a las Cortes, el 15 de julio, que se discutiera y aprobara rápidamente la nueva Constitución para así frenar la extensión de la rebelión cantonal. El 17 de julio, se dio lectura al Proyecto de Constitución Federal de la República Española que había redactado en un día por Emilio Castelar.
Intentó formar uno nuevo que agrupara a todos los sectores de la Cámara, incluido el formado por diputados intransigentes no implicados en la insurrección de Cartagena y que habían vuelto a la Cámara rompiendo el retraimiento, para lo que pidió el voto de confianza; pero el resultado le fue adverso al obtener el apoyo de solo 93 diputados, frente a los 119 que obtuvo Nicolás Salmerón.
Lo que había sucedido era que como la política de Pi y Margall de persuasión y represión no había conseguido detener la rebelión de Cartagena, el sector moderado había votado a favor de Nicolás Salmerón. Al día siguiente, Pi y Margall dimitió, tras 37 días de mandato. En su despedida Pi Margall afirmó que su política había sido objeto no ya de censuras, sino de ultrajes y calumnias.
Pi y Margall explicó a la Cámara por qué en aquellos momentos había defendido la construcción federal de arriba a abajo, y no de abajo a arriba, como siempre lo había hecho, y por lo que algunos le habían acusado de haber sido el promotor ideológico de la rebelión cantonal.
La Rebelión Cantonal (julio 1873 a enero de 1874)
Los republicanos federales “intransigentes” que querían instaurar inmediatamente la república federal desde abajo hacia arriba sin esperar a que las Cortes Constituyentes elaboraran y aprobaran la nueva Constitución Federal; tal y como defendía el presidente del Poder Ejecutivo de la República, el también republicano federal Francisco Pi y Margall, apoyado por los sectores “centrista” y “moderado” del Partido Republicano Democrático Federal que tenían la mayoría en la cámara.
El 1 de julio de 1873 los diputados federales “intransigentes” se retiraron de las Cortes y constituyeron en Madrid un Comité de Salud Pública que llamó a la insurrección. Esta se inició el 12 de julio de 1873 en Cartagena, aunque tres días antes había estallado la Revolución del Petróleo de Alcoy por iniciativa de la sección española de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), extendiéndose en los días siguientes por las regiones de Andalucía, Murcia y Valencia. El plan era dividir el país en una suerte de repúblicas semiindependientes, llamadas cantones, que se gestionarían a sí mismas al margen del gobierno central.
Se decidió que la insurrección se produciría el 17 de julio, fecha en la que el Castillo de Galeras, que dominaba el puerto, estaría guarnicionado por una fuerza de voluntarios federales. Estos capturarían la fortaleza y alertarían mediante cañonazos al resto de los conjurados para que tomaran el control de la ciudad. El plan fue ejecutado a la perfección; a la señal convenida se levantaron en armas la mayoría del ejército y los marineros de la Armada, que procedieron a ocupar las defensas y el arsenal de la ciudad, así como las naves de guerra ancladas en el puerto.
Desde Cartagena, el cantonalismo se extendió a lo largo del mes de julio por las principales ciudades del sureste peninsular. En una serie de revueltas coordinadas se rebelaron Murcia, Sevilla, Granada, Valencia y otras poblaciones menores, que se constituyeron inmediatamente en cantones independientes.

Aunque cada cantón realizó sus propias proclamas, los sublevados “más allá de las lógicas particularidades locales” perseguían unos mismos fines: la sustitución de todo tipo de autoridades gubernativas o jurisdiccionales, la abolición de impuestos especialmente impopulares (los consumos o el estanco del tabaco y de la sal), la secularización de las propiedades de la Iglesia, las reformas sociales favorables a la gran masa de desposeídos que no tenían otro bien que su fuerza de trabajo, el indulto por delitos políticos, la desaparición del ejército regular y su sustitución por tropas milicianas o la creación de juntas y comités de salud pública, como órganos de gobierno de naturaleza popular.
Tras la proclamación de la Junta de Salud Pública y la declaración de principios federales, la primera medida que tomaron los insurrectos fue destituir a las autoridades civiles y militares que no se hubieran sumado a la rebelión.
A continuación se solían acordar las medidas económicas conducentes al mantenimiento del cantón, como empréstitos obligatorios requeridos a la burguesía local o el apremio para el pago inmediato de impuestos pendientes, y que incluían la incautación de los fondos públicos, seguidas de las destinadas a asegurar los abastecimientos. En algún caso se emitió moneda propia, como los vales cantonales de San Fernando, reintegrables al final del conflicto, o los duros cantonales de Cartagena. Casi al mismo tiempo eran abolidos los odiados consumos y los estancos, así como las quintas y las matrículas de mar.
Les seguían medidas que intentaban mejorar las condiciones de vida de la “clase menesterosa”, que iban desde el reparto de donativos y la contratación para la realización de obras públicas hasta la regulación de la jornada laboral de ocho horas o el establecimiento de jurados mixtos para mediar en los conflictos entre capital y trabajo, aunque no se puso en cuestión el derecho de propiedad, con la excepción del cantón de Cartagena, en el que se presentó una propuesta para diferenciar la propiedad adquirida de forma “justa” o “injusta” (en este segundo caso los bienes serían confiscados por el cantón). También se prohibió el trabajo infantil, se propuso la revisión de las ventas de bienes comunales por la aplicación de la desamortización de Madoz de 1855 y se promovieron las cooperativas de producción y de consumo, como en el caso del Cantón murciano.

Las expediciones marítimas del Cantón de Cartagena
En Cartagena se empezó a publicar un diario, llamado El Cantón Murciano, para publicitar entre el pueblo las medidas emprendidas por la Junta. La ciudad acuñó también su propia moneda, con la plata requisada a los ciudadanos más pudientes y la extraída de unas minas cercanas.
Dado que el cantón no disponía de acceso a las provincias agrícolas del interior (dominadas por sus enemigos), era preciso expandir el movimiento tanto por tierra como por mar para asegurar, por un lado, las subsistencias y, por el otro, la división de las fuerzas del gobierno entre diversos focos revolucionarios.
Por suerte, para los cantonales, las naves capturadas eran las mejores de la flota. Entre ellas, cinco modernas fragatas acorazadas impulsadas por vapor y armadas con baterías de formidables cañones. No obstante, su efectividad se vio algo mermada por la expulsión de la mayoría de los oficiales, que rehusaron tomar parte en la revuelta. Dirigidas por inexpertos políticos y capitanes mercantes, las naves serían propensas a accidentes que llegaron a costar vidas.
Con esta escuadra se llevaron a cabo numerosas expediciones de aprovisionamiento a lo largo de la costa sureste de España, que contribuyeron también a crear numerosos cantones con los que expandir la revuelta.
El 20 de julio partió la primera de ellas hacia Alicante, dirigida por el principal líder rebelde, Antonio Gálvez Arce. Tras desembarcar a sus hombres en la ciudad, Gálvez proclamó su independencia del estado, para luego regresar a Cartagena con un mercante requisado en el puerto, el vapor Vigilante.
El mismo día de la expedición, Gálvez y los suyos eran declarados piratas por el gobierno, con lo que se animaba a las naves de guerra de otras naciones a su captura. Efectivamente, al cabo de poco, el vapor Vigilante requisado en Alicante fue apresado por la fragata alemana Friedrich Carl, que lo escoltó hasta Gibraltar para devolverlo a España. La detención se realizó haciendo uso del decreto recién aprobado por el gobierno de Nicolás Salmerón que declaraba “piratas” a todos los barcos que enarbolaran la bandera roja cantonal, por lo que podían ser apresados por los buques de cualquier país, dentro incluso de las aguas jurisdiccionales españolas.
Pese a este ominoso revés, las autoridades revolucionarias continuaron con sus incursiones. Las fragatas Almansa y Vitoria realizaron un crucero por la costa andaluza, en el que primero bombardearon Almería por haberse negado a darles dinero y luego se dirigieron a Málaga para intentar sublevarla con las tropas que transportaban.
Antes de llegar a la ciudad, se encontraron con el Friedrich Carl, que, acompañado por la fragata británica Swiftsure, consiguió su rendición sin apenas resistencia, hecho que demuestra el poco espíritu combativo de los revolucionarios. Las tripulaciones fueron obligadas a desembarcar cerca de Cartagena y las dos fragatas cantonales entregadas al gobierno español, que las dejó en Gibraltar para evitar que fueran capturadas de nuevo por los revolucionarios. Tras laboriosas gestiones, los dos buques fueron devueltos al gobierno e incorporados a la escuadra del almirante Lobo.
La segunda expedición marítima del cantón de Cartagena tuvo como objetivo sublevar la costa andaluza de Almería a Málaga. El 28 de julio, al mando del general Juan Contreras, salieron de Cartagena, aclamadas por la multitud, la fragata de hélice Almansa y la fragata blindada Vitoria, con dos regimientos a bordo más un batallón de infantería de Marina. Cuando al día siguiente la expedición llegó a Almería, exigió a una comisión de representantes de la Diputación y del Ayuntamiento, que subieron a bordo de la Numancia, el pago de 100.000 duros como contribución de guerra y el abandono de la ciudad de las fuerzas militares para que el pueblo decidiera libremente proclamar el Cantón o no.
La respuesta fue negativa y las autoridades locales prepararon la defensa de la plaza, mientras la mayoría de la población civil de Almería se marchaba de la ciudad. En la mañana del día 30 comenzó el bombardeo contra las defensas de la ciudad y los edificios militares, que fue respondido desde Almería. La ciudad no se rindió, por lo que el general Contreras esa misma noche puso rumbo a Motril, en la costa de Granada, a donde llegó al amanecer del día siguiente. Contreras desembarcó a los heridos, visitó la ciudad y recibió ayuda económica en forma de pagarés a cobrar en Málaga por un importe de 160.000 reales.

Las expediciones terrestres del Cantón de Cartagena
Mientras tanto, en Murcia se organizó la primera expedición terrestre importante con destino a Lorca. Una ciudad que no quería sumarse al Cantón Murciano, como ya lo habían hecho Totana y Alhama, tras ser auxiliadas por una columna de voluntarios que había salido de la capital de la provincia el 21 de julio. La fuerza cantonal compuesta de 2.000 hombres y cuatro piezas de artillería al mando de Antonete Gálvez llegó el 25 de julio izando la bandera roja en el Ayuntamiento y constituyendo una Junta de Salvación Pública. Pero el cantón murciano en Lorca solo duró un día, porque en cuanto las fuerzas de Gálvez regresaron a Murcia el 26, con varios miles de pesetas como “contribución de guerra”, las autoridades locales que habían abandonado la ciudad volvieron y destituyeron a la Junta.
La segunda expedición terrestre se organizó en Cartagena el 30 de julio y tuvo como objetivo Orihuela, una ciudad de predominio carlista. Estaba mandada, como la primera expedición terrestre a Lorca, por Antonete Gálvez, y contaba con fuerzas de Cartagena (RIs de Iberia y de Mendigorría) y de Murcia (un cuerpo de voluntarios al mando de un cuñado de Gálvez). Entraron en la ciudad de madrugada enfrentándose a guardias civiles y carabineros dispuestos para su defensa. La guarnición intentó resistir contra Gálvez en el llamado Paseo de la Glorieta, pero en un repliegue se vieron sorprendidos por las fuerzas insurrectas de Pedro del Real, que habían penetrado en la ciudad vadeando el río Segura y atravesando la carretera de Callosa. Dichas fuerzas utilizaron su artillería, lo que inclinó totalmente el resultado de la batalla a favor de cartageneros y murcianos. En los combates murieron 5 guardias y 9 resultaron heridos, mientras los cantonales tuvieron un muerto y tres heridos, e hicieron prisioneros a 14 guardias civiles y a la totalidad de los 40 carabineros. Tras su victoria en la llamada batalla de Orihuela, volvieron a Cartagena al día siguiente junto con los guardias civiles y carabineros que llevaban presos que fueron transportados en el buque Isabel II, y después de unos días fueron puestos en libertad.
A principios de agosto de 1873, Antonete Gálvez y el general Juan Contreras y Román encabezan una tercera expedición terrestre en dirección a Chinchilla, compuesta por 3.000 hombres distribuidos en tres trenes, para cortar la comunicación ferroviaria con Madrid del ejército del general Arsenio Martínez Campos, que tiene cercada a Valencia, capital del cantón del mismo nombre. Los primeros combates se produjeron en la estación de ferrocarril de Chinchilla, donde los cantonales consiguieron desalojar a las tropas enviadas por Martínez Campos al enterarse de los planes de aquellos. Pero cuando los cantonales recibieron la noticia de que el Cantón Valenciano había caído, emprendieron la retirada, lo que fue aprovechado por las fuerzas gubernamentales para contraatacar apoyadas por la artillería, lo que provocó el pánico y la desbandada de los cantonales murcianos. Finalmente, Gálvez y Contreras lograron reorganizar sus fuerzas, recibiendo el auxilio de la columna de reserva que había quedado en Hellín. Así pudieron regresar a Murcia, a donde llegaron el 10 de agosto por la noche. La batalla de Chinchilla resultó un desastre para los cantonales murcianos porque perdieron cerca de 500 hombres, entre ellos 28 jefes y oficiales, además de 51 vagones, cuatro cañones y 250 fusiles, y sobre todo porque dejó el paso libre a Martínez Campos para ocupar Murcia.

Reacción gubernamental
Mientras estas expediciones revolvían el país, el gobierno central preparaba su respuesta. Ya desde el inicio de la revuelta se había concentrado al ejército, que fue enviado a finales de julio contra los principales focos de la revuelta. El 1 de agosto caía el cantón de Sevilla en manos de general Manuel Pavía, seguido por el de Cádiz el 4 y el de Granada el 12. Simultáneamente otra fuerza, dirigida por el general Martínez Campos, ocupaba Valencia tras un breve bombardeo, al tiempo que los principales líderes revolucionarios huían por mar a Cartagena.
Batalla naval de Portmán (11 de octubre de 1873)
La escuadra gubernamental, formada por la fragata blindada Vitoria, las fragatas de hélice Almansa, Navas de Tolosa y Carmen, los vapores Colón y Ciudad de Cádiz, la corbeta de hélice Diana y la goleta de hélice Prosperidad, zarparon con rumbo a Cartagena el 5 de octubre. Las noticias del paso de esta escuadra por Almería llegaron al Cantón cuatro días después, tomándose la decisión de atacarla, para lo que se entregó el mando de la escuadra al general Juan Contreras.
La escuadra cantonal adoptó una formación inicial de romboide para atacar a la escuadra gubernamental, con la Numancia en cabeza como buque insignia, cubriendo sus aletas de babor y estribor las fragatas Méndez Núñez y Tetuán, respectivamente, mientras que el vapor Fernando el Católico quedaba a retaguardia. Las tres fragatas estaban mandadas por capitanes de la marina mercante y el vapor por un piloto.
Los buques cantonales partieron en las primeras horas del día 11 escoltados por buques alemanes, ingleses, franceses e italianos. En Portmán, cerca del cabo de Palos, avistaron a la escuadra gubernamental, con la Vitoria a la cabeza como buque insignia. Debido a su mayor velocidad, la Numancia se adelantó en exceso a su escuadra, dirigiéndose hacia ella la Vitoria, mientras en la escuadra gubernamental se daba la orden de que se atacase a la flota cantonal. De este modo, al hallarse cercada la Numancia, el plan cantonal quedaba desbaratado.

La Numancia pudo desembarazarse de la Vitoria y atacó al vapor Ciudad de Cádiz, que se libró por poco de ser destruido, y posteriormente al vapor Colón; aunque se vio obligada a dejarlos ante el cañoneo a que la sometía la Vitoria, e incluso se vio forzada a retirarse al puerto de Cartagena.
Posteriormente, el almirante Lobo viró la Vitoria contra la Méndez Núñez, la cual comenzó a retirarse cerca de la costa. Cuando la Méndez Núñez estaba a punto de ser embestida, se cruzó la fragata francesa Semiramis (que observaba el combate), evitando de este modo el hundimiento de la fragata cantonal, si bien no pudo evitar recibir una andanada de su artillería, que causó varias bajas, lo que la obligó a abandonar el combate y refugiarse en el puerto. Ante la retirada de las otras dos fragatas blindadas, la Tetuán, que había mantenido un enfrentamiento con las fragatas de hélice sin haber conseguido embestirlas, optó también por refugiarse en puerto, aunque de todas formas habían agotado sus municiones.

Pese a esta victoria, el almirante Lobo no bloqueó el puerto rebelde, sino que se retiró a Gibraltar para conservar combustible. Gracias a la libertad de acción que les dio la desaparición del enemigo, los cantonales pudieron reparar sus naves, y realizar una expedición de saqueo contra Valencia.
Asedio de Cartagena
En noviembre, las fuerzas centralistas empezaron el bombardeo de la plaza. La ciudad fue sometida a un intensísimo castigo en el que se llegaron a arrojar 1.000 proyectiles diarios; la mayoría de los edificios fueron dañados y 300 totalmente destruidos. A este ataque desde el exterior se sumaban los numerosos agentes del gobierno infiltrados en la plaza, que intentaron sobornar a los líderes rebeldes y realizaron numerosos sabotajes; incluido el hundimiento de la fragata Tetuán y la voladura del Parque de Artillería, lugar en el que murieron 400 personas que se refugiaban allí de las bombas.
Bajo amenaza constante, los cantonales resistieron durante meses gracias a reservas de bacalao y sardinas en salazón, almacenadas por la Junta en previsión de un posible asedio. Irónicamente, los 10.000 defensores de la plaza superaban en número a los 8.000 sitiadores, pero no se emprendió ninguna acción, aparte de responder pasivamente al fuego desde las baterías y castillos que rodeaban la ciudad. Gracias a la mediación de la Cruz Roja, las mujeres y los niños fueron evacuados a bordo de barcos británicos, evitando así un mayor derramamiento de sangre.
A medida que pasaban los meses, las condiciones de vida se hacían cada vez más insoportables, hasta que el hambre y la sed hicieron imposible la defensa. Muestra de la desesperación imperante entre los sitiados, es la propuesta presentada al embajador americano de la anexión de Cartagena a los Estados Unidos, con el fin de escapar del asedio al integrarse en un país neutral.

Desprovistos de medios para continuar la defensa, los cantonales se fueron entregando, hasta que el 12 de enero de 1874 la ciudad se rindió finalmente a los centralistas. El gobierno otorgó la amnistía a todos los rebeldes, salvo para los integrantes de la junta. Sin más alternativa que la huida o la ejecución, los líderes rebeldes se embarcaron en las tres últimas naves de la flota y pusieron rumbo a la colonia francesa de Argelia en el norte de África.
Los restos de la escuadra cantonal fueron requisados por los franceses, a la vez que los líderes rebeldes eran encarcelados en Orán. Las naves fueron devueltas a España y los cantonales, tras ser puestos en libertad, terminaron por volver a su patria con la restauración de la monarquía a finales de año.
Gobierno de Nicolás Salmerón (18 de julio al 7 de septiembre de 1873)
El 18 de julio se constituyó el nuevo Gobierno bajo la presidencia de Nicolás Salmerón y Alonso. Siendo el ministro de Estado Santiago Soler y Pla; de Gracia y Justicia, Pedro José Moreno Rodríguez; de Gobernación, Maisonnave; de Fomento, José Fernández y González; de Marina, Oreyro; siguió en Guerra González Iscar, y en Hacienda Carvajal. El Ministerio de Ultramar pasaba al revolucionario Eduardo Palanca.
El nuevo presidente Salmerón era un “moderado” que defendía la transición gradual hacia la república federal. El lema de su gobierno fue “imponer a todos el imperio de la ley” y situó como prioridad acabar con la Rebelión Cantonal, para después ocuparse de la Guerra Carlista.
El 20 de julio eran declaradas piratas las tripulaciones de los barcos sublevados en Cartagena, y se invitaba a todas las flotas de guerra del mundo para que las atacasen y las apresasen, reservándose el Gobierno de Madrid la propiedad de los buques mediante las correspondientes reclamaciones diplomáticas. Se emprende una acción militar contra los cantonales, y el general Pavía sofocó las insurrecciones de Sevilla, Cádiz y Málaga, es decir, acabó con el cantonalismo en Andalucía. Martínez Campos hacía lo mismo en Valencia, y los cantonalistas de Cartagena fueron derrotados en Chinchilla, viéndose obligados los insurrectos, mandados por Contreras, a encerrarse en aquella plaza.
Aunque no todas las insurrecciones quedaban dominadas, la victoria del Gobierno en Valencia y en Andalucía debía ser la causa del fin del ministerio que presidía Salmerón, aunque parezca contrasentido. Efectivamente, debían ser aplicadas sanciones rigurosas conforme a las Ordenanzas militares, pero Salmerón, obedeciendo a su estado de conciencia, se oponía resueltamente al restablecimiento de la pena de muerte y, por lo tanto, su aplicación, y prefirió dimitir antes que transigir.
El 6 de septiembre Nicolás Salmerón dimitía de la presidencia del Poder Ejecutivo; a pesar de que Emilio Castelar intentó convencerle para que no lo hiciera, lo único que consiguió fue aplazarla un día. El motivo inmediato de la dimisión fue no tener que firmar las sentencias de muerte de ocho soldados que en Barcelona se habían pasado al bando carlista, porque Salmerón era contrario a la pena de muerte.
Gobierno de Emilio Castelar (7 de septiembre de 1872 a 10 de enero de 1874)
El 7 de septiembre se eligió el nuevo Gobierno, cuya presidencia fue otorgada a Emilio Castelar. Elnuevo Gobierno conservó a Carvajal, Maisonnave, Gil Bergés y Soler y Plá, aunque con distinto reparto de Carteras, pues ocuparon, respectivamente, las de Estado, Gobernación, Fomento y Ultramar. El Ministerio de Marina estuvo en manos de Oreyro; el de la Guerra, en las de Sánchez Bregua, siendo, por lo tanto, los nuevos ministros Luis del Río y Ramos, que ocupó Gracia y Justicia, y Manuel Pedregal en Hacienda.
Castelar trató de dominar la situación caótica en que se desarrollaba la República, restableciendo el orden público. No temió hacerse impopular restableciendo la pena de muerte en las Ordenanzas militares, y tampoco quedó preso de sus antiguas propagandas demagógicas sobre el Ejército; sino que intentó fortalecerlo restableciendo el cuerpo de Artillería y llamando a una quinta extraordinaria, que ha guardado el nombre de la “quinta de Castelar”, él que tanto había discurseado contra la injusticia de las quintas. Bien es verdad que el restablecimiento del Cuerpo de Artíllería no le costó mucho a Castelar, pero el hecho es que lo restableció, porque las causas subsistían iguales y nadie había retirado al general Hidalgo de Quintana de su presencia en el Ejército. Por lo visto más de medio año de actuación “rebelde” de los artilleros le había permitido transigir con la presencia de Hidalgo, y volver a figurar juntos, en los escalafones.
Los muertos del cuartel de San Gil se habían esfumado en la memoria de sus compañeros, y se borraron tanto, que ya en la Restauración soportaron a Hidalgo en todas partes. Y es que, al fin y al cabo, los compañeros que protestaron por su presencia en el mando, eran tan liberales, como el general que rechazaban.
Castelar estaba decidido a hacer una República en que pudieran converger todos los españoles; poco quería que la cuestión religiosa fuese motivo de separación dentro de los republicanos, e intentó entonces negociar con la Santa Sede con el fin de que fuesen proveídas las vacantes que se habían producido en el Episcopado español. Esto lo hacía con tal deseo de apaciguar el espíritu de los católicos, que en sus propuestas estaba decidido a que figuraran nombres de sacerdotes distinguidos en el carlismo y de la respetabilidad de Vicente Manterola; como si quisiera rendirle un tributo de respeto y simpatía en recuerdo de aquella famosa discusión sostenida por ambos en las Cortes Constituyente.
Es decir, que quería aplicar aquella frase que, ante los hechos tristes y vergonzosos de la República, había pronunciado: «Así como las monarquías deben ser liberales, las repúblicas tienen que ser conservadoras».
Castelar recurrió al procedimiento de tener cerradas las Cortes. No fue un dictador, porque no sentía esta vocación. Para un orador como él, el quitarle el escenario de las Cortes era un suplicio. Pero no podían permanecer constantemente cerradas, y convocadas para el 2 de enero de 1874, iba a enfrentarse con toda la oposición, que no le perdonaba su iniciativa y su esfuerzo.
Tras la suspensión de las Cortes, Castelar inició también su proyecto de acercamiento a las clases conservadoras, sin cuyo apoyo, según él, la República no podría perdurar, ni siquiera alcanzar la estabilidad política para poder hacer frente a las tres guerras civiles en que estaba envuelta: la de Cuba, la carlista y la cantonal.
El acercamiento a los constitucionales y a los radicales por parte de Castelar encontró la oposición de los “centristas” de Francisco Pi y Margall y del “moderado” Nicolás Salmerón y de sus seguidores, que hasta entonces habían apoyado al gobierno. Creían que la República debía ser construida por los republicanos auténticos, no por los recién llegados que estaban “fuera de la órbita republicana”.
Cuando se reabrieron las Cortes el 2 de enero de 1874, el capitán general de Madrid, Manuel Pavía, antiguo partidario de Prim, con quien se había alzado en Villarejo de Salvanés, tenía preparadas sus tropas para el caso de que Castelar perdiera la votación parlamentaria; sin que el ministro de la Guerra José Sánchez Bregua hubiera hecho nada para impedirlo.
Pavía dio entonces la orden de salir hacia el Congreso de los Diputados a los regimientos comprometidos y él personalmente se situó en la plaza frente al edificio con su Estado Mayor; desde donde ordenó a dos ayudantes que comunicaran a Salmerón, presidente del Congreso de Diputados, la orden de disolución de la sesión de Cortes y el desalojo del edificio en cinco minutos. Los guardias civiles, que custodiaba el Congreso, se pusieron a las órdenes del general Pavía. La sesión de las Cortes se había reanudado a las siete menos cinco de la mañana y en esos momentos ya habían votado unos cincuenta diputados en la investidura del nuevo gobierno que iba a presidir Eduardo Palanca.

Salmerón suspendió la votación e informó a los diputados lo que estaba sucediendo, a lo que estos respondieron con vivas a la soberanía nacional y mueras a los traidores y a Pavía. Propuso a continuación que las Cortes se declaraban en sesión permanente hasta que no fueran disueltas por la fuerza. Seguidamente, intervinieron varios diputados pidiendo que Pavía fuera declarado fuera de la ley y que fuera sometido a un Consejo de Guerra propuesta que fue aceptada por el ministro de la Guerra, el general José Sánchez Bregua, que redactó un decreto en el que Pavía era destituido de su cargo y de todos sus honores y condecoraciones.
Pero cuando fuerzas de la Guardia Civil, encargadas de la custodia del edificio, pero que se habían sumado al golpe con su coronel al frente, y del regimiento de Mérida entraron en el edificio del Congreso disparando tiros al aire por los pasillos, los diputados lo abandonaron rápidamente.

Nada más desalojar el Congreso, Pavía envió un telegrama a los jefes militares de toda España en el que les pedía su apoyo al golpe, que el general llamaba “mi patriótica misión”, “conservando el orden a todo trance”.
Estos hechos supusieron el final de facto de la Primera República, aunque oficialmente continuaría casi otro año más, con el general Serrano al frente.