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Causas
La conclusión de la Guerra de Sucesión Española con el Tratado de Utrecht (1713-14), Gran Bretaña había obtenido el denominado “asiento de negros”, que era el derecho de exportar durante 30 años, a las colonias españolas de América, hasta un máximo de 144.000 negros esclavos, a razón de hasta 4.800 por año; concediendo además, el permiso de establecer factorías para efectuar el tráfico. A cubiertos de esta concesión, los ingleses desarrollaron un intenso contrabando de todo tipo de mercaderías.
Por otra cláusula de este mismo tratado, España concedió a Inglaterra además, el “navío de permiso”, para enviar una vez al año, un buque de 500 toneladas, cantidad ampliada en 1716, cargado de mercaderías a la feria de Portobello; que era puerto del mar Caribe en la costa de Panamá y punto de recalada final de la flota anual de los galeones que iba a América, llevando mercaderías desde España. Lo que se convirtió pronto en otro foco de contrabando, y que los ingleses renovaban continuamente la parte del cargamento que vendían; por lo que en la práctica, resultaba inagotable, rompiendo así el monopolio para el comercio con la América Española, restringido con anterioridad por la Corona a comerciantes provenientes de la España metropolitana. Ambos acuerdos comerciales estaban en manos de la Compañía de los Mares del Sur.
Aparte de ello, existían otros motivos de conflicto: problemas fronterizos en América del Norte entre Florida (española) y Georgia (británica); quejas españolas por el establecimiento ilegal de cortadores de palo de tinte en las costas de la península de Yucatán, en la región que actualmente corresponde a Belice; la reclamación constante de la devolución de Gibraltar y Menorca por parte de España; el deseo británico de dominar los mares, algo difícil de conseguir ante la recuperación de la marina española y la rivalidad consiguiente entre Gran Bretaña y España. Lo que ya había ocasionado previamente una corta guerra entre ambos países en 1719 en la que llegó a darse un fallido intento español de invadir Inglaterra.
Sin embargo, en el terreno comercial era donde los roces produjeron un incesante crecimiento de la tensión. España mantenía el monopolio comercial con sus colonias en América, con la única salvedad de las concesiones hechas a Gran Bretaña, relativas al navío de permiso y el comercio de esclavos.
Bajo las condiciones del Tratado de Sevilla (1729), los británicos habían acordado no comerciar con las colonias de la América Española (aparte del navío de permiso), para lo cual acordaron permitir, a fin de verificar el cumplimiento del tratado; que navíos españoles interceptaran a los navíos británicos en aguas españolas para comprobar su carga, lo que se conoció como “derecho de visita”. España armó algunos buques como guardacostas, que debían patrullar los puntos conflictivos interceptando y registrando los buques ingleses sospechosos de contrabando. Esto produjo los inevitables incidentes y roces, que los comerciantes ingleses aprovecharon para incitar la opinión pública de su país.
Sin embargo, las dificultades de abastecimiento de la América Española propiciaron el surgimiento de un intenso comercio de contrabando en manos de holandeses y, fundamentalmente, británicos. Ante tales hechos, la vigilancia española se incrementó, al tiempo que se fortificaban los puertos y se mejoraba el sistema de convoyes que servía de protección a la valiosa flota del tesoro que llegaba de América. De acuerdo con el “derecho de visita”, los navíos españoles podrían interceptar cualquier barco británico y confiscar sus mercancías, ya que, a excepción del “navío de permiso”, todas las mercancías con destino a la América Española eran, por definición, contrabando.
De esta forma, no solo navíos reales, sino otros navíos españoles en manos privadas, con concesión de la Corona y conocidos como guardacostas, podían abordar los navíos británicos y confiscar sus mercancías. Sin embargo, esas actividades particulares eran calificadas de piratería por el gobierno de Londres. Solamente entre 1713 y 1731, los guardacostas españoles habían confiscado más de 180 barcos ingleses, y la suma siguió incrementándose en los años posteriores.
Aparte del contrabando, seguía habiendo barcos británicos dedicados a la piratería. Buena parte del continuo hostigamiento de la flota de Indias recaía sobre la tradicional acción de corsarios ingleses en el mar Caribe, que se remontaba a los tiempos de John Hawkins y Francis Drake. Las cifras de barcos capturados por ambos bandos difieren enormemente y son, por tanto, muy difíciles de determinar: hasta septiembre de 1741 los ingleses hablan de 231 buques españoles capturados frente a 331 barcos británicos abordados por los españoles; según estos, las cifras respectivas serían de solo 25 frente a 186. En cualquier caso, es de notar que para entonces los abordajes españoles con éxito seguían siendo más frecuentes que los británicos.
Por el Tratado de Viena de 1731, se produjo un acercamiento entre ambos países, propiciando en 1732 la firma de un acuerdo entre Keene y Patiño que pretendió restablecer la tranquilidad en las Indias Occidentales: «ambos Estados repararían los daños sufridos por los súbditos respectivos; el comercio lícito y la navegación inglesa a sus colonias se desarrollarían libremente; y los gobernantes españoles deberían exigir a los guardacostas una fianza con la que poder responder a posibles indemnizaciones por presas improcedentes«.
No obstante, los problemas siguieron sin resolverse, con el consiguiente incremento de la irritación en la opinión pública británica (en la primera mitad del siglo XVIII empieza a consolidarse el sistema parlamentario británico, con la aparición de los primeros periódicos). La oposición a Walpole (no solo de los tories, sino también un número significativo de whigs descontentos) aprovechó este hecho para acosar a Walpole (conocedor del equilibrio de fuerzas y, por lo tanto, contrario a la guerra con España), comenzando una campaña a favor de la guerra.
En esta situación se produjo la comparecencia de Robert Jenkins ante la Cámara de los Comunes en 1738, un contrabandista británico cuyo barco, el Rebecca, había sido apresado en abril de 1731 por un guardacostas español, confiscándose su carga. Según el testimonio de Jenkins, el capitán español, Juan León Fandiño, que apresó la nave, le cortó una oreja al tiempo que le decía: “Ve y dile a tu Rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”. En su comparecencia ante la cámara, Jenkins apoyó su testimonio mostrando la oreja amputada.
La oposición parlamentaria y posteriormente la opinión pública sancionaron los incidentes como una ofensa al honor nacional y claro casus belli. Incapaz de hacer frente a la presión general, Walpole cedió, aprobando el envío de tropas a América y de una escuadra a Gibraltar al mando del almirante Haddock, lo que causó una reacción inmediata por parte española. Walpole trató entonces de llegar a un entendimiento con España en el último momento, algo que se consiguió momentáneamente con la firma del Convenio de El Pardo (14 de enero de 1739), por el que ambas naciones se comprometían a evitar la guerra y a pagarse compensaciones mutuas; además de acordarse un nuevo tratado futuro que ayudase a resolver otras diferencias acerca de los límites territoriales en América y los derechos comerciales de ambos países.
Sin embargo, el Convenio fue rechazado poco después en el parlamento británico, contando también con la decidida oposición de la Compañía de los Mares del Sur. Estando así las cosas, el rey Felipe V exigió el pago de las compensaciones acordadas por parte británica antes de hacerlo España.
En ambos lados las posiciones se endurecieron, incrementándose los preparativos para la guerra. Finalmente, Walpole cedió a las presiones parlamentarias y de la calle, aprobando el inicio de la guerra. Al mismo tiempo, el embajador británico en España solicitó la anulación del “derecho de visita”. Lejos de plegarse a la presión británica, Felipe V suprimió el “derecho de asiento” y el “navío de permiso”, y retuvo todos los barcos británicos que se encontraban en puertos españoles, tanto en la metrópoli como en las colonias americanas. Ante tales hechos, el gobierno británico retiró a su embajador de Madrid (14 de agosto) y declaró formalmente la guerra a España (19 de octubre de 1739).
Reformas en la Armada Española
Felipe V y Patiño entendieron que para recuperar las finanzas de la monarquía era necesario fomentar y controlar de nuevo todo el comercio con las colonias españolas. Para ello, entendieron como imprescindible la construcción de una gran cantidad de buques de guerra y la represión del comercio ilegal inglés, además del realizado por holandeses y franceses.
Las fuerzas navales, debido a la Paz de Utrecht, que reducían geográficamente los dominios de la corona española, se adaptaron a la nueva situación, pero la Armada Española continuaba necesitando una gran reforma que cubriese las muchas necesidades que sus dominios continuaron padeciendo: se creó la Real Armada, que ocupó el lugar de un gran número de otras que, permanentes u ocasionales, protegieron costas y rutas en los siglos anteriores con diferentes nombres y funciones.
Otras perduraron, como fueron los casos de la Armada del Mar del Sur, que dispuso de gran autonomía; la de Barlovento y la de Galeras de España. “La nueva institución precisó de una reorganización total que repercutió en múltiples aspectos, entre otros en la creación de una oficialidad capaz de afrontar los retos que los nuevos tiempos imponían, no sólo atendiendo a una nueva concepción del estado, sino por razones tecnológicas”. Por lo que, unos nuevos militares y una nueva instrucción serían también parte primordial de la nueva marina de guerra.
Otras reformas de tipo político-administrativo tuvieron consecuencias efectivas en lo que a organización de la armada se refiere: en 1705 quedaron separadas la Secretaría de Guerra y Hacienda del resto del cuerpo administrativo y en 1714 se crearon cuatro nuevas secretarías más: Estado, Gracia y Justicia, Guerra y Marina e Indias. Estas secretarías se modificarían a lo largo del tiempo, alterando en parte sus funciones.
Destacan en este aspecto también la creación de nuevos cargos, como es el de Intendente General de la Marina en 1705, cargo que ocupará José Patiño desde 1717. La Instrucción realizada por Patiño ese mismo año integró en un solo cuerpo a todas las fuerzas navales, cimentando lo que sería la nueva Armada. Los plenos poderes otorgados por Felipe V a su ministro le permitieron tomar medidas de todo tipo. Enre ellas destacan la reactivación del astillero de Guarnizo; la creación de la Real Compañía de Guarda-marinas; el establecimiento del Cuerpo del Ministerio de Marina; el traslado de la Casa de Contratación de Sevilla a Cádiz; la redacción de las Ordenanzas de los Arsenales; el establecimiento de las reglas y dimensiones de construcción de Antonio de Gaztañeta para la fabricación de todos los navíos de la Armada; y la creación de los departamentos marítimos de El Ferrol, Cádiz y Cartagena.
En esta nueva organización, la marina comercial dependería de la marina de guerra. Esta debía proveer de hombres y barcos cuando las necesidades militares del país así lo requiriesen. Tras el cese de Patiño en sus funciones, la Secretaría de Marina recayó en las manos del marqués de la Ensenada.
En 1725, se publicaron las “Ordenanzas de Cuenta y Razón” que crearon el marco administrativo de la Marina. Consecuencia directa de estas Ordenanzas fueron la creación de los departamentos marítimos con capitales en El Ferrol, Cádiz y Cartagena, dirigidos por los capitanes-generales de los departamentos, con responsabilidad en todos los temas militares de los mismos. Encargados de funciones administrativas y económicas, tanto de la marina militar como de la de comercio, se encontraban los intendentes de los departamentos, bajo las órdenes del intendente general de marina. Toda esta organización estuvo a las órdenes del secretario de Marina.
En 1737, apareció la figura del Almirantazgo y junto con las Reales Órdenes que lo configuraron, se pretendió la unificación del cuerpo jurídico que afectaba a las fuerzas navales. Junto con el Almirantazgo vio la luz un nuevo cargo que sería el encargado de dirigir el gobierno de la marina, el Infante Almirante, asesorado por la Junta de Marina. “Sin embargo, la realidad contradijo las intenciones, puesto que no se llegó a crear un solo cuerpo jurídico, sino que, complementando al Almirantazgo, aparecieron un sinfín de Instrucciones y Reales Órdenes que fueron las que regularon la marina”.
El siglo XVIII también representó la definitiva profesionalización de los oficiales de la Armada. Poco a poco, una nueva clase de oficiales sustituyó a los antiguos, procedentes todos ellos fundamentalmente del corso y de la marina mercante, aunque pese a la moderna preparación que se les pretendió inculcar, sus actuaciones muchas veces dejaron bastante que desear. A todo esto cabría añadir la enorme inexperiencia de gran parte de los marinos españoles, debida en parte a la política militar defensiva que durante tantos años se planteó por parte de la monarquía hispánica, despreciando en gran medida las posibilidades que ofrecía nuestra relación con los territorios americanos.
Las escasas posibilidades defensivas que la marina tenía tanto en el siglo XVII como en el XVIII fueron remediadas, en parte, por el papel que desempeñaron los corsarios, por lo que debería considerarse a este un sistema bélico usado para sostener el tráfico americano paralelo a la Armada. Estas licencias para practicar el corso, concedidas a partir de mediados de siglo XVII, se crearon para evitar el comercio ilícito que practicaban los extranjeros en El Caribe. Aunque estas patentes fueron concedidas de forma tardía, su aparición fue fundamental debido a la decadencia de la marina, la que la mayor parte de las veces fue incapaz de hacer frente al creciente número de embarcaciones piratas y corsarias.
Las bases principales de los corsarios fueron Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico, aunque también surgieron en algunos puntos continentales como La Guaira y Cumaná. “La patente, otorgada por el gobernador, era entregada a un armador, quien encargaba de la compra del navío, de pertrecharlo, reclutar la marinería y poner al frente un hombre con experiencia en el mar y en la guerra”. Su finalidad era evitar el contrabando, pero la realidad fue muy distinta. Ellos mismos practicaron el comercio ilícito, vendiendo todas las mercancías de las presas capturadas y ofreciendo los productos a precios inferiores a los reglamentados por el comercio de la Corona, lo que provocó la existencia del debate de su supresión y cambio por guardacostas.
John Fisher plantea la cuestión de si la recuperación iniciada con el rey Borbón estuvo en realidad tan estructurada y organizada como han afirmado durante generaciones los comentaristas, empezando por los ministros de Carlos III. Fuera como fuese y, sobre todo, debido a las concesiones que supuso la firma de la paz en el conflicto sucesorio español, la recién creada Compañía del Mar del Sur comenzó a introducir todo tipo de mercancías en los territorios americanos. La poca competitividad de los productos españoles y el constante fracaso de las ferias que provocó la afluencia de las mercancías inglesas tuvieron como consecuencia el cambio del sistema de convoyes español por el de registros sueltos en 1735. “Había que proceder urgentemente a la restauración del poderío marítimo, máxime cuando las concesiones hechas a Inglaterra la convertían en el enemigo más importante de España con el que además, en caso de enfrentamiento, se lucharía inexorablemente en el mar”. “La nueva dinastía reinante lograría recobrar buena parte del poderío perdido a través de un notable y rápido proceso de reordenación de la Armada”. Entre los años 1741 y 1761 España botó no menos de 54 buques de guerra, pero la mayor parte de ellos una vez ya finalizado el conflicto con Inglaterra de 1739.
De esta manera, las fuerzas navales se convirtieron en una parte fundamental de la unidad de los territorios hispanos y fue primordial para que estos estuviesen en contacto.
Eran, por tanto, “el instrumento preciso para ejercer una política de altos vuelos en el ámbito internacional”. Una parte de esta política fundamental para España era la forma de sacar a la metrópoli y a las colonias americanas de la decadencia general en la que habían caído durante los anteriores reinados de los Austrias; además de buscar la forma más adecuada para situar a España de nuevo en la posición dominante que había ocupado durante el siglo XVI. América se perfiló como una gran posibilidad de recuperación para una España que había quedado bastante deteriorada en las batallas ocurridas entre 1700 y 1713.
En América los ingleses contaban con tres importantes vías de penetración: en primer lugar, la isla de Jamaica, conquistada a España en 1665. En estrecha relación con esta isla se encontraban los establecimientos ilegales británicos para el corte de palo de Campeche en el Yucatán. En segundo lugar, las factorías que poseía la Compañía Británica del Mar del Sur, siempre en lugares estratégicos para el comercio negrero. Finalmente, a través del Brasil portugués, desde donde disfrutaban de beneficios para la introducción clandestina de mercancías en los territorios de La Plata, por la colonia de Sacramento.
Una vía más debe ser añadida a esta lista, y es la de las trece colonias de Norteamérica, desde donde se ejecutaba una importante actividad comercial encaminada a promover el comercio en los territorios hispanos, sobre todo hacia La Florida y hacia Cuba.
Ya desde varios meses antes de declararse la guerra, los británicos habían comenzado a armar una gran flota bajo la dirección del veterano almirante Edward Vernon con la que atacar el Caribe español. Los objetivos principales eran los tres puertos principales del virreinato de Nueva Granada, desde donde partía la Flota de Indias cargada con las riquezas del Perú rumbo a España: La Guaira (actual Venezuela), Cartagena de Indias (Colombia) y Portobelo (Panamá). Con ello los ingleses planeaban capturar las remesas de metales preciosos a punto de embarcar hacia Europa, destruir la escuadra española en el Caribe y, una vez conseguido el dominio de la zona, atacar y conquistar Cuba, la perla de las Antillas.
Preparación inglesa para la guerra
La corte inglesa resolvió armar sin pérdida de tiempo 30 navíos de línea, 2 galeotas de bombas y 2 brulotes, a la vez que mediante leva se tomaban 2.000 hombres que serían enviados a Chatan. Se hicieron regresar a Inglaterra 10 regimientos procedentes de Irlanda, a la vez que se ordenaba que todas las compañías militares inglesas se aumentasen 11 hombres, lo que hacía un total de 10.000 soldados más.
El total de la armada inglesa destinada en estos momentos a la guerra con España ya superaba los 130 navíos; lo que ponía en clara inferioridad a las fuerzas españolas, que sitas en Cádiz, Ferrol y Cartagena, contaban con 27 navíos, de 114 a 50 cañones, y 7 fragatas de 36 a 12 piezas de artillería, todos ellos en buen estado, a excepción de un buque de 114 cañones. Si a esto se suma la armada que podría aportar como aliada Francia, habría que añadir unos 20 navíos más, dispuestos en los puertos de Brest y Tolón.
La estrategia española no se basaba en afrontar una guerra en alta mar. Se era consciente de la inferioridad de la armada que, pese a las reformas de Patiño, era incomparable con la británica. Era necesario mantener una postura defensiva para soportar unos costes menores, lo que permitiría hacer más rentables las pérdidas inglesas.
Los ingleses prepararon tres ataques contra las colonias españolas:
- El ataque principal en el Caribe, con la flota principal al mando del almirante Edward Vernon.
- Una segunda flota, al mando del comodoro George Anson, que rebasaría el cabo de Hornos y atacaría el sur de Chile hasta el istmo de Panamá, haciéndose fuerte en Juan Fernández.
- Una tercera flota, al mando del capitán Cornwall, debía circunnavegar el cabo de Buena Esperanza (Sudáfrica) y atacar desde Oriente las Filipinas y luego México, pero esa fase no se concretó.