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Intento de aliviar Lérida y Tortosa
Después de la batalla de Ordal el 12 y 13 de septiembre y de la retirada de Bentinck a Tarragona, las operaciones languidecieron en esa zona. Bentinck fue reemplazado por el tímido William Clinton, cuyo principio era la obediencia ciega a las órdenes de Wellington de la primavera anterior, no arriesgar la destrucción de su misceláneo cuerpo mediante cualquier maniobra temeraria. Una fuerza española muy grande podría haber sido reunida para unirse a él, pero Wellington desaprobó tal plan.
Había convocado al Tercer ejército español del duque del Parque en el alto Ebro, y permitió que el Segundo ejército de Elio se empleara en los interminables asedios, o mejor dicho, bloqueos de Sagunto, Tortosa, Lérida y las guarniciones francesas más pequeñas en el Este.
De las 5 DIs de Elio, 4 estaban comprometidas; solo la DI de Sarsfield, había subido a la Cataluña central y se había puesto en contacto con Clinton y con el pequeño Primer ejército de Copons.
Suchet, además de los 24.000 hombres encerrados en las guarniciones desde Denia en el extremo sur hasta Barcelona; todavía tenía un ejército de campaña de 28.000 hombres, que era mucho más de lo que era necesario para tratar con Clinton y Copons, cuya fuerza total era solo un poco mayor que el suyo. Pero no tena intención de tomar la ofensiva, y al informar de la situación a París, hablaba a menudo de los 70.000 enemigos que le rodeaban. Una cifra en la que incluía la totalidad de las distantes divisiones de Del Parque y Elio, y sobreestimaba la fuerza de cada unidad.
Sechet era muy consciente de la mala situación que había surgido de su decisión en el verano de dejar guarniciones tan grandes en Tortosa y Lérida, y a veces pensaba en aliviarlos con una incursión repentina, y llevárselas. Ese habría sido un plan factible durante todo el otoño, porque Copons y Clinton estaban separados el uno del otro por grandes distancias, y, aunque se hubieran reunido, todas sus fuerzas probablemente no habrían podido frustrar el plan. Pero Suchet temía ofender al Emperador al entregar todas las llaves del este España, y se excusó a París diciendo que las guarniciones, después de todo, estaban deteniendo fuerzas hostiles muy grandes frente a ellas, y que, si lograba llevárselos; el ejército de campaña de los aliados se volvería inmenso, e incluso capaz de invadir Francia. Esta fue una opinión poco sincera, porque el mariscal sabía que los ejércitos de Elio y Del Parque eran incapaces de unirse para una invasión, al carecer de transporte y suministros, mientras que Copons y Clinton no estaban en una mejor situación.
Durante todo el mes de septiembre y principios de octubre, Suchet había estado manteniendo su infructuosa correspondencia con Soult sobre proyectada unión de sus fuerzas en Aragón; con el fin de coger a Wellington por el flanco y la retaguardia. Cualquier plan de este tipo se volvió imposible cuando Wellington asumió la ofensiva el 7 de octubre, forzó el paso del río Bidasoa, e inmovilizó a Soult en las líneas del Nivelle, donde todo su ejército estaba absorto atrincherándose. Un obstáculo igualmente insalvable fue el cierre de los pasos pirenaicos por las primeras nieves del otoño.
Mientras tanto, un mes después de la batalla de Leipzig (16 al 19 de octubre) y cuando era demasiado tarde, el Emperador resolvió de pronto evacuar las fortalezas del Ebro, y escribió sobre 25 de noviembre que autorizaba a Suchet a marchar sobre Lérida, para recoger su guarnición y la de Mequinenza. Luego girar al sur, liberar la DI de Robert de Tortosa, y así elevaría los efectivos de su ejército a una fuerza suficiente para ahuyentar a todos los enemigos. Las fortalezas serían voladas tras la evacuación. El mariscal en consecuencia se puso en movimiento, por primera vez en tres meses, llevándose todo su ejército de campaña desde las cercanías de Barcelona. Exponiendo su base central de operaciones a Clinton y Copons, que podrían acercarse a allí en el momento en que partió hacia la lejana Lérida, Suchet pensó que era necesario deshacerse de los anglo-sicilianos.
En consecuencia, recogió el 2 de diciembre todas las DIs de Habert y Musnier, parte de la DI de Pannetier, con una BRI de la guarnición de Barcelona, y tres de sus cuatro regimientos de caballería, y marchó sobre el cuartel general de Clinton en Villafranca, por los dos caminos que atraviesan San Sadurni y Ordal que había utilizado en septiembre en su asalto similar a Bentinck.
Advertido a tiempo, Clinton desplegó en de Villafranca, y ofreció batalla al sur de ella, en una fuerte posición frente a Arbos, con toda su fuerza y las DIs españolas de Whittingham y Sarsfield. Suchet miró la línea de batalla, se negó a atacar; sin duda tenía la batalla de Castalla en mente, y regresó a sus acantonamientos en los alrededores del Llobregat en Barcelona. Copons, al enterarse de la concentración contra Clinton, se había acercado al lado norte de la plaza. Sin embargo, tuvo que volverse cuando vio que la fuerza de campaña francesa había regresado de su ineficaz marcha hacia Villafranca, y retomaba sus antiguas posiciones. Clinton regresó a Villafranca cuando el enemigo se había retirado.
Reducción de las fuerzas de Suchet
Esta débil demostración fue todo lo que hizo Suchet, al recibir la tardía orden del Emperador de llevarse las guarniciones de Lérida y Tortosa. El mariscal explicó su inactividad durante el resto del invierno por la repentina disminución de sus fuerzas. Recibió órdenes de París de desarmar y enviar a sus 3 BIs alemanes y dos regimientos de caballería alemanes, esto se debió a la deserción de la infantería de Nassau y Fráncfort del ejército de Soult durante las batallas del Nive. El Emperador temía que las tropas de Westfalia y Nassau en Cataluña siguieran su ejemplo. Y de hecho Kruse, el coronel que había encabezado la deserción en Bayona, había enviado cartas al oficial al mando del RI en Barcelona, incitándolo a seguir su ejemplo.
El coronel Meder del RI-1 de Nassau entregó la carta a Suchet, pero que todos los alemanes no eran de la misma forma de pensar, que quedó demostrada por el hecho de que muchos de ellos desertaron a los puestos de avanzada de Clinton el 1 de diciembre. Este desarme privó a Suchet de unos 2.500 soldados veteranos, pero no fue un golpe a la fuerza del ejército catalán tan duro como la orden de separar un cuadro de 120 hombres de cada uno de sus RIs para formar el núcleo para la organización de una nueva DI en Montpellier y otra en Nimes. Soult había recibido órdenes similares con fecha del 16 de noviembre y estaba igualmente descontento.
Al igual que Soult, Suchet fue finalmente defraudado por el Emperador; ya que la DI de reserva formada en Nimes fue enviada para unirse al ejército de Augereau en Lyon, mientras que la DI de Montpellier, nunca estuvo del todo completa, se utilizó para formar guarniciones para Perpignan, Montlouis, y otras fortalezas de la frontera oriental pirenaica. La formación de las 2 Ds de reserva no le dio a Suchet un solo hombre extra para su fuerza de campo, en los últimos meses de la guerra.
Además, el ejército catalán fue reducido al mismo tiempo por un reclutamiento de 800 soldados veteranos para reforzar a la Guardia Imperial. Sin embargo, esas diversas deducciones de la fuerza de Suchet, que ascendían al menos a 6.000 hombres, eran una nimiedad comparadas con la espantosa requisa que estaba a punto de hacerle en enero.
Pero la quietud del mariscal en las últimas semanas del año 1813 se debió no tanto a la disminución del número de su ejército como a las negociaciones que siguieron al abortado Tratado de Valençay. Napoleón había iniciado su absurdo plan, para producir una ruptura entre España e Inglaterra con la liberación de Fernando VII, ya el 18 de noviembre, y que el 10 de diciembre el Rey había dado su aceptación de los términos del Emperador, sin ninguna intención de cumplir su palabra. Al día siguiente, el duque de San Carlos había sido enviado al cuartel general de Suchet con una copia del tratado; y se ordenó al mariscal que la enviara bajo bandera de tregua a los puestos avanzados del general Copons, que se sabía que no era amigo de la Regencia o las Cortes.
Copons recibió al duque y lo envió a Madrid, adonde llegó el 4 de enero, para encontrar el Tratado repudiado y ser destituido en desgracia. Copons no envió noticias del paso del duque de San Carlos a través de sus líneas a Wellington, y esto hizo que este último abrigara algunas sospechas de que el general actuaba a traición y favorecía una paz secreta entre Francia y España.
Toda la conducta posterior de Copons demostró suficientemente que no era amigo de Francia y que estaba dispuesto a engañar a Suchet lo mejor que pudiera. Es probable que San Carlos le revelara las intenciones secretas de Fernando: su determinación de salir de Francia haciendo las promesas que se le exigían y luego repudiar esas promesas en el momento en que se encontraba entre su propia gente. Pero el general británico no podía saberlo.
Wellington, sin embargo, sospechaba que Copons y Elio pudieran verse tentados a recomprar al Rey permitiendo que las guarniciones francesas se fueran, lo que sería conveniente para ellos y un gran alivio para las provincias de Valencia y Cataluña. Por lo tanto, les repitió en enero una advertencia que ya había enviado algún tiempo antes: que no se hiciera capitulación con ninguna guarnición francesa, salvo en las condiciones de que las tropas se rindieran como prisioneros de guerra.
Tenía la firme opinión de que la fuerza bloqueada sería más útil para Suchet que la correspondiente fuerza bloqueadora para la causa de España. Sin embargo, todas estas sospechas se desvanecieron cuando las Cortes publicaron su drástico repudio al tratado; y cuando Copons, a principios de febrero, jugó con los franceses la inescrupulosa trampa de la falsificada IV Convención de Tarrasa, que llevó a la captura de las guarniciones de Lérida, Monzón y Mequinenza, y podría también haber involucrado en la trampa a Tortosa.
La posición de Soult en enero estaba influenciada por la idea absurdamente optimista de Napoleón de que los españoles estarían tan completamente dominados por el deseo de recuperar a su Rey, que aceptarían de inmediato el Tratado de Valençay, retirarían las DIs de Freire y Mina de Francia, deseaba que las tropas británicas evacuasen España, y permitieran que las numerosas guarniciones del Este, desde Denia hasta Tortosa, se unieran al ejército de Suchet, que luego ascendería a una fuerza de campaña de 43.000 hombres. Cuando se retirase de Cataluña tal ejército, podría cambiar el rumbo de la guerra en el este de Francia o, si se le enviaba a unirse a Soult, podría hacer que la posición de Wellington fuera peligrosa. Porque cuando se vieron privados de sus auxiliares españoles, los anglo-portugueses no tenían más de 63.000 hombres en total, y habrían sido superados en número terriblemente si Soult fuera reforzado por todo el ejército de Cataluña.
Pero el proyecto real de Napoleón, no era atacar Wellington, sino llevar a la mayor parte de los ejércitos de Soult y Suchet hacia el norte y el este, dejando solo una pantalla frente a los anglo-portugueses. Había llegado a la conclusión de que el gobierno británico probablemente retiraría el ejército entonces en el Nive y el Adour y lo enviaría a Holanda, en lugar de seguir una política activa en el sur de Francia después de la pérdida de la base española. Las órdenes enviadas a Suchet en diciembre y en enero presuponían el éxito total del Tratado de Valençay y la retirada de España de la guerra.
El 4 de enero, el mariscal recibió un elaborado plan de la oficina de guerra de París. Le advertían que se preparara para retirar su ejército de España y que estuviera listo para evacuar fortaleza tras fortaleza y región tras región sucesivamente, ya que cada una de las guarniciones bloqueadas serían puestas en libertad y se unirían a él. El 10 de enero, llegó una orden definitiva. Suchet concentraría toda su caballería y artillería a caballo al pie de los Pirineos, y en el momento en que llegara la noticia de la ratificación del Tratado de Valençay, enviar esa fuerza y la mitad de la infantería de su ejército de campaña por el camino a Lyon. Estos preparativos iban a hacerse, incluso si las negociaciones en Madrid fracasaban. El mariscal se disponía a ponerse en marcha con la otra mitad de su infantería, en el momento en que llegara desde la capital española la noticia de la ratificación del Tratado. Es de suponer que el Emperador imaginó que los anglo-sicilianos de Clinton serían evacuados por mar en el momento en que España se retirara de la guerra.
Suchet respondió que no había nada que deseara más que llevar de vuelta a todo el ejército de Cataluña al servicio del Emperador. Sugirió que podría marchar con 25.000 hombres a Francia, si se le permitía evacuar la ciudad de Barcelona y dejar 2.500 hombres solo en su ciudadela de Montjuich. Todo el resto de Cataluña lo abandonaría, dejando solamente una guarnición de 2.000 hombres en Figueras; esta fortaleza y Montjuich deberían ser entregadas a los españoles en el momento en que las guarniciones de Tortosa, Lérida, Sagunto, etc., llegaran a la frontera.
Sugirió que podría tener un buen efecto en las Cortes y la Regencia, y acelerar la conclusión de los asuntos, si el rey Fernando bajaba a Barcelona. “Se verían obligados a reconocerlo y a poner su poder en manos del príncipe en cuyo nombre han gobernado durante tanto tiempo. El pueblo de España está tan impregnado de un sincero deseo de paz, y el ejército compartía el sentimiento, que esta medida derrotaría todas las intrigas inglesas para la continuación de la guerra”.
El Mariscal se sintió amargamente decepcionado cuando recibió, pocos días después de escribir esa carta; un despacho de Clarke con fecha del 14 de enero informándole que las cosas se habían vuelto tan desesperadas en Francia, que debía enviar inmediatamente dos tercios de su caballería y una división de 8.000 o 10.000 de infantería, aunque no se hubieran recibido noticias de la ratificación del Tratado.
Esta fue la orden que quitó a Soult los dragones de Treilhard y las DIs de Boyer y Leval. Pero no le dieron permiso para abandonar Barcelona, que requería una guarnición de 7.500 hombres. El mariscal obedeció y envió el 1 de febrero una división compuesta de 6 RIs al mando del general Pannetier, y 3 de sus 5 regimientos de caballería, 2.132 jinetes y 8.051 infantes. Esto redujo la fuerza de su ejército de campaña a menos de 18.000 hombres, incluidos todos los desperdigados por el norte de Cataluña. Pero lo peor fue que se vio obligado a abandonar su posición en las afueras de Barcelona, y dejar esa gran ciudad, con su enorme guarnición, para ser investida por Copons y los anglo-sicilianos. Porque, descontadas las tropas del norte y la guarnición inamovible de Barcelona, solo le quedaban 7.000 u 8.000 hombres en el Llobregat, para mantener la antigua línea que mantenía desde octubre.
Combate de la línea del Llobregat (16 de enero de 1814)
Suchet se retiró de mala gana a Gerona, después de poner a Habert al mando en Barcelona, con provisiones para un año. En Gerona y sus alrededores reconcentró el ejército de campaña que pudo, añadiendo a las tropas que había traído del Llobregat las que encontró disponibles en el norte, principalmente la DI de Maximilien Lamarque.
Antes de hacer esa retirada, Suchet había tenido plena conciencia de que el Tratado de Valençay no estaba funcionando y de que el ejército español de Cataluña no se había convertido en una fuerza amistosa ni siquiera neutral. Pues el 16 de enero, justo cuando se disponía a confeccionar el primer esbozo de los regimientos que se enviarían hacia el norte, sus líneas a lo largo del Llobregat fueron atacadas por los anglo-sicilianos y el Primer ejército de Copons. Afortunadamente para él, las tropas preparadas para ser retiradas no se habían movido de sus posiciones. Clinton había recibido informes que exageraban la reducción del ejército de Suchet, los desertores solo le habían informado del desarme de los alemanes, junto con el envío de los cuadros para los nuevos BIs a Francia y la deducción de hombres para la Guardia Imperial.
Subestimando la fuerza aún en posición frente a él, ofreció a Copons atacar frontalmente el extremo mar adentro de las líneas de Suchet, a cada lado de la cabeza de puente de Molins de Rey, si los españoles se manifestarían contra las líneas de comunicación entre Barcelona y Gerona. Copons respondió que si aceptaba el papel que se le había asignado, podría verse abrumado por todo el ejército francés que marchaba de Barcelona en retirada. En cambio, sugirió que mientras Clinton debería atacar las posiciones sobre Molins de Rey, enviaría 2 BRIs al mando de Mansó para tomar esas líneas en el flanco y la retaguardia, en el mismo momento en que los anglo-sicilianos aparecieran frente a ellos. Clinton consintió, señalando, sin embargo, que Mansó tendría que hacer una marcha de flanqueo muy larga, y que debía comenzar temprano, para ser puntual en la mañana del día elegido, el 16 de enero.
La combinación fracasó, como suele ocurrir con las operaciones de fuerzas que vienen de bases alejadas. Clinton se acercó debidamente a las posiciones francesas al amanecer del 16 de enero, con los españoles de Sarsfield en primera línea y las BRIs británicas en reserva. Se pretendía que la operación tuviera el carácter de sorpresa, pero el golpe solo se produciría cuando se tuviera la certeza de que habían llegado las tropas de Mansó. Después de esperar tres horas, la línea de avanzada de Clinton entró en combate con los puestos franceses frente a ellos, y el general, al ver que lo habían descubierto, ordenó un ataque en toda la línea.
Los franceses se retiraron y los BIs de Sarsfield vadearon el río en varios puntos en su persecución. Justo en ese momento se empezó a oír la mosquetería de las BRIs de Manso en el flanco francés, y Mesclop, cuyas tropas habían estado a cargo de este tramo de la línea francesa, retrocedieron apresuradamente a los pueblos de San Julián y San Justo cerca de Barcelona. Allí fueron reforzados por todo el ejército de Suchet, que había sido advertido temprano de la presencia de Clinton, y llegó desde muchos acantonamientos, ofreciendo batalla. Clinton rechazó el enfrentamiento y se retiró. La llegada tardía de Mansó había arruinado la sorpresa, no se podía culpar a ese oficial, considerando la dificultad de una marcha nocturna a mediados de invierno por malos caminos.
Esta acción fue la última operación emprendida por el ejército anglo-siciliano. No se habían involucrado tropas británicas en él, salvo una batería de artillería, ya que todos los combates habían sido realizados por la DI-3/2 de Sarsfield. Las pérdidas fueron insignificantes, Clinton informó solo 64 bajas. Mesclop tenía más cerca de 200. La única importancia del combate fue que mostró a Suchet que, por muy devoto que pudiera ser al rey Fernando, el general Copons, no iba a traicionar la causa de España por los intereses personales de su monarca. Que estaba, en efecto, dispuesto a emplear todos los medios para perjudicar a los franceses, quedaría suficientemente probado durante el mes siguiente, por la ingeniosa traición de la que fueron víctimas los gobernadores de Lérida, Mequinenza y Monzón.
Bloqueo de Barcelona
Mientras tanto Suchet, abandonando Barcelona, había dejado a su suerte a Tortosa y las otras fortalezas bloqueadas, se había concentrado en Gerona y había reorganizado su mermado ejército, convocando algunas columnas volantes y evacuando algunos pequeños puestos. Formó 2 DIs al mando de Lamarque y Beurmann, y una BRI de reserva. La cifra de 15.000 efectivos que disponía, no incluía las guarniciones de Figueras, Puigcerda y otras fortalezas del norte de Cataluña. En total, el mariscal tenía todavía 25.000 efectivos a sus órdenes, incluso después de enviar la columna de Pannetier a Lyon y dejar atrás la guarnición de Barcelona. Como era de prever, Copons y Clinton procedieron a cerrar los alrededores de esa gran ciudad y la bloquearon a distancia y con cautela. Como Habert tenía 9.000 de guarnición y abundantes provisiones y los aliados no tenían un tren de asedio, no era probable que ocurriera un ataque a Barcelona.
Van Halen y la retoma de Lérida, Monzón y Mequinenza
El gran acontecimiento de febrero en Cataluña no fue un enfrentamiento armado, sino el asombroso y parcialmente exitoso complot del traidor Juan Van Halen para engañar a las guarniciones periféricas de Suchet. Este personaje, un flamenco de nacimiento, fue alférez de navío de la real Armada Española, abrazó en los primeros meses de 1808 la causa de la Independencia, hasta que, hecho prisionero en el Ferrol en 1809. Cambió de bando y se pasó a la causa francesa, sirviendo durante 4 años en el EM de la DI juramentada del ejército del Centro, y fue una de las numerosas personas que quedaron a la deriva después de la batalla de Vitoria. Marchó a París en busca de un nuevo puesto, encontró en el ministerio de guerra escaso de oficiales entrenados, y consiguió sin mucha dificultad un traslado al ejército de Cataluña, al que se incorporó el 1 de noviembre de 1813.
Suchet lo colocó en su EM y sirvió durante más de dos meses con toda apariencia de celo y eficiencia. Típico aventurero militar cosmopolita, sin sentimiento nacional ni lealtad personal, se había puesto en servicio en Cataluña con el mero propósito de abandonar con provecho una causa perdida. Tan pronto como se dispuso a trabajar en el cuartel general de Suchet, abrió comunicaciones secretas con el barón Eroles, al mando de la DI-1 del ejército de Copons. Los esquemas de traición habían sido comunes en esa región, como atestigua la traición de Figueras en abril de 1811 y el intento fallido de entrar en Barcelona con la connivencia de un oficial francés supuestamente amigo el 2 de enero anterior. Pero esto fue en una escala mayor: Van Halen propuso emitir órdenes falsificadas con el nombre y el sello de Suchet a los gobernadores de todas las guarniciones francesas periféricas, pidiéndoles que evacuaran sus fortalezas.
Las negociaciones que siguieron al Tratado de Valençay se conocían entonces en todas partes, y el plan de Van Halen era informar a los gobernadores de Tortosa, Lérida, Mequinenza y Monzón que habían tenido éxito en una convención imaginaria firmada en Tarrasa el 30 de enero entre Suchet y Copons. Los gobernadores abandonarían sus fortalezas con todos los honores de la guerra, con sus armas, bagajes y cañones de campaña, y marcharían a Barcelona, donde se unirían al mariscal y regresarían con su ejército a Francia, habiendo concluido la paz con España.
Al día siguiente del combate de la línea del Llobregat, 17 de enero de 1814, Van Halen se acercó al campamento de Eroles, llevando consigo un sello del EM, la clave del cifrado militar y una cantidad de papel en blanco con títulos oficiales. Al parecer, trató de señalar su evasión mediante un acto de traición muy mezquino. En los puestos avanzados franceses anunció que lo enviaban a las líneas españolas como parlamentario y pidió una escolta de caballería. Una vez concedido esto, condujo a los soldados a un desfiladero muy al frente y les ordenó que lo esperaran allí. El oficial de la escolta, que no le gustaba la posición y vio rastros de españoles por todas partes, se retiró repentinamente sin esperar mucho; de lo contrario, lo habrían rodeado y capturado. Van Halen entregó al trompetista y al abanderado que lo habían acompañado como prisioneros a Eroles.
Con la ayuda activa de Eroles y con el pleno conocimiento de Copons, quien envió un mensaje a Wellington de que tenía entre manos un plan para capturar cuatro guarniciones francesas, Van Halen elaboró su ingenioso plan. Su primer intento fue en Tortosa. Envió, por medio de un supuesto espía, una carta en clave oficial, en el sentido de que las negociaciones de paz estaban casi terminadas y que en unos días el general Robert podía esperar órdenes de evacuar su fortaleza y marchar sobre Barcelona con toda su división y su artillería. A esto le siguió unos días después la llegada de un parlamentario del general Sanz, al mando de las 2 DIs de Elio que entonces se encontraba delante de Tortosa, con una carta en la que pedía que Robert estuviera listo para cederle el lugar cuando llegaran las órdenes de evacuación de Suchet.
Era un hecho sospechoso, como explicó después, por unos curiosos giros de expresión en la carta cifrada, el gobernador preparó una respuesta a la misma, también cifrada, que entregó a un emisario de confianza, a quien le ordenaron hacerse capturar por los puestos avanzados españoles y no ir a Barcelona. El truco tuvo éxito, las respuestas que llegaron a esa carta, diciendo que la convención había sido firmada y que Van Halen llevaba una copia y la orden de marcha de la guarnición.
Estas falsificaciones estaban bien hechas, en papel oficial y con una letra muy parecida a la de Deschallard y Suchet. Pero Robert sabía que no podían ser genuinas. Van Halen llegó el 5 de febrero, acompañado por tres ordenanzas con uniformes franceses, y envió al gobernador un documento de apariencia engañosa en 20 cláusulas, que pretendía ser la Convención de Tarrasa, con la carta de presentación del mariscal ordenando la evacuación inmediata. El gobernador lo invitó a entrar en el pueblo, y también notificó al general Sanz que una de las puertas debía ser entregada a un BI español, como prenda del cumplimiento de la Convención. Pero Van Halen, perdiendo los nervios o sospechando que lo habían descubierto, dio excusas frívolas para no entrar en Tortosa, y Sanz no envió un BI para hacerse cargo de la puerta. Y así, el complot fracasó: Van Halen escapó de una ejecución militar y Sanz de la destrucción de uno de sus BIs por fuego de artillería concentrado desde las murallas.
Esta es la versión de Robert de la historia; por lo tanto, parece que la afirmación de Napier de que el plan fue arruinado por la llegada inoportuna de un despacho real de Suchet el 4 de febrero; diciendo que cualquier cosa aludiendo a la Convención de Tarrasa, no era cierta.
Van Halen y Eroles luego transfirieron sus energías a Lérida, donde (a pesar de las dudas de Wellington sobre la credulidad de los generales franceses) tuvieron un éxito total. La preparación preliminar se hizo primero el 9 de febrero, cuando un falso mensajero llevó al general Isidore Lamarque, que estaba al mando allí, un despacho cifrado muy plausible; diciendo que Suchet y todo su ejército estaban en marcha para llevarse la guarnición, preparándose para una retirada a Francia, posible gracias a las negociaciones con los generales españoles y la inminente consumación de la paz. Supuestamente estaba firmado por Saint-Clair Nugues, el jefe del EM de Suchet. El 12 de febrero se presentó el barón Eroles ante Lérida y se entrevistó bajo bandera de tregua con Lamarque, e informó al gobernador que se había concluido una convención, con un armisticio de 12 días, durante la cual todas las guarniciones francesas periféricas podrían replegarse sin ser molestadas a Barcelona.
El 13 de febrero, Lamarque convocó a sus oficiales superiores y les presentó una carta que supuestamente estaba firmada por el mayor Deschallard, el mismo oficial cuyo nombre y firma habían sido falsificados en Tortosa, que iba acompañada de una copia de la Convención de Tarrasa. Algunos de los oficiales presentes expresaron dudas sobre la autenticidad de la carta de Deschallard, de la cual algunos párrafos se parecían más al castellano traducido al francés que a la fraseología de un francés educado. Preguntaron al gobernador si había visto al oficial francés que había traído la copia de la convención a Eroles, y por qué no estaba presente ese ayudante de campo de Suchet. Lamarque, un veterano de las campañas de Egipto y Austerlitz, aparentemente estaba molesto por las críticas. Respondió que había visto a ese oficial, Van Halen, por supuesto, y que la razón por la que no había entrado en Lérida era que ese oficial se apresuraba para entregar otro ejemplar de la Convención al gobernador de la vecina fortaleza de Mequinenza.
El 14 de febrero, la guarnición de 1.800 efectivos partió con sus bagajes, y un día después se le unió el BI de Mequinenza. Allí el gobernador, el general Bourgeois, había sido engañado por completo por la declaración de Van Halen de que Lérida ya estaba siendo evacuada. Comprobado el hecho, se había puesto en marcha para unirse a la columna de Lamarque y la había alcanzado cerca de Cervera en la carretera de Barcelona. Los franceses marchaban precedidos y seguidos por tropas catalanas. Eroles explicó que eso era necesario, ya que los miqueletes rebeldes de las montañas cortarían a todos los rezagados y atacarían a los destacamentos, a menos que vieran una escolta española.
El 16 de febrero, Lamarque llegó a Igualada, el 17 a Esparraguera, a solo 40 km de Barcelona. El 18 corrió, cerca de Martorel, a los puestos de avanzada británicos del ejército de Clinton. Eroles lo había conducido al centro de los acantonamientos de los anglo-sicilianos. El oficial que dirigía la vanguardia francesa informó al capitán que comandaba el piquete inglés que la columna tenía paso libre a Barcelona, en virtud de la Convención de Tarrasa. Le dijeron que los ingleses nunca habían oído hablar de tal convención y que no podía continuar. Se acercaron oficiales superiores de ambos bandos, Lamarque exhibió su copia de la Convención, pero el representante de Clinton negó tener conocimiento de la misma y remitió al general francés a Copons, una BRI inglesa se detuvo al otro lado de la carretera y le negó todo paso.
Entonces se acercó un ayudante de campo español e invitó a Lamarque a visitar a su general que estaba cerca y le explicaría todo el asunto. Mientras iba de camino, las colinas de ambos lados y de la retaguardia fueron repentinamente coronadas por tropas catalanas, Eroles se había acercado y la BRI de Manso también. Copons fue encontrado esperando junto a la carretera; mientras Lamarque estaba todavía a cierta distancia, gritó al general francés que él y sus tropas eran prisioneros y que habían sido engañados por una falsificación y una artimaña de guerra. El infortunado gobernador estalló en un lenguaje amargo sobre la traición y el deshonor, a lo que Copons respondió que los franceses se habían apoderado de Barcelona y Pamplona en 1808 con repugnantes exhibiciones de traición y deshonra, y que se les pagaba con su propia moneda.
Copons prometió a los generales franceses que sus tropas, al deponer las armas y esperar hasta que fueran cambiadas por un número equivalente de prisioneros españoles, se les permitiría regresar a Francia. Pero retiró sus primeras condiciones con el pretexto de que los franceses habían escondido en sus filas a varios afrancesados a los que deseaba arrestar, y no habían entregado todos sus caballos y bagajes. Pero permitió que los civiles franceses y las mujeres y niños que acompañaban a la columna fueran enviados a Barcelona.
Entre las víctimas menores de Van Halen se encontraba la guarnición francesa de Monzón. Eran un puñado, sosteniendo una vieja ciudadela en una roca sobre el río Cinca contra los ataques poco científicos de los hombres de Duran. Solo 4 oficiales y 95 hombres, reducidos en febrero a solo 47 capaces de portar armas, habían resistido durante casi 8 meses, frustrando muchos intentos de reducirlos mediante la minería y la escalada.
El héroe de la defensa había sido un suboficial de ingenieros, llamado Saint-Jacques. Von Halen ofreció al capitán al mando de los restos de la guarnición permiso gratuito para enviar un oficial a Lérida, a fin de verificar su declaración de que Lamarque ya había evacuado el lugar en virtud de la Convención de Tarrasa. Esto se hizo, y la guarnición marchó en estado, con un tambor solitario al frente y arrastrando un cañón de campaña detrás. Al llegar a Lérida se encontraron rodeados por un batallón español, les dijeron que se consideraran prisioneros de guerra y los enviaron a unirse a los hombres de Lamarque.
La carrera posterior de Van Halen es curiosa. Recibido en el ejército español, mostró su talento para la conspiración en cada giro posible de la política. Por razones que él mismo conocía, se convirtió en liberal e intrigó contra el gobierno autocrático de Fernando a la primera oportunidad. Implicado en el fallido levantamiento de Porlier en 1815, fue arrojado a las mazmorras de la Inquisición, pero escapó, y consiguiendo de alguna manera una comisión en el ejército ruso luchó en el Cáucaso en 1819-20. Cuando los liberales bajo Riego y Quiroga derrocaron el absolutismo en 1820, regresó a España, y sirvió en 1823 en el EM de Mina, cuando el gran guerrillero intentó en vano defender los Pirineos contra el ejército del duque de Angulema. Tras el triunfo de la Reacción y los absolutistas, Van Halen huyó, primero a Estados Unidos y luego a Bélgica. Allí fue encontrado en 1830 como uno de los líderes de la mafia insurreccional que expulsó a los holandeses de Bruselas.
Por un momento fue un general belga, pero fue depuesto al poco tiempo bajo la acusación de intrigar en secreto con el partido de Orange. Se supo de él en 1835, una vez más en España: al estallar la Guerra Carlista, puso su espada algo empañada a disposición de la reina Cristina. Durante esa contienda civil, y la lucha entre la Reina y Espartero que siguió, Van Halen sufrió todo tipo de vicisitudes, al menos una vez estuvo en prisión por traidor, en otra época fue capitán-general de Cataluña y bombardeó Barcelona. Finalmente, fue perseguido fuera de España en la caída de Espartero en 1843, y vivió largos años en el exilio, regresando solo en 1851, en una amnistía general, para terminar en el ostracismo.
Es asombroso que viviera tantos años turbulentos para morir en su cama, cuando tantos hombres mejores enfrentaron un pelotón de fusilamiento, o murieron por una mano asesina, como Porlier y Elio, Carlos de España y Lacy.
Regreso del rey Fernando VII a Madrid
A finales de marzo, Fernando VII fue liberado tardíamente, se acercó a la frontera y quedó bajo el cuidado del comandante de los ejércitos de Aragón y Cataluña, entonces era un hombre muy acosado, que veía la ruina inminente y tenía pocas esperanzas de ser capaz de evitarlo.
Después de que Copons hubiera mostrado su verdadera mentalidad sobre el asunto de la guarnición de Lérida, es extraño que Suchet hubiera creído que se podía ganar algo con las negociaciones con él o apelando a su lealtad a Fernando VII. Pero el mariscal estaba dispuesto a conceder una importancia muy infundada a la firma del Rey adjunta al Tratado de Valençay y a su intención de llevar a cabo sus disposiciones. Si hubiera sabido que, en sus instrucciones secretas a San Carlos, que Fernando había manifestado su intención de repudiar todo el acuerdo para obtener su libertad, sin duda su acción habría sido diferente.
El 13 de febrero, Suchet conocía el fracaso de la misión de San Carlos en Madrid, pero aún sostenía que era posible, que si Fernando bajaba a la frontera y se mostraba a los españoles de cerca, se podía hacer el trato de cambiar su persona por las guarniciones de las fortalezas (incluida Barcelona). La idea de realizar este desesperado experimento era compartido por el propio Napoleón, que encontró tiempo para escribir, durante su retirada tras la derrota de La Rothiere, una nota apresurada a su ministro de Guerra: “Dale carta blanca al mariscal: puede demoler Barcelona o quedárselo como mejor le convenga. En cuanto al rey Fernando, no escuchamos más de lo que ha sucedido con el tratado. Al parecer, San Carlos está detenido en algún lugar. Siendo las cosas así, si el rey Fernando quiere ir a Barcelona, déjelo ir de incógnito. Le entregaríamos las fortalezas a cambio de la recuperación de sus guarniciones”.
La recepción de estas órdenes, transmitidas por Clarke, fue muy irritante para Suchet, pues ya había abandonado Barcelona, por lo que no podía enviar allí al Rey. Si le hubieran dado la carta blanca unas semanas antes, podría haber llevado a Fernando a la ciudad y haber hecho una buena demostración de su fuerza para impresionar a los generales españoles. Si se hubieran negado a negociar, podría haber evacuado Barcelona y haber concentrado una fuerza muy respetable de 23.000 hombres en Gerona. Ninguna de las dos opciones era posible entonces, y había delatado su debilidad al retirarse al norte.
Emperador había resuelto enviar a Fernando a Cataluña y probar el arriesgado experimento de confiar en su buena voluntad y la observancia del tratado, se permitió que las cosas se prolongaran con gran lentitud. Fernando solo recibió su pasaporte para salir de Valençay, con su hermano y su tío, el 1 de marzo, y no partió hasta el 13 de marzo.
Llegó a Perpiñán y se puso a disposición de Suchet el 21 de marzo. Antes de permitirle cruzar las líneas francesas, el mariscal le exigió una promesa escrita de que enviaría de inmediato las guarniciones cautivas de Lérida y Mequinenza y permitiría que las de Barcelona se unieran al ejército francés. El Rey firmó el documento con alegre facilidad, sin intención alguna de observar sus condiciones, y atravesó la vía de la Gripe en presencia de una DI del ejército de Copones dispuesta al otro lado y una multitud de campesinos vítores, el 24 de marzo.
Suchet lo había acompañado hasta la orilla del agua, y la despedida fue ceremoniosa y hasta cordial. Dos días después, el Mariscal envió al hermano del rey, don Carlos, a unirse a él. Por un momento había contemplado tomar al príncipe como rehén para la entrega de las guarniciones, pero abandonó la idea; en parte porque implicaba una duda sobre la buena fe del Rey, pero más porque pensó que cuando Fernando hubiera sido liberado, los españoles darían poca importancia al paradero de su hermano.
El estado de Suchet en ese momento era de lo más desolado. Porque había recibido órdenes de París de enviar una segunda DI de su mermado ejército a Lyon, pasara lo que pasara con Fernando y las fortalezas. El 1 de marzo, el ministro de Guerra le había escrito: “Las órdenes del emperador son que, al recibir este despacho, envíe una segunda columna de 10.000 soldados de infantería en dirección a Lyon. Sé que con la partida de estas tropas la frontera de los Pirineos Orientales quedará expuesta, pero el Emperador no dice nada al respecto; su silencio les mostrará que sostiene que, cuando el corazón del imperio está amenazado, no se debe dudar sobre el abandono momentáneo de las partes periféricas. La situación general es tal que se le deja realizar por sí mismo cualquier tipo de operación que desee. Si, reuniendo todo lo que queda de su ejército y obteniendo la ayuda que pueda de los departamentos fronterizos, puede mantener ocupado al enemigo en su frente durante un tiempo, habrá hecho todo lo que Su Majestad espera de usted”.
Suchet obedeció y el 7 de marzo la DI de Beurmann de 9.661 efectivos (12 BIs de los RIs 79, 102, 115, 116; y el RIL- 32, con 2 Bías) marchó hacia Perpiñán, Narbona y Lyon, a donde no llegaron.
Este movimiento requería el abandono de todas las fortalezas catalanas excepto Figueras, que Suchet consideró absolutamente necesario para la protección de la frontera. Gerona, Puigcerda, Rosas y una docena de puestos más pequeños fueron evacuados, luego de que sus muros fueran volados. Con estas evacuaciones una vez más logró reunir un ejército de campaña de 14.000 hombres frente a Figueras. Y en ese momento todavía estaban encerrados 13.000 hombres en Barcelona, Tortosa, Sagunto, etc., en cumplimiento de la política fatal que había prevalecido desde el otoño anterior. El rey Fernando y Copons eran plenamente conscientes de estos hechos y comprendían bien que Suchet no tenía poder para vengarse de los juramentos quebrantados.
Una vez libre, Fernando relegó al olvido sus obligaciones en virtud del Tratado de Valençay y se dedicó al problema más interesante de recuperar la autoridad política de manos de la Regencia y las Cortes. Había hecho sus arreglos con Copons, por medio de San Carlos, mucho antes de cruzar la frontera. El comandante del Primer ejército debía, según el decreto de las Cortes, haber obligado al Rey a prestar juramento a la Constitución inmediatamente a su llegada, y luego haberlo remitido a Madrid por el itinerario, vía Tarragona y Valencia, prescrito en ese documento bastante imprudente.
No hizo ninguna de las dos: Fernando atravesó las localidades catalanas en procesión triunfal y luego se desvió hacia Zaragoza, invitado por José Palafox, que acudió a saludarlo a la cabeza de una diputación aragonesa. Esa visita se hizo en parte para felicitar a los zaragozanos por sus espléndidas hazañas de 1808, en parte para complacer a Palafox, quien, después de 6 años en un calabozo francés, fue recibido con entusiasmo por sus antiguos seguidores. Pero su objetivo principal era poner a prueba el temperamento de una gran fuerza militar allí reunida: toda la caballería del Segundo y Tercer ejércitos, y la DI últimamente involucrada en los asedios de Lérida y Mequinenza. Para gran satisfacción del rey, no se descubrieron signos de liberalismo. Todos los oficiales del Segundo ejército, desde su comandante Elio para abajo, eran serviles declarados.
Un incidente típico de la época se registra en las memorias de Samford Whittingham, cuya caballería estaba en Zaragoza y proporcionó la escolta para el carruaje real, se trataba de un landó (landau) construido por los ingleses.
Fernando llegó a Valencia el 16 de abril y encontró allí al general Elio apoyado por la mayor parte de las DIs que habían estado sitiando Sagunto y Peñíscola, que había concentrado para sus propios fines. Al día siguiente de la llegada del rey, el capitán-general llevó a cabo el primero de una larga serie de pronunciamientos militares que tan lamentable registro tiene la historia de España. Llegó al palacio, llevando consigo su personal y muchos más oficiales. Después de presentárselos a Fernando, gritó en voz alta: “Señores, ¿juran mantener al Rey en la plenitud de todos sus derechos?” Y cuando cesaron los gritos de “Juramos”, pidió al Rey que ejerciera su soberanía absoluta en Valencia, y que declarara nulos y sin efecto todos los decretos de las Cortes.
Luego, entregando la batuta de su cargo de capitán-general a Fernando, le pidió que se llevara la autoridad militar y el poder de castigar a los enemigos de la Corona, el Ejército y la Iglesia. Desde esa noche el Rey actuó como un monarca absoluto, trató con gran frialdad a su primo el cardenal Borbón, cabeza de la Regencia, que había acudido a Valencia para saludarlo y recibir su juramento a la Constitución. Se recomendó al viejo prelado que se retirara a su palacio arzobispal de Toledo. Lujando, ministro de asuntos exteriores, que había acompañado al cardenal, recibió instrucciones de irse a Cartagena, donde había estado a cargo del astillero.
Cuando Fernando partió hacia Madrid y fue recibido cerca de Ciudad Real por una diputación complementaria de las Cortes, se negó a recibirlos, representaban un organismo cuya vigencia no reconocía. Cuando las noticias de estos incidentes llegaron a Madrid sucesivamente, la Regencia y la mayoría liberal en las Cortes sufrieron progresivos espasmos de consternación, pero se sintieron impotentes.
No tenían tropas a su disposición, y la población de Madrid no mostraba más sentimiento que alegría ante la llegada del Rey Deseado, absoluto o no. En los ejércitos más remotos había varios generales, nombrados por el partido Liberal, que podían simpatizar con las Cortes, pero estaban lejos y rodeados de subordinados que eran serviles resueltos y dispuestos a deponer a sus jefes si era necesario. Tales eran Freire y el príncipe de Anglona, al mando del Cuarto y del Tercer ejército, Porlier, y Lacy, capitán-general de Galicia y jefe del ejército de Reserva de esa provincia. Pero el gran guerrillero Mina fue probablemente el único comandante liberal que podría haber hecho que sus hombres lo siguieran, si se hubiera declarado en contra del Rey. Se dice que Enrique O’Donnell, que había retomado su mando de la reserva de Andalucía, entonces en el Nive; delegó a uno de sus ayudantes de campo para que fuera a Madrid con dos cartas alternativas, una felicitando a las Cortes por la toma de juramento a Fernando, y la otra felicitando a Fernando por haberse deshecho de las Cortes, esta última fue en realidad la entregada.
Aunque la llegada del Rey era esperada con ansiedad por los políticos de Madrid, nadie previó la violencia con la que estaba a punto de acompañar su reanudación del poder. Mientras él mismo, escoltado por 5.000 soldados valencianos, se acercaba por la carretera principal, y la caballería de Whittingham procedente de Zaragoza se acercaba a la carretera de Aragón, se llevó a cabo un golpe de Estado tres días antes de su llegada. El general Eguía, nombrado capitán-general de Castilla la Nueva, entró en Madrid la noche del 10 al 11 de mayo, con un regimiento de caballería, y detuvo en sus propias camas a todos los dirigentes del partido liberal: los regentes Agar y Cisgar, y los diputados Argiielles, Martínez de la Rosa, Oliveros, Larrazábal, Calatrava y una veintena de otros.
Toreno, el historiador, escapó al recibir una alerta temprana. El presidente de las Cortes, Antonio Pérez, quien era personalmente servil, recibió una carta real en la que le informaba que los miembros debían retirarse a sus casas, ya que formaban parte de una concentración ilegal. No se encontró la menor resistencia en ningún sentido: la población se divirtió partiendo en pedazos la “Piedra de la Constitución” que se había erigido en la Plaza Mayor, y cuando Fernando hizo su entrada estatal el 18 de mayo fue recibido con una aclamación universal.
De esta manera cayeron la Regencia, las Cortes, la Constitución y el Partido Liberal. Fernando publicó a su llegada a la capital un decreto fechado el 4 de mayo y firmado en Valencia. Era un documento extenso que, comenzando con algunas declaraciones rencorosas, pero bien justificadas sobre la infamia de Napoleón y la traición de los afrancesados, pasó a declarar que las cosas habían vuelto al estado de 1808. La Constitución y toda la legislación de las Cortés era nula y sin valor. Pero el Rey no sería un tirano; de hecho, aborrecía el despotismo, y los reyes legítimos de España nunca habían sido realmente déspotas, aunque de vez en cuando habían sido culpables de abusos de poder. Tenía la intención de convocar a las antiguas y legítimas Cortes del reino, y establecer con sus consejos ordenanzas que hicieran a su pueblo contento y próspero, y así sucesivamente en innumerables párrafos.
Con estas palabras huecas la gente pareció por el momento satisfecha: se necesitarían 5 años de monstruoso desgobierno para agotar la merecida popularidad de Fernando y conducir a la reacción liberal de 1820, que envió a Elio al cadalso en la misma Valencia donde había emitió su pronunciamiento, y que obligó a Fernando a jurar la Constitución una y otra vez, con la vil y popular canción de ¡Tragala, perro!, ¡Trágala, perro!, zumbando en sus oídos.
Retirada de los franceses de Cataluña
El rey Fernando había vadeado el Fluviá el 24 de marzo. París cayó el 31 de marzo, la noticia de la abdicación de Napoleón llegó a Suchet el 13 de abril. Por lo tanto, aún quedaban 20 días de guerra cuando el mariscal hizo un balance de la situación y se dio cuenta al poco tiempo de que las promesas de Fernando sobre las guarniciones eran palabras vanas, que nunca pretendió cumplir. De las operaciones militares de importancia, ninguna tuvo lugar en la costa este en ese intervalo. Clinton se instaló en el bloqueo de Barcelona, ayudado con indiferencia por Copons, que estaba mucho más interesado en el próximo golpe de Estado de Fernando, y lo siguió hasta Zaragoza. El general inglés quería que el ejército catalán se hiciera cargo del bloqueo o empujara a Suchet, cuya fuerza sobreviviente estaba subestimada, sobre el río Fluvia y los Pirineos hacia Francia.
El 10 de marzo Clinton había recibido un despacho de Wellington, en el sentido de que, dado que la fuerza de Suchet se había reducido sustancialmente, los anglo-sicilianos ya no eran necesarios en Cataluña.
Se le ordenó dividir su cuerpo y marchar con 6 de sus BIs de la Legión británica y la KGL para unirse al ejército de su jefe en el Adour. Los sicilianos y algunas otras unidades podrían ser devueltos a William Bentinck, para ayudar en su invasión de Italia. Los españoles de Sarsfield y Whittingham podrían pasar a manos de Copons y Elio. Los 6 BIs destinados a Francia le habrían dado a Wellington el número suficiente para constituir una nueva DI para su propio ejército de campaña, si se les añadiera una BRI portuguesa independientes, y esto habría sido una ayuda muy útil. Las tropas eran todos veteranos con varios años de experiencia en España.
Clinton, sin embargo, se aventuró a plantear objeciones: hizo arreglos para la disolución del ejército, pero no las ejecutó. En dos largas cartas de marzo, insistió en que Copons había dejado solo una BRI española delante de Barcelona, incluso con la adición de las DIs de Sarsfield y Whittingham, una fuerza total de 10.000 hombres no sería lo suficientemente fuerte para sostener las inmensamente largas filas de inversión. El gobernador Habert, con sus 8.000 hombres, podría escapar, si así lo deseaba, por algún punto del escaso círculo.
Además, el ejército de Suchet en el Fluviá no era tan insignificante como se suponía, al llamar a las guarniciones había reunido al menos a 10.000 hombres y las tropas de Copons en las partes septentrionales del Principado, tenía solo 6.000 hombres, no podían hacer frente a semejante fuerza. Ese general escribió que no podía prescindir de otra BRI para fortalecer la línea de inversión de Barcelona, si los anglo-sicilianos partían. Entonces Clinton declaró que no debía moverse, a menos que se le enviaran órdenes perentorias, hasta que estuviera seguro de que a Suchet no le quedaban más de 5.000 hombres, o que más tropas españolas estuvieran listas para reforzar las DIs que quedaban delante de Barcelona.
Ninguna de estas contingencias ocurrió, y como Wellington no presionó por la disolución del ejército de Clinton, las cosas se calmaron en Cataluña. El único incidente había sido que Habert, ante un falso rumor de que los anglo-sicilianos se habían marchado, hizo una furiosa salida el 23 de febrero contra el frente de las líneas de inversión en poder de Sarsfield. No fue, al parecer, un intento de romperla, sino un experimento para ver si sería posible romperla en el futuro, si Suchet ordenaba la evacuación del Barcelona. Los hombres de Sarsfield lucharon bien y la salida fue rechazada con algunas pérdidas.
El 6 de abril Clinton recibió de Eroles, del lado de Gerona, la noticia perfectamente incorrecta de que Suchet había partido hacia Lyon con 3.000 hombres, y de que el resto del ejército de Cataluña cruzaba los Pirineos, con órdenes de incorporarse a Soult.
Por lo tanto, determinó que el estado de las cosas era tal que su promesa del 24 de marzo podía redimirse y que era seguro dividir el ejército y dirigir la marcha de su parte más eficiente para unirse a Wellington en el Garona. Las premisas sobre las que se llegó a esta conclusión eran falsas, pero no dio como resultado ningún daño particular. Una gran parte de la tropa ya se encontraba en marcha, algunas hacia Tarragona para embarcar, otras para Lérida, para incorporarse al ejército de Wellington pasando por Zaragoza y Tolosa, cuando Habert ejecutó una segunda salida, aún más violenta que la anterior, el 16 de abril. Se dirigió nuevamente contra el frente de Sarsfield y nuevamente falló: los franceses fueron rechazados con una pérdida de más de 300 hombres. Esta salida, por casualidad, fue totalmente sin propósito, como la salida similar de Thouvenot desde Bayona, ya que el 16 de abril Napoleón había abdicado y la guerra había terminado. Pero la noticia solo llegó a Barcelona dos días después de la segunda salida.
Suchet, después de la partida de la columna de Beurmann, permaneció durante las semanas restantes de la guerra con su fuerza de campaña concentrada en un frente corto cerca de Figueras con unos 14.000 hombres. Su mente estaba ocupada en parte por los temores sobre lo que podría suceder en su retaguardia, si Soult fuera conducido más allá de Tolosa por Wellington, en parte por planes, que nunca tomaron forma definitiva, para un intento desesperado por salvar las guarniciones de Barcelona y Tortosa.
El 31 de marzo recibió noticias falsas de los desertores alemanes de que Clinton ya se estaba marchando para unirse a Wellington, lo cual era completamente prematuro, y le sugirió a Habert que, si solo lo custodiaban españoles, podría escapar y unirse a la guarnición de Tortosa, que debería hacerlo. También tenía órdenes de salir adelante. Si pudieran unir a 12.000 hombres en la retaguardia de Copons, y los anglo-sicilianos se hubieran marchado, podrían abrirse paso en fuerza para unirse a él en el Fluviá. Probablemente, fue esa sugerencia la que provocó la salida de Habert del 16 de abril, que parece haber sido un intento de probar la precisión de la hipótesis del mariscal y ver si se podía hacer una ruptura en las líneas del ejército inversor alrededor de Barcelona.
La misma sugerencia había sido enviada a Robert en Tortosa, pero no condujo a ninguna acción, porque ese general tenía una fuerza comparativamente pequeña con él; además estaba acosado por una mayor proporción de españoles y estaba en una situación mucho más remota que la de Habert en Barcelona.
Y así se prolongó la situación en Cataluña, hasta que a mediados de abril, cuando llegó la noticia de la abdicación de Napoleón. Durante la primera quincena de ese mes, Suchet estuvo enfrascado en una airada controversia con Soult, quien seguía sugiriéndole que abandonara Cataluña por completo y cayera con una fuerza nada despreciable en el flanco o la retaguardia de Wellington, a través de Quillan y la línea del Ariege. Suchet demostró, para su propia satisfacción, que la línea de marcha sugerida era imposible, y que, si lo hacía, aparecería con una fuerza insignificante de 3.000 o 4.000 hombres, sin artillería.
Cuando Suchet recibió la noticia del Armisticio, se retiró a Francia.
El 19 de abril agentes secretos le llevaron a Harbert el Tratado de Fontainebleau, y Copons envió a invitarlo a evacuar. En vez abierta la comunicación con la fuerza sitiadora, Habert revisó sus tropas y les hizo renovar sus juramentos de fidelidad militar al Emperador. El 24 de abril se negó a admitir en su fortaleza al coronel francés Bertrand, quien acudió con la escarapela blanca a entregarle un despacho del general Lamarque dando las condiciones del armisticio del 17.
Bertrand regresó el 25 de abril, en compañía de un oficial naval británico autorizado para hacer los arreglos para la evacuación. Al oír esto, Habert estalló en una rabia tan loca contra el “traidor” que sus ayudantes de campo tuvieron que callarlo. Fue solo el 27 de abril, cuando sus subordinados lo persuadieron de que tratara con Copons, ni fue hasta el 28 de mayo que, después de hacer todo tipo de dificultades, marchó a Francia.
Fin de la Guerra de la Independencia o Peninsular (17 de abril de 1814)
El mariscal francés Soult firmó un armisticio con Wellington, concluyendo así oficialmente la campaña británica en España, que ha terminado en el interior de Francia tras 6 años de combates, batallas y asedios. Los soldados más veteranos habían recorrido en este período unos 10.000 km; nunca han sido derrotados bajo mando directo de Wellington.
La Guerra de la Independencia o Guerra Peninsular, como la conocen los ingleses, fue una de las principales causas de la caída de Napoleón; una contienda en la que los soldados aliados habían mostrado una gran capacidad de resistencia y un sobrio coraje, valores imbuidos por la severa disciplina del ejército británico, y que, con la inestimable ayuda de los portugueses y españoles, les habían hecho alcanzar la victoria.
La expedición de Wellington tuvo unas limitaciones que aumentan el valor de su hazaña. Sus efectivos en España jamás superaron los 60.000 soldados, y siempre escasearon los ingenieros, mineros y zapadores. Los suministros de herramientas y materiales para estos fueron ajustados, como la artillería o el municionamiento, cuya carencia o ausencia estuvo a punto de hacer fracasar algunas operaciones.
Las tropas británicas retornan a su patria; una parte embarcaría hacia Norteamérica, donde Inglaterra libraba una guerra contra los Estados Unidos desde 1812. Los combatientes españoles y portugueses volvieron igualmente a sus respectivos países, y los soldados franceses serían redistribuidos entre diversas guarniciones y cuarteles, pasando a estar al servicio de Luis XVIII de Borbón, el que sería nuevo rey de Francia.
Wellesley sería destinado a París como embajador del gobierno británico, que en agradecimiento por esos años de servicio le aumentaron su sueldo, convirtiéndose en un hombre rico y un héroe de fama internacional. La corona le concedió el título de marqués de Douris y le ascendió a duque de Wellington, como sería conocido a partir de entonces. Los generales Beresford, Graham y Hill recibieron diversos títulos de nobleza.
Secuelas de la Guerra de la Independencia
Pérdida de población
Los casi 6 años que duró la contienda representaron una grave pérdida de población para una España que apenas sumaba 11 millones de habitantes. La duración del conflicto y la crueldad de ambos bandos tuvieron consecuencias catastróficas desde un punto de vista demográfico. Perecieron 250.000 españoles, tanto civiles como militares; por su parte, los franceses perdieron 200.000 soldados; y los ingleses, unos 50.000.
A los muertos en combate o por acciones derivadas directamente de la guerra hay que añadir las víctimas que se cobraron las enfermedades, sobre todo el tifus, cólera o disentería, así como las producidas por la escasez de alimentos como consecuencia de las acciones de la guerra y de las requisas de los militares. También hay que tener en cuenta los afrancesados que se refugiaron en Francia durante la retirada francesa, su número no fue significativo, se calcula en unos 15.000, pero eran de un elevado nivel cultural y económico. También hubo muchos que emigraron a las colonias para huir de los rigores de la guerra.
Desastre económico
España quedó devastada, con pérdidas en su aparato productivo e infraestructuras durante las retiradas para evitar que cayeran en manos del enemigo. Un ejemplo es la Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro de Madrid destruida por los franceses y los telares de Béjar ordenado por Wellington, ya que era competidora de los ingleses. También se produjo la destrucción de numerosos puentes, molinos de pólvora y todo lo que pudiera servir al enemigo.
En la agricultura la requisa de caballos y animales de tiro por ambos bandos, hizo que la producción cayera en picado, siendo insuficiente para alimentar a la población, las cosechas de 1811 y 1812 fueron malas y escasas. La falta de alimentos extendió el hambre y provocó una intensa crisis de mortandad en 1812.
Algunas industrias casi desaparecieron como la textil lanera de Castilla, ya que los rebaños de ovejas merinas sirvieron para alimentar a las tropas.
Por último, la guerra generó un fuerte déficit en las finanzas públicas, en 1815 la deuda estatal superaba los 12.000 millones de reales, cifra 20 veces superior a los ingresos anuales ordinarios.
Cambios en el ejército
La entrada de oficiales de clase popular provocó una creciente politización del ejército. Muchos de ellos habían sido jefes guerrilleros. Estos oficiales de corte liberal serían, básicamente, quienes protagonizarían los pronunciamientos militares.
Cambios políticos
Los partidos políticos se dividieron entre los liberales y los absolutistas, que conducirían a numerosas guerras.
Inicio de la emancipación de las colonias
Se inició un proceso emancipador que llevó a la independencia de las colonias españolas en el continente americano. El proceso emancipador fue impulsado por la burguesía de origen español, llamados criollos, que llevaban mucho clamando por su nula participación en el gobierno de las colonias. Al tiempo que se elaboraba la Constitución de Cádiz, en América se iniciaba un proceso emancipador a partir de los mismos planteamientos políticos esgrimidos por los liberales que se oponían a la invasión napoleónica.
Expolio de las obras de arte
Muchos monasterios y conventos que fueron convertidos por los franceses en cuarteles y cuadras, utilizando muchos de los retablos y otras obras como leña para calentarse. Muchos edificios sufrieron las consecuencias de las batallas produciéndose la destrucción principalmente por bombardeos e incendios. Otras fueron producto del saqueo tras la toma de una ciudad por la tropa, realizada no solo por los franceses, sino por los aliados ingleses, su principal objetivo eran el oro o la plata, y su principal objetivo las iglesias y conventos, después del saqueo malvendían lo que habían conseguido en improvisados mercadillos.
Finalmente el expolio realizado por los gobernantes, que seleccionaron las mejores obras de arte. El director del Louvre. Vivant Denon seleccionó personalmente 250 pinturas como una indemnización por la campaña militar de España. De Madrid y alrededores se sacaron más de 1.500 cuadros y de Sevilla unos 1.000. En la retirada francesa de 1813, el botín se convirtió en un pesado lastre, y, de hecho, en la batalla de Vitoria, numerosas obras fueron abandonadas en el campo de batalla.
El general Álava fue encargado por el gobierno de Fernando VII de recuperar las pinturas robadas por los generales franceses. Tras diversas misivas solicitando los cuadros, en una entrevista con el rey Luis XVIII consiguió la respuesta “ni los doy, ni me opongo”. Al día siguiente, el 23 de septiembre, Nicolás Minussir, ayudante de Álava, junto con el pintor Francisco Lacoma y 200 infantes ingleses armados se dirigieron al museo del Louvre con la intención de recuperar los cuadros. Hubo una fuerte oposición del director del museo, Vivant Denon, que se negó en redondo a entregar pintura ninguna, e incluso del pueblo de París, lo que llevó a situaciones tensas, pero se consiguieron sacar 12 pinturas. Al día siguiente fueron temprano para evitar problemas y consiguieron sacar otras 284 pinturas y 108 objetos diversos.
Los objetos fueron almacenados en la embajada española de París, para ser enviados a Bruselas y luego por barco de Amberes rumbo a Cádiz, para evitar un transporte por tierra a través de Francia y arriesgar incidentes por la resistencia de los franceses. Llegaron a la academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, el 30 de junio de 1816. Aún pasarían algunos años para que fuesen incluidos en el museo del Prado.