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1 de septiembre de 1813
Durante la noche del 31 de agosto al 1 de septiembre, el general Graham abandonó momentáneamente el sitio y partió para el frente de la frontera con Francia, donde se había desarrollado la batalla de San Marcial.
Los franceses izaron la bandera tricolor francesa en lo alto del castillo. Tal vez una de sus intenciones fuera que pudiera ser observada desde las costas francesas, de esa forma, sus compañeros podrían saber que aún resistían.
La noche había sido terrible, con truenos, relámpagos, viento y aguaceros. Las baterías habían sufrido mucho. A pesar de estar construidas sobre arena, se encontraban inundadas, con más de un metro en algunas de sus zonas más bajas. El Tcol Fraser acudió inmediatamente, a primeras horas de la mañana. La situación en estos puestos artilleros era muy difícil.
Durante la mañana, regresó Graham acompañado por Wellington y Beresford, el mariscal que se encontraba al mando de todas las tropas portuguesas. Visitaron las trincheras y estudiaron un nuevo plan de asedio, mientras se afectuaba de forma continuada fuego con los morteros, y de vez en cuando con los cañones, contra el castillo. El plan aprobado consistía básicamente en:
Establecer nuevas baterías sobre las fortificaciones de la ciudad para:
- Destruir las baterías del Mirador, de la Reina, y del castillo.
- Destruir todas las paredes y muros que unían esas baterías y fortificaciones.
- Impedir a la guarnición se surtiese de agua.
El suministro de agua para las tropas francesas, se efectuaba gracias a la fuente que se encuentra en la ladera norte de monte. Actualmente todavía se conserva, aunque en un estado de abandono. Las piezas situadas en la isla de Santa Clara serían las encargadas de obstaculizar ese continuo suministro.
La situación de los 1.280 defensores, los 400 prisioneros y los 370 heridos, era muy difícil. No había suficientes refugios para protegerse de las bombas, y estaban continuamente siendo observados por el enemigo. Las laderas del monte se encontraban completamente carentes de vegetación. Cualquier movimiento era rápidamente detectado. Los edificios se encontraban casi en ruina total como consecuencia de las bombas aliadas. Carecían de tiendas de campaña, de cocinas, de casi todo lo imprescindible para sostener la defensa. Sus municiones y sus víveres estaban desprotegidos. La tropa tenía que vivaquear al raso, protegidos por las angulosas rocas. Principalmente se aglomeraban en las baterías del Mirador, de la Reina y de las Damas, así como en los caminos que las unen, y en las trincheras de la primera línea frente a los atacantes.
A pesar de esa difícil situación, a lo largo de esa jornada efectuaban fuego desde sus posiciones defensivas contra las ocupadas por el enemigo.
2 de septiembre de 1813
El general Hay trataba de recomponer el orden entre las filas aliadas, y controlar las llamas que rodeaban las posiciones de primera línea que ocupaban sus hombres.
Casi toda la acción se centraba en el convento de Santa Teresa, del que una parte permanecía en poder de la infantería francesa. Solamente el piso más bajo estaba ocupado por los hombres del RI-9. La lucha en su interior era feroz. No había tregua. El camino de subida al castillo, que pasaba y sigue pasando por delante de la fachada principal de este convento, era una zona muy peligrosa.
En los combates que se desarrollan en esa zona de la ciudad, se utilizaron a los prisioneros franceses para recuperar a cualquier herido que hubiese caído en una zona peligrosa.
Las baterías aliadas efectuaron este día un fuego intenso de mortero contra el castillo y las distintas posiciones del monte Urgull. La situación de las tropas francesas era muy difícil. Intentaban proteger a sus heridos, situándolos tras la protección de las peñas y rocas, pero ante las trayectorias curvas de este tipo de proyectiles, resultaban continuamente alcanzados. Intentaron guarnecerlos mejor en un antiguo polvorín y en una barraca adyacente, enarbolando una bandera negra a modo de indicativo de que se trataba de un hospital. Para aumentar las garantías de seguridad, rodearon este edificio con los prisioneros, claramente visibles gracias al color rojo de sus casacas.
El teniente de ingenieros Jones, prisionero desde el asalto del día 25 de julio, protestó enérgicamente. Indicó que esa señal sería malinterpretada por los ingleses, dándoles a entender que se trataba de un polvorín camuflado como hospital. Lamentablemente tenía razón, y la artillería aliada disparó inmisericordemente contra esa posición, a pesar de encontrarse ocupada por sus compañeros prisioneros. Muchos heridos franceses fueron alcanzados, lo mismo sucedió con los cautivos, de los que resultaron muertos 38 hombres. Este desagradable acontecimiento provocó una carta de protesta de Wellington al general Rey, a través del general Graham.
Wellington comunicó al general Hay, mediante una carta fechada en Lesaca el día 5 de septiembre, su temor a que los franceses intentasen un contraataque por su lado izquierdo, es decir, el más cercano al convento de Santa Teresa. De ser así, no dudaba que en un primer momento llegaran a apoderarse de todo el interior de la plaza, pero de lo que sí estaba seguro, era que tras el contraataque británico, el convento sería totalmente reconquistado. De todas maneras, para asegurar mejor sus posiciones, le recomendó mantener con cuidado su primera línea, reforzarla con una segunda ya dentro de la ciudad, y una tercera en la línea de murallas.
En su despacho fechado ese día en Lesaca, y conocedor de los sucesos que se estaban desarrollándose en las calles de la ciudad, aconsejó a Graham trasladar a la DI-5 hacia el campamento de la DI-1, dejando en la ciudad las BRIs de Pack y de Bradford, que estimaba que serían suficientes para el correcto desarrollo de la acción. Incluso insinuó que se mandase un preboste (oficial de policía militar) a la ciudad y que este se encargue de erigir un patíbulo dentro de sus muros. Opinaba que estos se debían mantener cerrados al libre tránsito de personas, a excepción de las que tienen órdenes que cumplir.
Wellington aprovechó ese despacho para quejarse de los problemas de comunicación y los retrasos que tenían los correos en llegar con los mensajes y cartas.
El coronel Dickson, el Tcol Fraser y el jefe de los ingenieros tras la muerte de Fletcher, John Fox Burgoyne, buscaban los nuevos emplazamientos para las baterías que iban a ser utilizadas contra las defensas del castillo. Descartaron la opción inicial de situar los cañones en la cortina principal, por ser demasiada estrecha. Las opiniones empezaban a decantarse por situar la principal y más potente en la plataforma del hornabeque de San Carlos.
3 de septiembre de 1813
Durante la noche se realizaron algunos disparos aislados de morteros. Tal vez como consecuencia de este bombardeo, izaron una bandera de tregua a primera hora de la mañana. Al ser vista por los aliados, se ordenó un alto el fuego general a las 11:15 horas de la mañana.
Se iniciaron las negociaciones, y el general Rey fue rápidamente informado del fracaso completo de la ofensiva francesa que buscaba aliviar el asedio. La negociación se vio rota por las peticiones del general francés. Pedía una suspensión de las hostilidades durante un período de 15 días, transcurridos los cuales los defensores tendrían paso libre a Francia. Esas peticiones fueron rechazadas.
El bombardeo se reanudó a las 21:00 horas. Para ello se emplearon 3 obuses.
Fraser continuó con su inspección a las fortificaciones de la ciudad. Descubrió que todos los cañones habían recibido impactos de proyectiles aliados. La mayoría de las bocas de los cañones franceses presentan muescas de golpes de los proyectiles aliados. Un hecho curioso sucede en el semi bastión de Santiago. Entre los cañones tomados a los franceses, se encontraba un obús inglés de con el número 388. Esta pieza la habían perdido los británicos en la batalla de Albuera.
El gran y más terrible descubrimiento que realizaron fue el de una mecha, preparada para volar una mina que hubiera acabado con toda la derecha del ataque británico. Estaba cargada con nada menos que 1.200 kilogramos de pólvora.
El convento de Santa Teresa seguía en manos francesas. Había rumores de que los británicos barajan la posibilidad de preparar una mina contra el edificio, lo que causaría su total destrucción.
El saqueo de la ciudad continuaba sin descanso. Ya no quedaban muchas cosas que poder robar, pero una nueva pesadilla se desató sobre todos los moradores de la ciudad y alrededores, que afecta incluso a los mismísimos británicos. La inseguridad se apoderó de todos los caminos con el final del día. Incluso los oficiales tenían miedo si se tenían que desplazar solos. Ante los oficiales de artillería se lamentó el capitán de uno de los buques de transporte, quien mientras paseaba curioseando a su alrededor, fue asaltado por un grupo de soldados. El resultado fue la pérdida de su chaqueta, los zapatos, las medias, y por supuesto, todo el dinero. Los oficiales se sentían incapaces de restaurar el orden de manera rápida. La recomendación que dieron al marinero fue que regresase cuanto antes a la seguridad de su buque.
El incendio de la ciudad seguía vivo, por lo que Wellington envió cartas a Graham indicándole su preocupación al respecto. Sería muy peligroso que las llamas llegasen a la zona del puerto, indicaba, por lo que considera necesaria la realización de algún tipo de cortafuegos entre las casas a base de arena, derribando incluso alguna de las casas. Esta preocupación estaba claramente motivada por el riesgo de que la vanguardia de sus líneas quedasen incomunicadas del resto de tropas por las llamas.
Durante la noche, amparados por la seguridad que les daba la oscuridad, se comenzaba la batería para tres cañones que se situaría justo al lado del antiguo Rondeau o reducto circular; y la batería que llevaría el peso del bombardeo, situada en la terraza del hornabeque de San Carlos, en ella se situarían 17×24 piezas. La batería Nº 15, situada a la derecha del Urumea, estaba siendo despojada de sus piezas, 15 de las cuales estaban listas para ser trasladas esa noche a su nueva posición.
4 de septiembre de 1813
Con las primeras luces del día, alrededor de las 05:00 horas de la mañana, los trabajos de traslado de los cañones de una orilla a la otra se interrumpieron. Las baterías francesas, si se percataron de esas maniobras, y podrían abrir fuego contra los grupos de trabajo, lo que produciría muchas bajas. Solamente se habían colocado en su nueva posición una sola pieza y dos carros. La aparición de un fuerte viento hizo que las aguas del Urumea, a pesar de estar en marea baja, fluyesen a demasiada velocidad. Las cuadrillas estaban cansadas, lo mismo que los bueyes.
Ante este pobre resultado, se decidió seguir con las maniobras a plena luz del día, ante los ojos de los servidores de las baterías artilleras enemigas. A pesar de ser un blanco fácil, los defensores no dispararon ningún proyectil contra ellos. El resto de cañones y morteros no afectados por ese traslado, continuaron haciendo un fuego regular contra todas las fortificaciones francesas del monte Urgull.
Los franceses acusaban los devastadores efectos de las bombas sobre sus posiciones. En el informe oficial de Rey fechado el 4 de septiembre, se da cuenta de la destrucción de uno de sus polvorines. En ese almacén estaban guardados 63 proyectiles huecos. Afortunadamente no habían tenido ningún herido como consecuencia de la explosión. El resto de almacenes estaban en muy mal estado. Casi todos eran de madera, y como consecuencia de las constantes e intensas lluvias, y la caída de algún que otro proyectil, se encuentran en un deplorable estado.
El número total de piezas que iban a ser utilizadas por los aliados en esta jornada eran 28: 14×24, 4×68 carronadas, 6×8 obuses y 4×10 morteros.
Los defensores franceses disponían de 11 piezas: 3×12 morteros enfilando la ciudad; 1×8 obús enfilando la ciudad; 1×6 cañón con el afuste estropeado (solo aguantaría un disparo); 2×4 con los afustes arruinados (solo aguantarían un disparo); 3×24 cañones defendiendo la zona de costa (muy expuestos al fuego de flanco de la isla de Santa Clara); 1×18 cañón defendiendo la zona de costa (muy expuesta al fuego de flanco de la isla de Santa Clara).
Los franceses abrieron una nueva negociación intentando que se produjera un intercambio de prisioneros. Los aliados se negaron desde el primer momento, postura que fue apoyada por Wellington en una carta dirigida a Graham y fechada en Lesaca el 5 de septiembre.
El convento de Santa Teresa fue definitivamente ocupado por los hombres del RI-9. Los franceses ya no mantenían ninguna posición en la plaza. La nueva línea de frente se situaba en la vieja puerta de acceso al monte por el puerto.
La escuadra de bloqueo estaba compuesta en esos momentos por el navío de línea Ajax (74), tres fragatas, y una inmensa cantidad de peniches. Su actividad se vería incrementada hostigando a los cañones franceses de 24 situados en ese flanco del monte; y simulando continuos intentos de desembarco, para tener divididos y sin reposo posible a los destrozados defensores, cuya moral estaba muy quebrantada, y si no fuera por la firme decisión del general Rey de continuar con la defensa, ya se habrían rendido.
A pesar de la inseguridad y del incendio de la ciudad, que todavía continúa activo, se seguía viendo cómo entraban muchos soldados en busca de fortuna ajena. En los caminos que comunican Pasajes, Hernani y San Sebastián se había montado un auténtico mercado, donde los soldados malvendían el fruto de su rapiña. La picaresca prevalecía sobre cualquier rasgo de humanidad hacia los desgraciados donostiarras. Ante sus cansados ojos se vendían sus posesiones. Gran número de vecinos procedentes de estas dos poblaciones cercanas, acudieron en busca de gangas. La escena era pintoresca, se veían soldados vestidos con ropas de mujer, muchos todavía ebrios y carentes de toda disciplina.
5 de septiembre de 1813
Los cañones fueron definitivamente colocados en sus posiciones esa noche. Los efectivos empleados en esa operación no eran menos de 700 hombres, a pesar de lo cual, los franceses no habían efectuado ningún disparo sobre ellos. También habían contado con entre 60 y 80 parejas de bueyes para arrastrar los enormes pesos de las máquinas. A pesar de estar todas las unidades en el lado izquierdo de Urumea, sobre el istmo, aún no se encontraban colocadas en sus nuevas baterías. A partir de ese momento se tenían que encargar de abrir y despejar un camino para su traslado final. De momento se han dejado protegidos en el foso del hornabeque de San Carlos.
La actividad de los morteros fue similar a la del día anterior. No se empleaban con toda su intensidad. La intención del alto mando era romper el 8 de septiembre con un bombardeo aplastante para hundir la moral de los defensores.
En la ciudad la actividad era frenética. En algún momento las primeras líneas se habían encontrado aisladas del resto como consecuencia de las llamas, que a pesar de la intensa lluvia se habían mantenido muy activas. Las calles se encontraban obstruidas como consecuencia del derrumbe de las fachadas por lo que había que procurar abrir caminos practicables. Muchas de las fachadas no se habían desplomado aún, y permanecían de manera amenazadora sobre las cabezas de todos los que tenían que trabajar o pasar bajo ellas.
Los antiguos habitantes de la ciudad, se les fue permitido la entrada para que rebuscasen entre los montones de ruinas de lo que una vez fueron sus hogares. Se les había dejado pasar con la condición de abandonar la plaza al anochecer. Todos estaban señalados con una cinta blanca alrededor de su brazo derecho, como señal de que habían pasado por los controles impuestos por las tropas vencedoras.
Las casas adosadas a la gran cortina del frente de tierra no habían resultado quemadas, aunque sí saqueadas. En ellas solamente se encontraban todos los muebles y demás enseres destrozados. Los incendios, aunque habían disminuido su virulencia, continuaban activos, llegando a quemar los cuerpos de muchos muertos que aún continuaban insepultos. El olor en toda la ciudad era detestable. Los pozos, sótanos y otras muchas estancias habían sido utilizadas como fosas comunes. Los cuerpos tirados en ellas se descomponían creando una insalubre atmósfera en todo el lugar.
Los heridos estaban mejorando. Fraser visitó al teniente Reid, que mejoraba rápidamente de su herida de bala. También se informó del estado del general Leith, que al parecer salvaría el brazo de una amputación.
En esa jornada se produjo un hecho importante para los futuros y finales acontecimientos del asedio. Todos los altos mandos franceses celebraron un consejo de guerra sobre la defensa del castillo. En él se acordó dejar en manos del general Rey la decisión de capitular.
6 de septiembre de 1813
Durante esa jornada el fuego de las baterías se mantuvo con gran energía.
Se añadió un nuevo cañón de 24 a la batería de la isla de Santa Clara. Un segundo cañón de 24 no pudo ser utilizado porque su cureña, en el momento de ser desembarcada, se perdió en el agua por la mala mar. Con ese cañón eran dos las piezas de 24 que disparan desde la isla, a pesar de los cálculos franceses que los cifraban en cinco.
La gran batería que se estaba preparando en el terraplén del hornabeque de San Carlos fue terminada la noche del 6 al 7 de septiembre. Ocupaba toda la extensión del hornabeque, de lado a lado, y estaba formada por 17×24 cañones. Los principales objetivos eran la batería del Mirador y la de la Reina. No se contentarían con un simple bombardeo, se quería abrir una brecha en ambas fortificaciones.
7 de septiembre de 1813
Las baterías seguían con un constante fuego contra los franceses, pero la gran batería del hornabeque aún no disparaba. Sus últimos detalles fueron terminados a primeras horas de la mañana, y enseguida fue ocupada por sus servidores. Estaba al mando del coronel Hartman, quien comenzaría el gran bombardeo al día siguiente.
La respuesta de los franceses fue muy tímida. Hubo unos pocos disparos desde sus posiciones en el monte.
Contra estas posiciones adelantadas de los soldados del general Rey, los aliados habían fortificado las azoteas de los edificios más próximos al monte que se habían salvado del incendio. Estas posiciones fueron guarnecidas con un fuerte contingente de infantería.
8 de septiembre de 1813
El día amaneció triste y gris, amenazante de lluvia, que a partir del mediodía no cesó de caer en ningún momento.
Las baterías que abrieron fuego en el último día del asedio de San Sebastián fueron:
- Izquierda del río Urumea 26 piezas:
- Batería Nº 7 delante de la paralela con 3×24 disparaba contra la batería del Mirador.
- Batería Nº 8 a la derecha del Rondeau con 3×18 disparaba contra la batería de la Reina.
- Batería Nº 9 en el hornabeque de San Carlos con 17×24 disparaba contra las baterías del Mirador y la de la Reina.
- Batería Nº 10 en la isla de Santa Clara con 2×24 y 1×8 obús disparaba contra las defensas bajas del castillo y la parte trasera del monte.
- Derecha del río Urumea 33 piezas:
- Batería Nº 11 en el monte Ulia con 2×8 obuses contra la batería del Mirador.
- Batería Nº 13 en los arenales del Chofre con 1×12 y 5×10 morteros contra la parte trasera del castillo.
- Batería Nº 14 en los arenales del Chofre, con 5×8 morteros, 4×68 carronadas y 6×24 cañones contra el castillo.
- Batería Nº 16 en los arenales del Chofre con 4×10 morteros contra el castillo en general.
- Batería Nº 17 en los arenales del Chofre con 6×10 morteros contra el castillo en general.
A las 10:00 horas de la mañana, las baterías abrieron fuego contra sus objetivos. Los cañones estaban muy gastados por su continuo uso, con los oídos de las armas completamente dilatados. Las piezas de la gran batería del hornabeque, la Nº 9, tuvieron que dispararse con un dispositivo especial, improvisado, para subsanar este defecto.
La batería del Mirador fue la primera en acusar inmediatamente los efectos destructivos del ataque. En tan solo 30 minutos, los muros del Mirador se habían derrumbado lo suficiente como para permitir un ataque.
Los defensores franceses devolvieron tímidamente al principio el fuego, principalmente desde la batería de la Reina. Al ver el nulo efecto que esa respuesta ocasionaba, su reacción fue inmediatamente suspendida. La situación de los soldados franceses era insostenible.
Las pérdidas que sufrieron los prisioneros aliados también fueron enormes. Un tercio de los mismos resultó muerto o herido a consecuencia del denominado “fuego amigo”.
La situación en el castillo era infernal. Todo estaba lleno de heridos, alineados en el suelo o en improvisados camastros. Sufrían agonías insoportables. Muchos ennegrecidos completamente, quemados. Eran los supervivientes de la tremenda explosión en las partes traseras de las brechas que habían podido librarse de caer prisioneros.
Dos horas después de iniciado el bombardeo, se tocó llamada por orden del general Rey en la batería del Mirador y en la de la Reina, en ambos extremos de la fortaleza, y a las 12:00 horas, una bandera blanca fue izada en la batería del Mirador. El terrible bombardeo había durado únicamente dos horas. Las negociaciones para dictaminar las capitulaciones de la rendición comenzaron de inmediato. Por parte aliada participan Delancey, Bouverie y Dickson. Por la francesa Songeon y Brion.
Rendición del castillo (9 al 11 de septiembre de 1813)
Finalmente se alcanzó el acuerdo, la guarnición saldría por la puerta del Mirador con honores de guerra es decir con sus banderas, armas, y equipos al toque de tambor, donde posteriormente depondrían las armas. Los oficiales conservarían sus espadas, sirvientes, caballos y equipajes, los soldados sus mochilas.
A las 14:00 horas, destacamentos británicos ocuparon posiciones en las baterías del Mirador y del Gobernador.
Esa misma tarde noche fueron liberados todos los prisioneros que se encontraban en manos francesas. Fraser se interesó personalmente por el teniente Jones, que se estaba curando satisfactoriamente de sus heridas, principalmente del disparo recibido en su brazo derecho a la altura del hombro. El oficial de ingenieros tenía muchas alabanzas hacia el coronel francés Saint Ouary, quien se había portado muy bien con todos los oficiales aliados durante la duración de su cautiverio. Era el oficial de más edad, pues había cumplido 60 años y hablaba inglés por haber estado prisionera en Inglaterra en varias ocasiones, donde había recibido buen trato.
Salieron del castillo desfilando según Gómez de Arteche 57 oficiales y 1.244 individuos de tropa, quedando en los hospitales 23 de los primeros y 512 soldados.
Los oficiales que observaban el desfile de las tropas, reconocieron a uno de los militares franceses. Se trataba del valiente oficial que aun a riesgo de perder la vida, no dudó en arriesgarse para intentar detener el fuego artillero aliado, que tanto sufrimiento causaba entre los heridos caídos durante el fallido asalto del 25 de julio. El Tcol Fraser, que fue uno de los primeros en percatarse de la escena el sangriento 25 de julio, fue uno de los que inmediatamente le reconocieron. Junto a otros oficiales corrieron hacia él para demostrarle su admiración y ofrecerle sus servicios en esos momentos tan duros. Se trataba del capitán de granaderos Loysel de Hametière, del RI-22. Ante los efusivos actos y actitudes de los oficiales británicos que sorpresivamente le rodearon, contestó a los vencedores con una lacónica frase que debería quedar en el recuerdo de ese regimiento: “Ahí están los restos de los valientes del 22. El otro día éramos 250, no más de 50 quedamos”.
El número de piezas de artillería capturadas fueron 56 en la ciudad y 37 en el castillo y sus defensas.
El número de proyectiles lanzados contra la ciudad y sus fortificaciones fue de 70.831, una cifra que supera ampliamente a otros asedios realizados durante la Guerra Peninsular, muchos más conocidos que el de San Sebastián. En el de Badajoz, por ejemplo, los proyectiles lanzados no llegaron a los 30.000, y en el de Ciudad Rodrigo a los 20.000. Este detalle puede dar una idea más exacta de la dimensión de lo acontecido a esa pequeña ciudad guipuzcoana.
Los franceses estaban muy preocupados por la reacción que tendrían contra ellos los españoles. Querían ser trasladados lo más rápidamente posible al puerto de Pasajes, bajo custodia británica, para ser embarcados como prisioneros de guerra hacia Gran Bretaña.
Los muertos británicos fueron enterrados en la ladera norte del monte Urgull, donde destacaba la tumba de Robert Fletcher. En octubre de 1925 la reina de España presidió la erección del nuevo monumento. En la actualidad quedan un hermoso grupo de tumbas en el pequeño cementerio y su jardín que mira hacia el norte.