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Se da el nombre de guerra de los Cien Años al largo conflicto que sostuvieron los reyes de Francia e Inglaterra entre 1337 y 1453. En realidad fue una extensa serie de choques militares y diplomáticos, caracterizada por breves campañas bélicas y largas treguas. No fue, por tanto, un estado de guerra permanente, aunque las prolongadas y frecuentes treguas se veían continuamente salpicadas de escaramuzas al estilo de la guerra de guerrillas, y las maniobras diplomáticas más tradicionales estaban a la orden del día. Se inició en medio de condiciones feudales y por causa de un litigio típicamente feudal; y terminó en guerra entre dos países que se estaban convirtiendo rápidamente en naciones bajo la administración centralizada de sus respectivas monarquías.
La rivalidad entre Francia e Inglaterra provenía de los tiempos de la batalla de Hastings (1066), cuando la victoria del duque Guillermo de Normandía le permitió adueñarse de Inglaterra. Ahora los normandos eran reyes de una gran nación y exigirían al rey francés ser tratados como tales, pero el punto de vista de Francia no era el mismo: el Ducado de Normandía siempre había sido vasallo, y el hecho de que los normandos hubiesen ascendido al trono de Inglaterra no tenía por qué cambiar la sumisión tradicional del ducado a la corona de Francia.
A mediados del siglo XII, los duques normandos fueron reemplazados por la dinastía Anjou, condes poderosos que poseían grandes territorios en el oeste y sudoeste de Francia. El rey angevino o plantagent inglés Enrique II era de hecho más poderoso que su supuesto señor, el rey capeto de Francia, porque gobernaba un imperio mucho más rico y productivo. En su lucha por limitar el poder de los soberanos ingleses, el rey de Francia Felipe Augusto apoyó la rebelión de uno de los hijos de Enrique II, Ricardo Corazón de León, que lo sucedió en el trono en 1189.
Enrique III (1207-72), heredó el trono siendo muy pequeño, trajo consigo un período de inestabilidad, que desembocó en el desfavorable tratado de París en 1259. Enrique renunciaba formalmente a todas las posesiones de sus antepasados normandos y a todos los derechos que pudieran corresponderle. Esto incluía la pérdida de Normandía, Anjou y todas sus demás posesiones, salvo Gascuña y Aquitania, que había heredado por vía materna. Estas dos regiones quedaban sometidas al homenaje, una especie de pago, renta o tributo que Enrique otorgaría al rey francés para conservarlas.
Eduardo I, hijo de Enrique III, no se conformó con esta situación de sometimiento: construyó una base de poder militar y económico muy superior al de su padre y quiso recuperar los territorios perdidos en Francia. Inició hostilidades contra Francia que duraron cuatro años de 1294 a 1298, pero tuvo que dedicar sus esfuerzos a consolidar su poder en el interior de la propia Inglaterra, no pudiendo hacer nada respecto de Francia. Cuando falleció, otro lapso de convulsiones azotó a Inglaterra. Una Escocia fuerte, motivada, organizada, y liderada por Robert de Bruce, venció a los ingleses en varias ocasiones, derrotando al sucesor de Eduardo, Eduardo II, y logrando la ansiada independencia.
Causas económicas
El 46 % de los campesinos ingleses tenían en, 1279 terrenos inferiores a cinco hectáreas, que se consideraba la extensión mínima para poder alimentar a una familia de cinco miembros. La situación era muy similar en Francia: en Garges, población próxima a París, en 1311, dos tercios de los habitantes tenían menos de treinta y cuatro áreas, incluida la planta de la casa, que ocupaba casi veinte. En esta situación, cualquier catástrofe natural podía arruinar a las familias. La población rural se empobrecía, el precio de los productos agrícolas menguaba y los ingresos de la nobleza disminuían, al tiempo que crecía la presión fiscal, lo que atizó la tensión entre la población agrícola.
Muchos campesinos buscaron trabajos estacionales en las ciudades, por salarios míseros, lo que a su vez originó tensiones en los medios urbanos. La Pequeña Edad de Hielo también perjudicó a las cosechas, lo que, dada la presión demográfica, causó hambrunas como no se veían desde el siglo XII en el norte de Europa en 1314, 1315 y 1316. Ese año Yprés perdió el 10 % de la población y Brujas, el 5 %. El crecimiento de las ciudades agudizó la falta de alimento; el abastecimiento dependía del comercio.
Por otra parte, los consumidores que se habían habituado a un nivel de vida superior al anterior debido a la prosperidad general, exigían alimentos más variados y abundantes; la nobleza se habituó al consumo de vino y todas las clases sociales se habituaron a un companagium (alimento que acompañaba al pan) más variado y rico.
El enriquecimiento de la sociedad y las nuevas demandas de productos más caros hicieron que los campesinos diversificasen la producción agrícola. Los viñedos crecieron con la demanda de vino, en especial en el norte y el este de Francia. Los soberanos ingleses, a los que solamente les quedaba la Guyena en Francia, aumentaron también el cultivo de esta planta en el ducado, mientras que los duques de Borgoña favorecieron la producción y exportación de los vinos de Beaune. Pero la diversificación de la producción también tuvo un efecto nocivo: redujo la producción de los productos básicos agrícolas.
La incapacidad del Estado para imponer tributos ante la oposición de las asambleas territoriales y de conseguir créditos, hizo que emplease el cambio de ley de la moneda para equilibrar el presupuesto. Lo que suponía reducir la deuda estatal a cambio de devaluar la moneda. La Corona aplicó devaluaciones de varias ocasiones durante la guerra con Inglaterra: 1318-29, 1337-43, 1346-60, 1418-1423 y 1426-29; la moneda inglesa, por el contrario, se mantuvo bastante estable.
La penúltima devaluación fue muy intensa: el delfín Carlos aumentó el valor de la moneda en un 3.500 %. Esto a su vez comportó la reducción de las rentas de los terratenientes, fijadas por contrato. La guerra se presentaba como medio para que la nobleza compensase la mengua de sus rentas: el cobro de rescates de cautivos, el pillaje y el aumento de los impuestos con la justificación de costear la contienda suponían ingresos adicionales. Esto hizo que la nobleza en general y la inglesa en particular, más perjudicada por la mengua de las rentas obtenidas de los campesinos; adoptase una actitud belicista. Por su parte, un conflicto también pareció al rey francés Felipe VI un buen medio para mejorar la situación del erario, pues permitía recaudar impuestos extraordinarios.
Causas comerciales
El crecimiento económico hizo que ciertas regiones comenzasen a depender de algunos de los dos reinos. Por entonces la vía principal de transporte de mercancías era la fluvial o la marítima. El condado de Champaña y Borgoña abastecían París por el Sena y sus afluentes y eran, en consecuencia, pro franceses. Normandía estaba dividida, pues era el borde de la región económica parisina y la lindante con el canal de La Mancha, zona mercantil cada vez más importante merced a las mejoras técnicas navales que permitieron a las naves italianas circunnavegar la península ibérica cada vez con mayor facilidad. El ducado de Aquitania, que exportaba vino a Inglaterra, Bretaña, que exportaba sal, y Flandes, que importaba la lana inglesa, se hallaban en consecuencia de ello en la zona pro inglesa.
Los flamencos, que deseaban librarse de la presión fiscal francesa, se rebelaron varias veces contra el rey de Francia. Lo que originó una serie de batallas: la de Courtrai (1302), Mons-en-Pévèle (1304) y Cassel (1328). Colaboraron con el rey de Inglaterra y en 1340 reconocieron a Eduardo III como legítimo rey de Francia.
Tanto Francia como Inglaterra buscaban ampliar sus territorios para acrecentar los ingresos fiscales y mejorar el estado de sus erarios. Las intrigas de los correspondientes monarcas por hacerse con el dominio de Guyena, Bretaña y Flandes desataron la larga guerra entre los dos reinos.
Causas dinásticas
El problema dinástico que surgió en 1328 se originó realmente una década antes: Luis X de Francia falleció en 1316, tan solo dieciocho meses después que su padre Felipe el Hermoso; su fallecimiento marcó el fin de la larga época denominada el “milagro capeto”, que había durado de 987 a 1316 y durante el cual los sucesivos reyes siempre habían tenido un hijo varón al que dejar el reino en herencia. La existencia de un primogénito varón con experiencia de gobierno por haber estado asociado a la gestión estatal en vida de su padre había dado gran estabilidad a la política francesa durante tres siglos.
La tradición había asentado la sucesión de los capetos al trono, de varón a varón, si bien no existía un sistema definido de sucesión. Los reyes no habían llegado a definir legalmente el sistema de transmisión de la corona, ni existían precedentes de reyes que solamente hubiesen dejado hijas para sucederlos. Por el contrario, Luis X solo tuvo una hija con su primera esposa, Margarita de Borgoña, condenada por infidelidad: Juana de Navarra. Ya difunto el rey, su segunda mujer había tenido un hijo (13 de noviembre de 1316): Juan el Póstumo, que apenas sobrevivió cuatro días al parto.
Por primera vez, el heredero de la corona francesa era una mujer, Juana de Navarra. La infidelidad de la reina Margarita sirvió de pretexto para privar del derecho de sucesión a Juana, y entregar el trono al hermano del difunto Luis, Felipe V. Este golpe de Estado fue aprobado por una asamblea de barones, burgueses y profesores de la Universidad de París.
La usurpación y la ruptura con la tradición feudal que hubiese hecho reina a Juana disgustaron a poderosos señores del reino, que se ausentaron de la coronación de Felipe en Reims (9 de enero de 1317), pero no lo suficiente como para animarlos a tomar las armas contra él; Felipe logró acallar poco a poco a los adversarios. En realidad, la elección de Felipe y el arrumbamiento de su sobrina se debieron al temor de que esta acabase desposando a un extranjero que pudiese terminar por hacerse con el poder en el reino. Los capetos habían aumentado sus posesiones haciendo que aquellas de sus vasallos muertos sin herederos varones pasasen a la Corona.
Felipe IV precisamente había incluido una “cláusula de masculinidad” poco antes de morir, que hizo que el infantado de Poitou pudiese volver a la Corona en caso de que su señor careciese de heredero varón. No fue la ley Sálica la que se aplicó para escoger al nuevo rey; esta apareció como justificación treinta años después, hacia 1350. La ley databa de tiempos de los francos y excluía a las mujeres de la “tierra sálica”, adjetivo que proviene del río Sala, el actual IJssel de los Países Bajos, lugar de asentamiento de los francos salios. Fue recuperada y empleada como argumento de peso en favor de la legitimidad del rey en las disputas de la época, aunque hacía ya tiempo que la herencia femenina de los feudos se aplicaba sin problemas. Los juristas de la Corona que la hicieron electiva al estilo de la imperial o la papal en realidad rompieron con la tradición feudal que permitía la herencia femenina y causaron gran escándalo.
Felipe V reinó poco tiempo y falleció también sin heredero varón, por lo que heredó el trono su hermano menor, el benjamín de la familia, Carlos IV, aprovechando el precedente que había sentado Felipe en 1316; fue coronado en 1322. Curiosamente, había sido uno de los más firmes defensores de su sobrina Juana, pero en esta ocasión no solo apartó a Juana del trono, sino también a las hijas de su hermano Felipe, recién fallecido.
Esta vez el traspaso del poder no suscitó quejas. Su reinado fue también breve, de seis años, y antes de morir, dado que su tercera esposa estaba embarazada, encargó a la nobleza que hiciese rey a su hijo si resultaba ser varón y que escogiese por sí misma al nuevo soberano en caso de ser mujer. El recién nacido resultó ser mujer, por lo que fue apartada de la sucesión.
Carlos, tercer hijo de Felipe el Hermoso que había ceñido la corona francesa, murió también sin dejar heredero varón el 1 de febrero de 1328 dejando la situación sucesoria de la siguiente manera:
- Eduardo III, rey de Inglaterra y gran señor feudal francés, pues era duque de Guyena y conde de Ponthieu. Era hijo de Isabel de Francia, última hija de Felipe el Hermoso. Se postulaba para el título, pese a que los precedentes de los últimos años, no dejaban claro si los derechos que no podía ejercer la madre, podían pasar al hijo.
- Felipe de Évreux, rey de Navarra y esposo además de Juana, la hija de Luis X preterida en 1316. Era un primo hermano de los últimos tres reyes.
- Felipe VI de Valois, otro primo hermano de los últimos tres reyes. Este era hijo de Carlos de Valois, hermano menor de Felipe el Hermoso y heredero, por tanto, por línea masculina de los capetos, si bien de forma menos directa que Eduardo. Era el preferido por la nobleza.
Los tres pretendientes tenían firmes derechos al trono, pero los dos primeros tenían por desventaja el ser mucho más jóvenes que el tercero, que era además natural del reino y ostentaba ya la regencia. Los pares de Francia se negaron a entregar la corona a un rey extranjero, siguiendo el mismo criterio que ya habían empleado diez años antes, o quizá temieron que si elegían a Eduardo; el gobierno quedase en mano de su intrigante madre, odiada en Francia y que por entonces dominaba el de Inglaterra; Eduardo era, por añadidura, un Plantagenet, y por ello sospechoso de ser un vasallo levantisco y tendente a entrar en conflicto con la Corona.
Felipe, que había sido nombrado primero regente por los nobles, fue reconocido como rey tras el nacimiento de la hija póstuma de Carlos el 1 de abril. La elección no suscitó quejas en Francia: el nuevo rey tenía cierta experiencia, disfrutaba del apoyo de la nobleza y era conocido de la corte. La coronación se hizo el 29 de mayo.
Felipe compensó a Juana de Évreux con el reino de Navarra, cuya corona había estado ostentada por los tres reyes franceses que le habían precedido. Pero se guardó para sí Champaña, que tenía el mismo origen, y a cambio le cedió los condados de Angulema y Mortain (de valor inferior) y ciertas rentas; en realidad, dado que tanto en Navarra como en Champaña el que heredase una mujer era algo firmemente establecido, los dos territorios hubiesen debido pasar a Juana. Esta era entonces menor de edad, pero cuando alcanzó la mayoría en 1336, refrendó el acuerdo hecho en su nombre años atrás.
Eduardo III prestó homenaje a Felipe, si bien con notable reticencia y tardanza, tras varios apremios, por su ducado de Guyena y por el Ponthieu, después de que lo amenazasen con una nueva confiscación del ducado. El rey de Inglaterra se había reconocido vasallo de Felipe VI en junio de 1329 y había hecho incluso concesiones en la Guyena, sin dejar por ello de reservarse el derecho a reclamar los territorios confiscados arbitrariamente por los monarcas franceses. Esperaba por ello que a cambio Felipe no se entrometiese en el conflicto anglo-escocés, pero no sucedió así.
Felipe confirmó la ayuda francesa a David Bruce. Ante tal actitud, Eduardo III volvió a proclamar sus derechos a la corona francesa, que sirvieron de pretexto para desencadenar la guerra contra Felipe. En realidad, la disputa dinástica fue un motivo secundario de la contienda hasta los tiempos de Enrique V de Inglaterra, un mero argumento de Eduardo III para reforzar su posición, pues el verdadero objetivo no era la corona de Francia, sino la soberanía sobre ciertos territorios franceses.
Intrigas y declaración de guerra (1330-37)
El rey de Francia colaboraba con los escoceses en la lucha que estos sostenían contra Inglaterra, actitud de larga tradición de los reyes capetos, plasmada en la llamada “antigua alianza” (Auld Alliance). Eduardo III había expulsado a David Bruce de Escocia en 1333; Felipe VI lo había acogido en el castillo Gaillard y rearmaba a sus partidarios, preparando la vuelta del escocés a su reino. Felipe convocó en 1334 a los embajadores ingleses, entre los que se encontraba el arzobispo de Canterbury, para comunicarles que Escocia también debía estar incluida en la paz general que estaban negociando Francia e Inglaterra y que parecía a punto de firmarse. En 1335, David Bruce atacó las islas Anglonormandas con una flota que pagó el rey francés. La ofensiva fracasó, pero hizo temer a Eduardo III que fuese un mero preludio de la invasión de su reino.
La intervención francesa en Escocia, aunque pequeña, convenció a Eduardo de que la guerra con Francia era inevitable. El parlamento británico se reunió en Nottingham en septiembre de 1336 para condenar las acciones del monarca francés y aprobar los subsidios para costear los gastos de la nueva guerra que se avecinaba. Seguidamente, el Gobierno abandonó York, donde había pasado los cuatro años anteriores debido a las guerras escocesas, y volvió a Londres, donde comenzaron los preparativos bélicos. Se despacharon tropas a la Guyena y se apostó una escuadra en el canal de La Mancha, al tiempo que Felipe hacía lo propio en Normandía y Flandes.
La reanudación del conflicto aquitano, que las negociaciones no lograron solucionar, y el apoyo de los Valois a los adversarios escoceses de Eduardo III hicieron que este volviese a esgrimir sus derechos de sucesión al trono francés. Felipe VI le había confiscado la Guyena el 24 de mayo de 1337, acusándolo de felón. Esta tercera confiscación resultó intolerable a Eduardo III, que reaccionó a su vez reclamando para sí la corona francesa: despachó al obispo de Lincoln a París el 7 de octubre de ese año para arrojar el guante como desafío a Felipe, gesto con el que comenzó la contienda, si bien ya había habido choques en los meses anteriores. Los dos bandos hacía tiempo que se estaban preparando para la guerra, buscando aliados y aprestando ejércitos. La tercera confiscación de la Guyena fue el detonante de la guerra abierta.
Los combates no comenzaron inmediatamente después de la declaración de guerra de 1337. La causa era la penuria financiera de los dos reyes, que los obligó a solicitar la aprobación de los impuestos necesarios para sufragar la contienda a los respectivos parlamentos y asambleas locales, a menudo a cambio de la confirmación de privilegios, la concesión de otros nuevos o de exenciones.
Fue entonces cuando surgieron en Francia los Estados, asambleas aún poco organizadas en las que los contribuyentes regateaban su apoyo financiero a los representantes reales. La falta de dinero hizo que se aceptase la suspensión de hostilidades propuesta por el Papa para los seis primeros meses de 1338. La lucha comenzó, indirectamente, mediante el choque de aliados de los dos reyes enfrentados: Eduardo III de Inglaterra sostuvo a Juan de Montfort contra Carlos de Blois, pariente de Felipe VI, en la guerra de Sucesión de Bretaña. Por su parte, Felipe apoyó a los escoceses en la guerra que estos libraban contra los ingleses